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El bosque de los cuatro vientos(16)
Author: Maria Oruna

   Marina se volvió y pudo ver a un monje un poco más alto que su padre y con unas facciones asombrosamente parecidas a las de él, aunque con algo más de peso. La joven nunca había visto a su tío, y le impresionó su hábito y su tonsura, que le daban un aire de elevación religiosa que de inmediato le infundió respeto.

   —¡Hermano!

   El padre de Marina se aproximó al abad y se inclinó para besarle la mano, pero este le hizo levantarse y le dio un abrazo formidable, que solo dio por terminado cuando palmeó muy fuertemente y varias veces la espalda del doctor. Después, se dirigió a Marina. Ella le besó en la mano y él le acarició el rostro durante un segundo. A él le agradó el sobrio recato de las ropas de Marina, que aún guardaba luto por su madre. Llevaba un vestido negro y largo hasta los pies, del que solo destacaba un elegante encaje blanco que ascendía suavemente por el cuello. Si llevaba miriñaque, desde luego era muy discreto, y el corsé favorecía su figura. A Marina le gustaba vestir de forma sencilla, y ni siquiera se había abombado las mangas siguiendo las modas, sino que las mantenía ajustadas a los brazos, en un gesto práctico que no aminoraba su femineidad.

   —Igualita que tu madre. Ah, ¡qué alegría que por fin estéis en Santo Estevo! Venid, venid. Estaréis agotados de estos caminos. He dado orden de que atiendan y den de comer a vuestros criados; después subirán vuestros equipajes a la vivienda que ocuparéis, ya está todo preparado. Hoy comeréis conmigo en la cámara abacial.

   El abad volvió a exclamar «qué alegría» palmeando a su hermano en la espalda, y por un instante Marina no supo qué hermano necesitaría más al otro. Ojalá aquel monje benedictino le devolviese la alegría a su padre, ya que el tiempo transcurrido desde su luto no parecía haberlo logrado. Subieron unas imponentes escaleras de piedra y llegaron a una sala ancha y alargada, cuyos ventanales ofrecían vistas inmejorables del pequeño pueblo de Santo Estevo.

   Las paredes estaban vestidas de tapices y de cuadros religiosos, y tras lo que parecía una sala de reuniones llegaron a otra más íntima y próxima a la cámara privada del abad, con una magnífica cúpula de piedra en el techo. Allí comprobaron que una mesa estaba terminando de ser dispuesta por unos criados. Poco después, comieron en ella un delicioso guiso de carne con verduras y castañas, y los hermanos hablaron de recuerdos, de familia y de viejos amigos hasta que llegaron a cuestiones más prácticas.

   Marina, deseosa de seguir escuchando la conversación, ansiaba hallar una excusa para no ser invitada a salir de la cámara, por lo que pidió permiso para leer un pequeño ejemplar de la Biblia en unos asientos de piedra cubiertos por cojines de terciopelo rojo hechos a medida. Aquel espacio abocinado junto a la ventana le resultó de lo más encantador. Así, ella se dispuso a tomar una infusión y el abad y el doctor un licor amarillo que llamaron de hierbas, y Marina pudo escuchar la conversación de los dos hombres. Ambos, sin saberlo, le mostraron a la joven con sus confidencias cómo era realmente su nuevo y extraordinario mundo.

 

 

6


   La historia de Jon Bécquer

 

 

   Descendí por el camino serpenteante hasta el seminario menor, y me encontré con un edificio de arquitectura similar al del Archivo Diocesano, pero mucho más pequeño y discreto. Dentro de aquella estructura, al parecer, se encontraba el Centro de Restauración San Martín. No sabía muy bien por dónde tenía que entrar, pero las indicaciones de don Servando habían sido claras: «La puerta estará abierta, entre directamente y pregunte por Amelia».

   El lugar me pareció desangelado, frío. A la izquierda del recibidor había una gran sala desnuda que en su interior guardaba un paso procesional enorme, con muchas tallas de lo que debían de ser santos, todos con gesto severo y grave. Debían de estar restaurándolo. Observé también, en una esquina, un cristo clavado en una cruz, que me impresionó. Seguramente no le habría prestado atención si hubiese estado dentro de una gran iglesia, pero en aquel espacio su tamaño se me antojaba desproporcionado y me cohibía, me reducía a una muda inquietud.

   —Veo que nos ha encontrado.

   Por segunda vez en el mismo día, alguien me sorprendía mientras yo, dándole la espalda, curioseaba sus dominios. Me volví.

   —Disculpe, no sabía muy bien por dónde entrar.

   —Nosotros solemos utilizar la puerta.

   Sonreí. Me vi reflejado en unos astutos ojos marrones que me observaban con curiosidad. El hombre tendría unos cuarenta años, e iba vestido con vaqueros y con una camisa blanca y un moderno jersey de cuello de pico de color azul. Me pareció que tenía un aire insólitamente juvenil, especialmente porque se presentó como el padre Pablo Quijano, y me chocó la idea de que, además, alguien tan atlético fuese religioso. Reconozco que, de haberlo conocido en otras circunstancias, jamás habría pensado que Pablo Quijano fuese cura. Me pidió que lo acompañase a lo largo de un ancho pasillo blanco que parecía dar a distintas salas de restauración. Fui leyendo los carteles de cada puerta, y así supe que íbamos dejando atrás los talleres de pintura, de barnizado y ebanistería. Por fin, y sin mediar una palabra, nos detuvimos ante una gran puerta de madera blanca. A la derecha, un cartel rezaba: TALLER DE DESINFECCIÓN.

   —Pase —me invitó Quijano, empujando la puerta, ya entreabierta—, pero no toque nada, ¿de acuerdo?

   Asentí y pensé que jamás podría llamar a ese hombre padre Quijano, porque casi tenía mi edad, y porque desde luego su imagen distaba mucho de mi primitiva idea de cómo eran los religiosos. Entré en aquella habitación, similar al resto de los talleres. Techos altos y tres ventanales con contraventanas de madera blanca abiertas hacia el interior. Olía bastante a algo que parecía disolvente y que me recordó a mis clases de plástica y manualidades del colegio, cuando solo era un niño.

   Había dos mujeres en la estancia. Una de ellas se limitó a alzar la vista y a saludarme discretamente con un suave cabeceo, para seguir de inmediato trabajando en una especie de mezcla química. Peinaba el cabello muy corto, a lo garçon, y teñido de color azul. Recuerdo haber pensado que, aunque el personal de aquel taller bien pudiese ser agnóstico, la Iglesia se estaba modernizando de forma asombrosa. La otra mujer no parecía haberse percatado de mi presencia. Vestía, al igual que su compañera, una bata blanca, y trabajaba con una aguja sobre una colorida talla del tamaño de un bebé de verdad, que me pareció que representaba al niño Jesús. Escondía su rostro tras una máscara blanca y negra con redecillas de protección, por lo que solo pude ver sus párpados inclinados sobre la talla. El cabello, de color castaño, lo llevaba recogido en una de esas coletas hechas sobre la marcha, sin mucho afán ni coquetería, solo para recogerse la lisa y larga melena.

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