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El bosque de los cuatro vientos(13)
Author: Maria Oruna

   Pero yo no había venido a Santo Estevo para recrearme en su belleza y paisajes encantadores, de modo que a primera hora de la mañana siguiente me dirigí al Archivo Histórico Diocesano, donde ya había solicitado una cita con el director del archivo, un religioso llamado Servando Andrade.

   Tras una media hora de camino desde el parador, llegué a la ciudad de Ourense y ascendí por una cuesta pronunciada hasta llegar al Seminario Mayor, un edificio de piedra enorme que dominaba la ciudad y que era donde se encontraba el Archivo Diocesano. Cuando aparqué, me detuve dos segundos a contemplar las vistas; desde luego, aquel mirador describía bien la ciudad, que se mostraba partida en dos por el río Miño, cosido a base de puentes desde tiempos inmemoriales.

   Don Servando me hizo esperar una hora y media, así que aproveché para volver loco a su ayudante e ir consultando sus archivos.

   —¿Es usted el señor Bécquer, el detective? Disculpe la espera, llevo una mañana de locos y había olvidado que venía hoy.

   Me volví y descubrí a mi espalda un hombre con aspecto, en efecto, de estar siempre atareadísimo. Llevaba las llaves del coche en una mano y varios libros en la otra, con la que, además, y a pesar de estar ocupada, el religioso intentaba recolocarse unas gafas de pasta sobre la nariz. Debía de tener unos sesenta años, e iba vestido de gris, dejando espacio para un alzacuello impoluto.

   No quise perder el tiempo, de modo que no me molesté en aclararle que yo no era exactamente un detective, y me limité a pedirle que me contase todo lo que supiese sobre mis nueve anillos.

   —Lo siento, señor Bécquer. Dudo incluso que esos obispos hayan existido.

   —¡Qué me dice! Pero si hay documentación que acredita que...

   —Lo sé, pero precisamente esa documentación es la que suscita mis dudas. Para empezar, no está claro que las diócesis que se les adjudican a cada uno les correspondiesen.

   —No, no, mire —le apremié, acercándolo a la mesa donde yo había dejado fotocopias, libros y otra documentación que había encontrado—. ¿Lo ve? El primero fue el obispo Ansurio, en el año 922. Después, Vimarasio, Gonzalo, Froalengo, Servando, Viliulfo, Pelayo, Alfonso y Pedro —enumeré, indicando sobre el papel la diócesis de cada uno, que tenían ubicaciones tan dispares como el propio Ourense, Braga o Coímbra.

   El director del archivo me observó con una sonrisa cargada de paciencia.

   —Eso que ha encontrado usted en legajos sueltos contradice los archivos de algunas de las diócesis que ha marcado.

   —No me diga.

   —Lo siento —me dijo poniéndome una mano en el hombro en señal de compasión.

   —Pero no puede ser —respondí—. Quizás haya un error en las diócesis de origen, pero los nueve obispos llegaron a Santo Estevo, eso seguro. ¿Cómo explica, si no, el escudo con las nueve mitras? Mire —dije señalando una fotocopia del libro de aquel archivero que había escrito sobre Santo Estevo—, ya se los veneraba en el siglo XIII.

   En efecto, don Servando leyó con atención el documento que yo le mostraba, que databa del año 1220 e iba firmado por el rey Alfonso IX:

 

   Doy y concedo al monasterio de Santo Estevo, y de los nueve obispos que allí están enterrados, por quienes Dios hace infinitos milagros, todo lo que pertenece y debe pertenecer al derecho real en todo el coto del monasterio citado.

 

   Don Servando se sujetó la barbilla con los dedos índice y pulgar, como si reflexionara profundamente. Comenzó a hablar sin levantar la vista del texto que yo le había facilitado.

   —Usted sabrá que, supuestamente, nueve santos cuerpos fueron trasladados en el siglo XV desde el claustro de los Obispos hasta el altar de la iglesia...

   —¡Lo sé, lo sé! En el año 1463 —exclamé triunfador.

   —Veo que ha hecho los deberes. Pero sabrá que, de esos cuerpos, tres estaban a nivel del pavimento, y solo seis de los sepulcros eran alzados.

   —No lo sabía —reconocí—. Pero tampoco entiendo... ¿Qué importancia tiene la altura a la que estuviesen enterrados? Perdone, pero no sé qué me quiere decir.

   —Quiero explicarle que no todos tenían la misma categoría, y que puede ser que incluso alguno no fuese obispo, aunque fuera tratado con honores póstumos similares. Y que yo, personalmente, insisto en que tengo mis dudas en relación con los tiempos en que se supone que fueron enterrados y sobre su rango dentro de la Iglesia.

   —Lo comprendo, pero ¿qué hay de los anillos? Aun suponiendo un baile de fechas, de diócesis y de categorías, como obispos, tendrían que llevarlos, ¿no? ¿O al jubilarse en el monasterio se los quitaban?

   Don Servando se rio de buena gana.

   —¿Jubilarse? Lo que debió de ocurrir, más bien, fue que escaparon de las invasiones musulmanas y, al buscar un refugio donde terminar sus días, habrían acabado en Santo Estevo. ¡Fuga mundi, señor Bécquer!

   —¿Fuga... del mundo? —traduje sin gran precisión, recordando el poco latín que había retenido tras mi paso por el instituto.

   —Exactamente. La búsqueda de una vida ajena a los valores de la sociedad terrenal. Y en cuanto a los anillos episcopales, los habrían llevado hasta su muerte como signo de su autoridad católica.

   Me quedé mirándolo unos segundos, cada vez más convencido de que aquellos anillos todavía existían en alguna parte. Me sorprendía el escepticismo del actual archivero: ¿tenía fe en Dios y no en aquella historia, que sí estaba parcialmente documentada?

   —Mire, don Servando —insistí mostrándole más documentación—. Los obispos, en efecto, fueron trasladados en 1463 a la iglesia, y los colocaron en una única caja de madera; pero en 1594 volvieron a ser separados y los restos de cada uno se pusieron en varias arcas pequeñas de madera de castaño. Hoy mismo pueden verse cinco cajas a un lado del altar y cuatro al otro. ¿Sabe cómo lo sé?

   —No tengo ni idea —replicó el archivero, que por fin parecía estar intrigado.

   —¡Por las facturas!

   —¿Qué facturas?

   —Las de los carpinteros que realizaron las arcas. Se conservaron, ¿sabe?

   —Bien —suspiró cruzando los brazos—. Y supongo que ahí es cuando pierde la pista de los obispos y sus anillos.

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