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El bosque de los cuatro vientos(11)
Author: Maria Oruna

   Xocas volvió a enarcar las cejas, dejando translucir a su interlocutor que a lo mejor se estaba excediendo en sus suposiciones.

   —Esto no es una novelilla de misterio, señor Bécquer.

   —De acuerdo, tiene usted razón —concedió el profesor, poniendo las manos sobre la mesa con fuerza, como si fuese necesario agarrarla—, pero ha muerto un hombre, y yo le digo que creo que puede haberle sucedido algo más allá de una muerte natural. Habíamos quedado ayer después de su ruta con los turistas y no apareció.

   Xocas se estiró en su silla. Ese dato sí le interesaba.

   —¿Dónde habían quedado?

   —En el claustro de los Obispos, precisamente. Le digo que iba a contarme algo.

   El sargento reevaluó a Jon Bécquer y estudió sus gestos, su vehemencia, su mirada. ¿Quién era realmente aquel extraño profesor reconvertido en detective? ¿Un demente? ¿Una de esas personas que viven siempre dentro de su imaginación, creando mundos que los satisfagan? En cualquier caso, estaba claro que fuera quien fuese había dejado de lado sus nervios para defender un planteamiento del que estaba convencido de veras.

   —¿Y puede saberse por qué habían quedado en ese claustro y no en una cafetería como todo el mundo?

   —¿Qué? Ah, él quería un sitio discreto. Una charla amigable sin curiosos. Aquí se conocen todos, y los empleados del hotel viven también por aquí; me dijo que él tenía que venir a trabajar justo esa noche, que si nos podíamos ver cinco minutos, nada más.

   —De acuerdo —suspiró el sargento, descreído—. Supongamos que fuese verdad. Que hubiesen asesinado a Alfredo Comesaña. ¿Quién cree que pudo hacerlo?

   —No lo sé. He hablado con muchas personas estos días, pero estoy convencido de que más de una me ha mentido o, al menos, no me ha contado todo lo que sabe. Ha podido ser cualquiera. Alguien del parador, del pueblo, de la misma iglesia...

   Xocas se puso en pie. Aunque era más bajito que el profesor, con su uniforme y su mirada compacta su presencia impresionaba.

   —De acuerdo. Vayamos a su habitación y muéstrenos ese material que tiene.

   Jon Bécquer se tomó el gesto como un tanto a su favor, como si alguien, por fin, le diera un poco de credibilidad a su historia. Ambos hombres, seguidos por la agente Ramírez, que continuaba en silencio, se dirigieron hacia la habitación del extravagante profesor. Atravesaron el gran claustro de los Caballeros, que todavía conservaba alguno de los adornos de la pasada noche nupcial, y que destilaba un ambiente de calma y ensueño natural, quizás por la música que sonaba. Por los altavoces del parador se deslizaba, a un volumen moderado y discreto, la flauta del grupo Matto Congrio tocando Camiño de Santiago, logrando que la magia de la melodía fuera como un trance obligado al que acudir.

   Bécquer y los guardias civiles, concentrados y ajenos a aquel ambiente casi bucólico, subieron a la primera planta de la fachada sur, en la que los ventanales de las habitaciones daban a la entrada del parador. Caminaron sobre suelos suavemente enmoquetados, de aire moderno, y llegaron a la entrada de la habitación.

   Ante ellos se dibujaba un marco grueso y pétreo. El pasado.

   Dentro del marco, una puerta moderna de color haya. BISPO G. OSORIO, rezaba un cartel a la derecha.

   —Le han dado el cuarto de un obispo, por lo que veo.

   —¿Qué? Oh, no —negó Bécquer, que rebuscaba en sus bolsillos para encontrar la tarjeta de su habitación—, me han dicho que todas las habitaciones del primer piso tienen nombres de obispos y las del segundo, de reyes.

   —No me diga.

   —Sí, pero la mía es especial —añadió, sonriendo y abriendo la puerta por fin.

   Todos accedieron al cuarto. De inmediato, Xocas comprendió lo que había querido decir el profesor. Aquella habitación disponía de una espectacular cúpula de piedra en el techo. A la derecha, había una gran cama de forja de metal reluciente y plateado. A la izquierda, un baño que parecía un cubo enorme instalado dentro del espacio rectangular que conformaba la habitación; de frente, un escritorio y, al fondo, un ventanal en el interior de un espacio abocinado, cuya estructura albergaba dos bancos de piedra, uno a cada lado. El sargento sabía que a aquellos lugares, en Galicia, se les llamaba faladoiros, pero solo los había visto en castillos, nunca en las habitaciones de ningún hotel. Se acercó, admirando la obra de mampostería, y comprobó que a través de la ventana podía verse, de frente, el pequeño pueblo de Santo Estevo, tan cercano. A la izquierda, el atrio con el cementerio y la entrada de la iglesia y del propio parador; y a la derecha, el comienzo del gran bosque y alguna de sus rutas de senderismo.

   —Me han dicho que esta habitación formaba parte de la cámara abacial desde el siglo XVIII —les aclaró Jon, divertido ante el asombro de la guardia y el sargento. Ramírez silbó con admiración.

   —No vivía mal, el señor abad.

   —No, parece que no.

   El sargento se volvió y observó la gran cantidad de material de que disponía Bécquer sobre el escritorio. Planos, una carpeta cerrada de la que sobresalían apuntes y unos quince o veinte libros que parecían de temática religiosa e histórica: todos eran gruesos y algunos parecían muy antiguos, contrastando con los que eran evidentemente nuevos. El profesor miró a Xocas con ademán de abrir la carpeta, como si estuviese solicitando permiso para comenzar. El sargento asintió y se sentó cerca del ventanal.

   —Bien, señor Bécquer. Adelante, cuéntenos su historia desde el principio.

 

 

5


   La historia de Jon Bécquer

 

 

   Dicen que todos los monasterios esconden un misterio y, al menos, una pregunta. En el caso de Santo Estevo, la gran incógnita era averiguar si habían existido o no aquellos nueve anillos. ¿Dónde estarían? Que hubiesen realizado o no milagros me resultaba indiferente, porque su leyenda, su indiscutible magnetismo, había logrado que nueve obispos perdurasen en la historia, tallando su leyenda en escudos de piedra.

   En los archivos y bibliotecas de Madrid no había conseguido encontrar gran cosa, salvo un libro publicado en los años setenta por un sacerdote ya fallecido que se llamaba Emilio Duro Peña, del que la Real Academia de la Historia decía que había sido, quizás, «el mejor archivero de las catedrales de Galicia». Este libro estaba dedicado exclusivamente al monasterio de Santo Estevo de Ribas de Sil, y en él, entre otras muchas cosas, descubrí que tres incendios habían eliminado, en gran medida, mis posibilidades de lograr documentación sobre la que investigar.

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