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El bosque de los cuatro vientos(15)
Author: Maria Oruna

 

 

Marina

 

 

   Habían llegado ya bien entrado el mediodía y un sol amable calentaba el aire con suavidad mientras el carruaje descendía la cuesta de entrada al monasterio. A Marina le sorprendió la animación de Santo Estevo. Pasaban campesinos con sus mulos cargados, costureras con sus labores en grandes bolsos de tela, lavanderas con cestos de coladas por hacer.

   Su escolta de jinetes del Batallón Realista los abandonó nada más llegar a la entrada de los muros del monacato, insistiendo el oficial Maceda en que se verían muy pronto, pues serían vecinos.

   —Cómo la mira el oficial, señorita —le había susurrado Beatriz, intentando aguantarse la risa.

   La criada tenía quince años, pero la picardía suficiente para saber de algunas cosas del querer. Marina la había pellizcado con familiaridad, acostumbrada a los comentarios siempre chispeantes de Beatriz, y ambas habían reído. Sin embargo, aunque a Marina la halagasen las miradas de los hombres, cada vez más llenas de significados ocultos, no estaba interesada en aquellos coqueteos ni cercanías. De momento, solo pensaba en investigar para ahondar en los misterios de la medicina y las plantas. La negra sombra que se había llevado a su madre les había arrancado la alegría pura y limpia a todos, y era aquello en lo que concentraba sus ambiciones. Ah, ¡si ella pudiese dar con los remedios para esos males! Para una mujer, naturalmente, debiera ser imposible, pero accediendo a los libros y conocimientos de su padre quizás pudiese, al menos, comprender. Y, además, aquel joven oficial era bien parecido, pero había algo en él que le inspiraba rechazo. Tal vez fuese ese aire nada sutil de superioridad, ese descaro en la mirada. ¿Qué sería?

   A la puerta del monasterio, Marina vio como un grupo más o menos abundante de mendigos hacía cola ante la puerta de acceso al recinto, donde eran atendidos y despachados sin darles opción a entrar. Todos se volvieron al ver llegar el carruaje.

   —Manuel, ve a anunciar que hemos llegado.

   —Sí, doctor.

   El criado descendió ágil como una ardilla y, aun con sus ropas sencillas, al lado de los mendigos parecía casi un terrateniente. Sorteó el grupo de mendicantes y adelantó a todos sin escuchar queja, tal vez porque los humildes intuían que aquel joven no iba a por los favores que ellos iban a pedir.

   —Deo gratias —le dijo a modo de bienvenida un monje entrado en años, de porte tranquilo.

   Llevaba el capuchón del hábito retirado y la tonsura bien marcada en su cabeza, en la que ya comenzaba a escasear el cabello. Manuel pudo comprobar que estaba repartiendo centeno y castañas secas a los pobres diablos a los que había adelantado, que ahora lo observaban a él con cuchicheante curiosidad.

   —Buenos días, padre. Vengo con mi señor don Mateo Vallejo, hermano del excelentísimo abad.

   —Ah, ¡el médico!

   —Conque está usted enterado de nuestra llegada...

   —Por supuesto. Hágame el favor de rogarle a don Vallejo que entre por aquí para esperar a nuestro señor abad. Los criados y el cochero pueden acceder por las caballerizas, este mozo los guiará —añadió señalando a un muchachito de apenas once o doce años, que a un solo gesto del monje acudió rápidamente hacia el carruaje.

   Cuando el doctor Vallejo y Marina bajaron, fueron objeto de miradas y comentarios mal disimulados. Muchas manos pedigüeñas se acercaron a solicitar limosna.

   —Apartad, insensatos. Tened decoro —los amonestó el monje, que se presentó como fray Anselmo—. Disculpe el tumulto, doctor Vallejo. Damos limosnas dos veces por semana, y ha llegado usted en el momento de ofrecer socorro a estos pobres hijos del Señor.

   —Pierda cuidado, me hago cargo.

   —Pase, pase —lo animó, introduciéndolo en el zaguán de entrada. Hizo llamar a otro monje para que diese cuenta de la visita al abad y acompañó al doctor y a su hija al claustro de los Caballeros—. Esperen aquí, llegará enseguida el reverendísimo padre... Disculpe, doctor, pues he de atender a estos pobres hombres —se excusó el monje, que regresó a su reparto de alimentos a los mendicantes.

   El doctor Vallejo asintió, y se quedó con Marina contemplando el impresionante claustro, en el que setos de boj perfilaban caminos geométricos y abundantes flores daban color y alegría, a pesar de que se acercaba ya el otoño.

   —Padre, ¿por qué iba vestido de negro ese monje?

   —¿Pues qué hábito debería vestir?

   —Uno que fuese más claro... Cuando visité con madre el monasterio de Santa María de Valbuena pude ver algún monje, e iban todos vestidos de blanco.

   —Ah, mi niña querida, ¡pero es que esos eran cistercienses! ¿No ves que estos son benedictinos?

   —¿Y en qué se diferencian?

   El padre de Marina suspiró, sonriendo a su hija.

   —En poca cosa, creo, pues todos siguen las reglas de san Benito, aunque dicen que los monjes blancos lo hacen más fielmente, y los monjes negros de forma más... —«Relajada», pensó el doctor, sin decirlo. A cambio, concluyó de otra forma—. Digamos que siguen las reglas de forma menos estricta.

   De pronto, pudieron ver a su derecha, escurriéndose por lo que parecía otro claustro mucho más pequeño, una fila de monjes negros con sus capuchas puestas, que caminaban de forma ordenada y silenciosa. Aquel pequeño claustro parecía un mágico refugio atemporal, con un jardín verde y florido en cuyo centro se alzaba una fuente de piedra; esta había sido construida con platos de varias alturas sobre los que no dejaba de deslizarse y bailar el agua. El sol incidía sobre aquella superficie líquida y cristalina, logrando un brillo irresistible que invitaba a acercarse. Marina pudo ver como varios de los monjes se aproximaban a la fuente para mojar sus manos y continuar después su camino.

   —Válgame Dios, todos de negro... ¡Diríase que fueran ellos la Santa Compaña!

   —¡Marina! —exclamó el doctor, negando con la cabeza pero esbozando una sonrisa—. No he de dejar que Manuel vuelva a relatarte cuentos de campesinos. ¿No ves las horas que son? Habrán terminado sus rezos e irán a comer. ¿No has visto como se lavaban las manos?

   —Sí, padre, lo siento. ¿Habremos de poder visitar ese claustro? ¡Parece extraordinario!

   —Yo mismo llevaré a mi sobrina a conocer el claustro de los Obispos cuando guste —dijo una voz robusta y de tono amigable a sus espaldas.

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