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El bosque de los cuatro vientos(14)
Author: Maria Oruna

   —Casi. Pero aquí viene lo mejor, porque pasados casi cien años, en 1662, hubo un intento de canonizar a los obispos —le expliqué con vehemencia mientras le mostraba el libro de aquel archivero que tanto me había facilitado el trabajo—. Hubo una comisión dirigida por un juez para que ante notario se informase sobre los santos cuerpos y sus reliquias, ¿y sabe qué pasó?

   —Imagino que nada bueno, porque lo que sí le aseguro es que esos supuestos obispos no fueron canonizados.

   —Exacto, no lo fueron, pero porque murió el abad que había promovido la causa y el asunto se terminó archivando. Sin embargo, sí tenemos constancia, gracias a ese proceso, de la existencia de exactamente nueve obispos y nueve anillos.

   —¿De los anillos también?

   —Sí, de los anillos y de sus milagros. En el informe notarial se verificaron e inspeccionaron los sepulcros; además, dieciséis testigos, entre los que estaban los más ancianos del pueblo de Santo Estevo, confirmaron el culto inmemorial a las reliquias. Se comprobó también la existencia de los anillos, conservados en una caja de plata. Los testigos decían que al tocar la caja o al beber agua pasada por los anillos se curaban.

   —¿Se curaban? Pensaba que tenía constancia de milagros —apreció don Servando con cierta ironía mientras se ajustaba de nuevo las gafas sobre su pequeña nariz chata.

   —La tengo, la tengo. Mire, certificados ante notario y recopilados durante los últimos años previos al proceso. —Y le pasé directamente el libro de su archivero antecesor.

 

   Año 1594 [...] niña ciega de nacimiento, ahijada de Bautista, maestro que hacía el retablo [...] recupera de forma íntegra la visión. Pedro Rodríguez [...] tullido con un año en cama recupera la movilidad. Juan Carballo y Pedro Algueira, que sanaron de asombramiento y pasmo, tras quince días sin habla [...] Doncella Polonia del Prado, sanó de calenturas muy peligrosas [...] Alonso Carballo, que estaba para morir con hinchazón muy grande en la garganta, sanó tras tocar los anillos.

 

   —Vaya —reconoció por fin don Servando—, admito que su investigación me ha dejado sin palabras. Aunque lo cierto es que los milagros no parecen muy extraordinarios, salvo el de la niña ciega. ¿Qué más tiene?

   —¿Qué más? Pues... nada más —confesé apurado—. Los restos de los obispos siguen en el altar de la iglesia, que yo sepa, pero de anillos y milagros no tengo más información. La última pista se pierde en este registro notarial de 1662.

   Don Servando frunció el ceño.

   —Admiro su tesón, señor Bécquer, pero suponiendo que todo lo que me ha contado sea cierto, seamos realistas. Han pasado casi cuatro siglos desde la última noticia de esos anillos que tanto le interesan. ¿Cree realmente posible que todavía existan o, lo que es más improbable, que pueda encontrar documentación que lo lleve hasta su paradero?

   —Precisamente por eso estoy aquí. Tras el último incendio del monasterio, a finales del siglo XVIII, sé que algunos documentos de la biblioteca sobrevivieron. Quizás ahí encuentre algo de información... He pensado que lo más probable es que los tengan ustedes.

   —¡Qué más quisiera! ¿No ve que después de ese incendio vino el más terrible de los males, el que arrasó con todo?

   Enarqué las cejas. ¿Cuál sería el más terrible de los males? ¿La peste? Don Servando suspiró, como si resultase absurdo explicarme algo que, supuestamente, yo ya debería haber tenido en cuenta.

   —¡La desamortización, hombre, la completa exclaustración! En 1835 se cerraron todas las puertas de los monasterios de España, y le aseguro que fueron desvalijados. Lo poco que se pudo rescatar de las bibliotecas de los monacatos de Ourense terminó en la Biblioteca Provincial.

   —Ah, ¡pues iré allí! —exclamé, animado por mi convencimiento de haber logrado tirar del hilo.

   Don Servando volvió a palmearme el hombro, y me dio la sensación de que ahora lo hacía con un matiz lleno de comprensión, de cierto compañerismo.

   —Lo siento, señor Bécquer, pero la Biblioteca Provincial ardió hasta los cimientos en 1928, y con ella desaparecieron más de treinta mil volúmenes de la historia de los conventos y monasterios de Ourense.

   Mi sentimiento fue de pura desolación. Sentí cómo me desinflaba. Don Servando se compadeció de mí, y estuvimos charlando un rato de cómo el tiempo y los hombres, y no solo las llamas, habían ido calcinando todo a su paso. El archivero me regaló más de media docena de ejemplares de una revista de arte orensano, Porta da Aira, de la que él era coordinador, y que se volcaba sobre todo en el arte religioso, las costumbres y la historia de la zona; en realidad, más que revistas parecían libros, pues estaban maquetadas como si lo fuesen y su grosor era muy considerable.

   —Quizás le sirvan de algo.

   —Ojalá... Gracias.

   Justo cuando íbamos a despedirnos, me pareció que don Servando perdía interés en la conversación, como si estuviese pensando en otra cosa. Quizás lo había atosigado demasiado con mis fantasías de anillos milenarios y obispos que se habían dado al fuga mundi. De pronto, el archivero se palmeó la frente.

   —¡Claro! ¡Los cuadros!

   —¿Los cuadros? ¿Qué cuadros?

   —Ay, caramba, ¡lo había olvidado por completo! Se encontraron unos cuadros escondidos cuando se hicieron las obras del parador.

   —¿Escondidos? ¿Sabe dónde?

   —Ah, eso ya no sabría decirle.

   —Pero entonces... tuvo que ser por el 2004, ¿no? ¿No es cuando convirtieron el monasterio en parador?

   —Sí, supongo. No recuerdo cuántos cuadros se conservan, pero cada uno representaba a uno de los obispos de Santo Estevo. Le confieso que la primera vez que los vi pensé que los habían pintado en honor a la leyenda, pero ahora que he hablado con usted..., no sé, quizás tengan mayor significado. ¿Quiere verlos?

   —¡Por supuesto! No sabe la alegría que acaba de darme. ¿Dónde están?

   —Aquí al lado, en el taller de restauración, que lo tenemos en el seminario menor. Espere, que llamo a Amelia, la restauradora.

   Y mientras don Servando telefoneaba a aquella tal Amelia, yo notaba cómo el corazón me golpeaba rápido. Era como si supiese que estaba a punto de entrar en un mundo en el que una noche podía durar siglos, en el que lo inasible, lo imprecisable, podía tener explicación. Sin saberlo, desde que había llegado a Galicia, había comenzado a viajar por las trenzas del tiempo.

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