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El bosque de los cuatro vientos(12)
Author: Maria Oruna

   El primer siniestro había sucedido a mediados del siglo XIV, y había destruido gran parte del archivo y del edificio que existía entonces. El segundo databa de 1562. A finales del siglo XVIII, un tercer incendio había liquidado de nuevo gran parte de los libros que por entonces albergaba la biblioteca, por lo que mis fuentes de información, definitivamente, iban a ser reducidas. No me quedaba más remedio que investigar sobre el terreno y en los archivos locales. Decidí que ya era el momento de adentrarme definitivamente en los misterios del viejo monasterio orensano.

   Mis ponencias como profesor de Antropología en la Universidad Autónoma de Madrid no comenzarían hasta octubre, de modo que...

 

 

   —Perdone, perdone —interrumpió el sargento Xocas, que ya había visto que aquel relato del profesor iba para largo, porque la forma de narrar de Bécquer era detalladísima, casi literaria—. Disculpe, pero antes de continuar sería interesante que nos explicase cuál es exactamente su trabajo. Ya no sé si es investigador de arte robado, si profesor universitario o si antropólogo... ¿Me explico?

   —Ah, por supuesto. No se preocupe, comprendo la confusión. Es que me dedico a todas mis facetas.

   —¿A todas?

   —A todas —confirmó Bécquer, íntimamente satisfecho del interés que había despertado en el sargento—. Soy profesor universitario de Antropología Social, pero desde hace más de un año solo imparto clases puntuales en la Universidad de Madrid, además de dar conferencias por todo el territorio nacional... Pero mi dedicación principal, ahora, se encuentra en la búsqueda de arte robado y antigüedades.

   —Vaya. Pensé que para eso habría que ser historiador o algo por el estilo —observó Xocas con tono cáustico, aunque sin disimular su curiosidad.

   El profesor se rio.

   —Sí, debería serlo. De hecho, hace tiempo que estudio arte por mi cuenta, aunque más bien pictórico del siglo XX y escultura de la época romana... Mi socio Pascual es el que sabe de arte e historia de verdad.

   —¡Oh, tiene un socio!

   —Sí, ambos gestionamos Samotracia, nuestra empresa de..., en fin, de detectives, aunque a mí me cuesta un poco autodenominarme de esa forma, francamente. Somos más bien investigadores y negociadores. Y yo me sigo sintiendo profesor de Antropología Social, qué quiere que le diga. Eso es lo que fundamentalmente soy, un profesor de Antropología —insistió, como si acabase de convencerse a sí mismo de que aquella era su verdadera identidad.

   La agente Ramírez, sin levantar la mirada de su teléfono móvil, no dudó en intervenir.

   —En Google dice que a ustedes dos los llaman los Indiana Jones del arte.

   Jon Bécquer miró a la guardia con gesto cansado.

   —Sí, no crea que nos hace mucha gracia, parece que estemos todo el día de aventuras, cuando en realidad la mayor parte del tiempo nos limitamos al asesoramiento para la compra y venta de arte y antigüedades, o a visitar coleccionistas y archivos para investigar la procedencia de distintas piezas.

   —Ah, pero aquí dice —insistió ella, leyendo en su teléfono móvil la información que acababa de encontrar en internet— que el año pasado usted y su socio recuperaron una corona etíope del siglo XVIII... ¡y llevaba veinte años desaparecida!

   Jon Bécquer sonrió con tímido orgullo.

   —Ese caso me temo que es más mérito de mi socio que mío, trabajó en él durante muchos meses, aunque fuimos juntos hasta Holanda para recuperar la corona. Fue muy bonito devolvérsela al Gobierno de Etiopía, la verdad. Se trató de un caso especialmente curioso...

   —¿Sí? —El sargento Xocas, para su asombro, también estaba interesado. Aquel tipo, desde luego, tenía historias que contar—. ¿Y por qué fue un caso tan especial?

   —Ah, porque la corona había desaparecido del país en los años setenta, escondida dentro de la maleta de uno de los muchos etíopes que huían del sistema político de entonces... y terminó en Holanda, donde la encontró un hombre que decidió no devolverla, sino cuidarla.

   —¿Cuidarla?

   —Sí, custodiarla hasta que el sistema político etíope fuera estable; decidió que solo entonces la devolvería, porque si lo hacía antes sabía que la corona desaparecería.

   —No puedo creerlo —reconoció Xocas—, un guardián en toda regla.

   —Eso es. Después de veintiún años, y con nuestra intermediación, la entregó por fin al Gobierno africano.

   —Ya... ¿Y cómo...? Quiero decir, ¿cómo supieron que aquel hombre guardaba la corona?

   Jon Bécquer sonrió con un gesto tibiamente travieso.

   —El mundo del arte está lleno de contactos inesperados.

   Xocas asintió, conformándose con aquella explicación, porque sabía que no obtendría ninguna otra. Miró con renovado interés a Bécquer, y recordó por qué estaban en su cuarto, dispuestos a escuchar todo lo que tuviese que contarles sobre el fallecimiento de Alfredo Comesaña. El sargento, con creciente curiosidad, le pidió al profesor que continuase contando su investigación sobre los legendarios nueve anillos.

 

 

   ¿Sigo, entonces? Bien, ¿dónde estaba? Ah, sí. Había agotado todas las gestiones que podía hacer desde Madrid, de modo que dejé instrucciones a la asistenta para que cuidase a mi gato Azrael y salí muy temprano de mi ático en la calle Castelló, muy cerca del parque del Retiro de Madrid. Conduje mi propio coche hasta Santo Estevo de Ribas de Sil, y me adentré en la zona poco después de la hora de comer. Había comenzado el mes de septiembre y el paisaje era de ensueño. La mezcla de colores en los bosques parecía una acuarela, nunca había visto nada parecido. Desde luego, me impresionó mucho más que la primera vez que había estado. Ahora, el otoño, como si fuese un niño, dibujaba los caminos llenándolos de tonos amarillos, tostados y verdes, coloreando con inesperada calidez un aire que debiera ya de ser frío.

   La primera noche en el parador la disfruté especialmente, porque descubrí la existencia del bosque privado tras la cafetería, algo que inexplicablemente me había pasado desapercibido en mi primera visita. Las ruinas de la vieja panadería, edificada a finales del siglo XVII, eran maravillosas. Ya no quedaban techos ni apenas paredes, pero sí la gran chimenea y varios hornos. El paseo por aquella espesura amurallada era breve pero delicioso: robles y castaños antiquísimos se retorcían sobre la tierra buscando el cielo, al que siempre llegaban antes los centenarios y señoriales abedules.

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