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El bosque de los cuatro vientos
Author: Maria Oruna


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   Mi trabajo consiste en analizar a las personas, en saber cómo respiran con tan solo observarlas durante lo que dura un silbido. Si dispongo de un poco más de tiempo, puedo incluso averiguar cuánto han perdido para convertirse en lo que son ahora. Esas renuncias son las que me interesan. Las que no se ven. Las que atisbo en los gestos cansados, en la forma descreída al mirar, en el sarcasmo.

   Pero ni siquiera yo, que estoy entrenado para observar, pude medir la fuerza de lo que tenía entre manos. Iba a ser el gran descubrimiento. El definitivo. Mi asentamiento en el pequeño universo de los detectives del mundo del arte. Ya me había imaginado elegantemente vestido, impecable, aceptando reconocimientos en museos y universidades y dibujando una sonrisa de humilde eficiencia ante los periodistas.

   —¿Cómo supo de la existencia de estas reliquias milenarias, señor Bécquer?

   —Oh, fue pura casualidad —explicaría, fingiendo restarme mérito—, en unas vacaciones. Imagínese, ¿cómo iba a suponer que podía encontrar una historia tan increíble de camino a un spa?

   El periodista se reiría y yo lo acompañaría sin estridencias, mostrando mi sonrisa de investigador joven, atractivo y triunfador. Lo cierto era que, con treinta y tres años, ya había alcanzado cierta fama con algunos logros sonados, en los que mi colega Pascual y yo habíamos conseguido incluso recuperar un anillo de Oscar Wilde robado en Oxford.

   —¿Y cómo fue la investigación de la leyenda, Jon? ¿Tuvo usted dificultades con el obispado?

   —No, no —habría negado con contundencia—. Me he encontrado personas amabilísimas, y esta investigación ha supuesto una gran aventura, como de costumbre —concluiría, guiñándole un ojo al periodista con exagerada complicidad.

   Pero no. Todo esto no iba a suceder, porque no había sido más que una fabulación ingenua y soberbia por mi parte. En realidad, no soy experto ni en arte ni en historia, aunque en mi favor he de decir que sí he tenido desde pequeño cierta facultad para discernir el arte falso del que no lo es. Posiblemente se deba a la larga época de mi infancia y adolescencia en que pasé las tardes en el taller de mi abuelo paterno; era restaurador y tenía una tienda de antigüedades en el barrio de Salamanca, en Madrid. Fue él quien me explicó que al menos un tercio de lo que le intentaban vender en la tienda era falso, y fue él quien me enseñó pequeños secretos y técnicas para discernir qué había de verdad en los objetos y pinturas que me mostraba. Reconozco que solo despertaban mi interés aquellas piezas que guardaban una buena historia, porque a mí lo que me atraía de verdad no era el arte, sino el alma del objeto, el motivo mismo de su existencia.

   No sé si este interés por el sentido de las cosas sería el motivo, entre otros, de que me hiciese antropólogo. Observar y entender a las personas, su evolución y sus expectativas; porque aquella era mi idea primitiva, comprender y estudiar a los hombres desde la perspectiva social, biológica y evolutiva: supongo que sí, que fue lógico que terminase siendo profesor universitario de Antropología Social. Pero jamás habría imaginado que me terminaría convirtiendo en detective, francamente.

   Todo cambió cuando conocí a Pascual, que daba clases de Historia del Arte en mi misma universidad, la Autónoma de Madrid. ¿Cómo íbamos ambos a suponer que, tras un par de cervezas en la cafetería de la facultad, terminaríamos trabajando juntos y siendo conocidos como los Indiana Jones del mundo del arte?

   Él estaba especializado en antigüedades griegas y romanas, y además de trabajar en la universidad colaboraba de forma estable con el MAN, el Museo Arqueológico Nacional de Madrid. Fue allí donde le colaron un busto romano del año cero que, en realidad, había sido creado en el siglo XXI. Su reputación y su amor propio se vieron en entredicho. Le ayudé como pude, en una larga historia que ahora no viene al caso, y que concluyó cuando localizamos en Sevilla al falsificador, que como los de la mayoría de su oficio resultó ser un antiguo restaurador de arte. Sus trabajos eran tan extraordinarios que ni siquiera los expertos eran capaces de ver las diferencias entre sus bustos y los originales, de dos mil años de antigüedad. A pesar de que no era nuestra intención original, Pascual y yo terminamos destapando con aquel hallazgo una red de falsificadores de nivel internacional, por lo que acabamos saliendo en la prensa nacional, europea y hasta en la norteamericana. Esto no nos supuso ninguna recompensa económica, pero sí un inesperado prestigio en nuestras respectivas facultades universitarias y el germen de una idea: ¿y si nos dedicásemos a aquello, a desenmascarar a estafadores, ladrones y falsificadores de arte?

   Tras alguna experiencia más y un par de años supervisando otros casos de estafas y robos artísticos, terminamos creando Samotracia, nuestra propia empresa de detectives de arte. Pascual se encargaba de lo técnico, del estudio pormenorizado y artístico de cada obra de arte que debíamos localizar, y yo era el que viajaba, el que contactaba y se reunía con clientes, marchantes, coleccionistas y casas de subastas. Esta distribución de funciones era la más lógica, dado que yo carecía de conocimientos de arte, porque en antropología social solo me había formado en gestión sociocultural, con un máster en Intervención Psicosocial y Comunitaria; muchos de nuestros clientes de Samotracia pensaban que había estudiado antropología arqueológica, pero desde luego nunca me había molestado en sacarlos de su error.

   Pascual y yo habíamos acordado organizarnos para que él permaneciese casi siempre en Madrid: no solo para atender su plaza como profesor y su colaboración con el MAN, sino también para conciliar su vida junto a su mujer y sus dos hijos pequeños, de tres y seis años. Por mi parte, carecía de ese tipo de vínculos familiares y podía permitirme reducir mis colaboraciones con la universidad, de modo que Pascual también delegó en mí los contactos con prensa y las charlas y conferencias en universidades, porque prefería mantenerse en la sombra y dedicarse a la divulgación histórica y científica de nuestros hallazgos en revistas especializadas.

   Por ese motivo llegué yo solo a Galicia, donde tras terminar en la Facultad de Historia de Ourense mi conferencia «Los mercados del arte», me encontré con casi dos días enteros sin nada que hacer hasta la siguiente charla, que se había demorado por un error en la agenda. Ante este inconveniente, fue el propio Pascual quien me hizo por teléfono la propuesta que lo cambiaría todo:

   —Tómatelo como unas minivacaciones... Como un día de relax, para variar.

   —Claro que sí, hombre, como unas vacaciones en el Caribe. Ya conozco Ourense, ¿sabes? No creo que tenga gran cosa que hacer por aquí.

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