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El bosque de los cuatro vientos(8)
Author: Maria Oruna

   Marina asintió y disimuló un suspiro, agobiada por la sola idea de vivir en el campo y lejos del mundo moderno. Le habían contado que Galicia se había estancado en el tiempo, que todo era pobreza y hábitos del Antiguo Régimen. Le agradaba, sin embargo, poder disponer de más tiempo para estar con su padre y poder aprender todo lo posible sobre medicina. ¿Habría sido ella capaz de hallar un buen remedio para el mal que se había llevado a su madre? El doctor Vallejo, por fortuna, no solo había tornado el ánimo en melancólico y más callado, sino también en más consentidor, y a Marina le parecía que hasta le agradaban su compañía y sus preguntas sobre sus libros de anatomía y enfermedades. ¡Qué ingrato que las mujeres, ya bien entrado el año de 1830, no pudieran estudiar los secretos de la medicina!

   Los avances intelectuales de la Ilustración europea habían llegado demasiado suavemente a España y habían favorecido solo, y por lo visto, a los hombres. Su padre nunca permitiría que ella fuese siquiera curandera, y antes le buscaría un buen marido con el que pudiera darle nietos, pero todavía era pronto. Con un padre viudo podría aguantar sin marido, por lo menos, hasta los treinta, pues virtuosa sería la hija que atendiese en buena forma a su padre. Después, ya vería ella cómo sortear lo que Dios le pusiese en el camino. Lo único que la animaba en su viaje a Santo Estevo era la posibilidad de conocer los secretos de la botica monacal, de tan buena fama y solvencia.

   Cuando el cochero los avisó de que habían llegado a Alberguería, ya casi había caído la noche.

   —¿No podemos continuar un poco más, mozo?

   —No, doctor. Con la oscuridad los caminos se vuelven peligrosos. Si mañana salimos pronto, tal vez lleguemos a Santo Estevo al mediodía. A decir verdad, hay otro punto de descanso más adelante, que le llaman Parada Seca, pero no tiene fonda ni dónde comer en condiciones, señor.

   —Bien está, entonces. Hallaremos aquí nuestro alojamiento esta noche, pues.

   El doctor se puso su sombrero de copa alta y se ajustó la capa, abriendo la portezuela del carruaje. Bajaron los criados y Marina, que ya deseaba estirar las piernas. Todavía quedaba la suficiente luz como para ver claramente dónde se encontraban. Marina pensó que no había visto tanto verde en toda su vida. Solo piedra y verde. Árboles, prados y espesura allá donde mirase. Y un cielo cada vez más oscuro, que los avisaba antes de envolverlos, que les susurraba que ya estaban en el Reino de Galicia y que el reino estaba en ellos. Paseos de calles estrechas y retorcidas, velas que ya se comenzaban a encender en algunas ventanas y, especialmente, en la gran fonda ante la que acababan de detenerse. Peregrinos deambulando y descansando en algunos portales, y algunos disponiéndose ya para dormir al raso. Las casas eran grandes y mostraban una solidez propia de pequeñas fortalezas; y la noche, aunque agradable, se dibujaba fresca, pues el otoño se aproximaba.

   —¿Quiénes son esos, padre?

   El doctor miró hacia donde señalaba discretamente Marina, cerca de la fonda. Había siete u ocho jinetes desmontando de sus caballos. Algunos llevaban un uniforme azul con puños rojos y cuellos altos y almidonados del mismo color. Una banda blanca les cruzaba el pecho con forma de equis, e iban bien armados: fusil, pistola y lo que parecía un pequeño sable.

   —Esos... Esos, hija mía, son del Cuerpo de los Voluntarios Realistas.

   —¿Voluntarios?

   —Sí, Marina. Voluntarios del rey Fernando VII.

   —¿Y por qué unos llevan uniforme y otros no?

   —Porque no es obligatorio. Los que no lo llevan visten esa escarapela, ¿ves? A decir verdad, pensaba que ya apenas quedaba rastro de estas milicias...

   Al instante, y como si los hubiese escuchado, aunque a aquella distancia era imposible, se les acercó a paso firme uno de los voluntarios uniformados. A Marina le sorprendió su juventud, pues apenas tendría tres o cuatro años más que ella. El muchacho se retiró el sombrero militar de copa alta que portaba y se lo acomodó en un lateral del pecho, con un gesto mecánico que resultaba evidente que había hecho con relativa frecuencia.

   —Buenas noches, señor.

   —Muy buenas, ciertamente.

   —¿Todo bien? Veo que viaja con su familia —apuntó el joven, lanzando una mirada llena de intención a Marina.

   —En efecto. Me dirijo a Santo Estevo, donde seré el nuevo médico a la orden del monacato. Soy el doctor Mateo Vallejo, y esta es mi hija Marina.

   —Qué amable coincidencia de caminos, entonces... —replicó el muchacho, haciendo una educada reverencia con un simple gesto de cabeza—. Mi padre es el alcalde de Santo Estevo; mi nombre es Marcial Maceda, para servirle a usted y a su familia. Soy alguacil en la Casa de Audiencias, pero también oficial del Batallón Realista de Ourense —dijo, con marcado orgullo.

   —Le confieso que pensaba que apenas quedaban batallones como el suyo, oficial.

   —Sí, ciertamente se aprecia menos entusiasmo por ser voluntario de la causa de nuestro rey y señor, pero en estos pueblos no existen apenas fuerzas del ejército, de modo que somos nosotros los que hemos de patrullar y cuidar los caminos.

   —Una labor que agradecemos, oficial.

   El joven sonrió satisfecho. Su cabello liso y oscuro, algo largo, contrastaba con sus ojos: no por el color, que era idéntico, sino por la fuerza y el brillo que transmitía con ellos. Cierta insolencia y un evidente aire de superioridad que Marina no supo si mantendría o no sin su uniforme.

   —Mañana los escoltaremos hasta Santo Estevo.

   —Oh, no deben pasar esos trabajos por nosotros, oficial.

   —Descuide. Hoy nos vimos en la obligación de perseguir a unos alborotadores, y llegando la noche hemos decidido dormir en la fonda. Mañana debemos iniciar el regreso, y no nos queda más camino que hacer que el que ustedes van a andar.

   El doctor Vallejo asintió, no quedándole más remedio que consentir el acompañamiento. Cuando se quedaron a solas, Marina le preguntó a su padre sobre aquel batallón de voluntarios y sobre la validez del cargo que aquel muchacho de mirada impertinente decía ostentar.

   —Las milicias no son cosa de broma, niña. Las formaron cuando terminó el Trienio Liberal en el 23, y están bajo el mando del Ministerio de la Guerra. En las ciudades no creo que guarden muchas patrullas, pero en los pueblos todavía se les guarda respeto.

   —Mientras viva el rey.

   —¡Niña!

   —Madre decía que mientras tuviésemos este rey no llegaría la Ilustración, que si aún tuviésemos la Pepa dejaríamos de ser los atrasados de Europa.

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