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El bosque de los cuatro vientos(9)
Author: Maria Oruna

   —Marina —la reprendió su padre con gesto severo, aunque sin ánimo de ahondar en el comentario de su hija sobre la Constitución de 1812—. Cuidado con lo que dices y dónde lo dices, ¿estamos? Tu madre —comenzó, deteniéndose y titubeando por el mero recuerdo de su esposa— era una idealista, pero el rey respalda a Dios Nuestro Señor y a los monacatos, sustento de los pobres y los sencillos. ¿Acaso olvidas que será a ellos a quienes prestaré mis servicios?

   Marina intentó hablar, pero su padre alzó una mano en señal inequívoca de que solo el silencio sería bienvenido.

   —Ah... A fe mía que las mujeres no debierais enjuiciar política, ni usos ni costumbres. Mañana, y todos los días, guárdate en la discreción y el silencio. Escucha y calla, hija mía. Por tu bien te lo digo.

   —¿Pues qué he hecho, padre, para tener que callar?

   —De momento, nada más que pensar como tu madre. Pero aquí, si te dicen que muerte a los liberales, pues mala peste con ellos. ¿Estamos?

   —Sí, padre.

   Y así, llegada la mañana y con la escolta prometida, salió el carruaje del buen y prudente doctor, con su hija y los criados, camino de Santo Estevo. Marina miraba todo con curiosidad desde su ventanilla, asomada hasta el límite de la prudencia. Desde luego, aquel paisaje carecía del bullicio de la ciudad, pero su belleza era tan sorprendente y acogedora que la joven no podía apartar la mirada de los árboles centenarios, los prados con ganado, los campesinos que se cruzaban en su camino. Le parecieron pobremente vestidos y hasta necesitados, pero les sonrieron con humildad al pasar.

   Marina, durante el trayecto, percibió algo que la espiaba, que la desnudaba por completo. Aquella mirada. Cada vez era más descarada e insistente. Si fuese fuego, la habría llegado a quemar. Se enfrentó a ella y comprobó cómo el oficial Marcial Maceda, con una absoluta falta de educación, no apartaba la vista y le sostenía la mirada. Ella procuró endurecer el gesto y desafiar su descaro, pero el oficial mantuvo su postura con una media sonrisa de abierto desafío. Al final, vencida y molesta, Marina se alejó de la ventanilla del carruaje. Se había imaginado el Reino de Galicia como un lugar antiguo y desprovisto de sus conocimientos del mundo moderno, donde ella sabría manejarse con soltura. Pero allí, en aquel reino verde y primitivo, tal vez no le sirviesen sus anteriores aprendizajes. Llegó un momento en que el oficial y sus hombres adelantaron al carruaje, y la joven volvió a acomodarse junto a las pequeñas ventanillas de su transporte.

   En el último tramo, el camino pareció ensancharse. Un nuevo suelo empedrado, a cambio del de tierra, marcaba la cercanía de un lugar importante. Cuando dejaron atrás un denso pasillo de árboles y el sol volvió a acogerlos, comenzaron a descender. Marina notó en el hombro la mano de su padre, que miraba en la misma dirección. Los criados, sin disimulo, se apretujaron en aquel lado del carruaje para poder ver también aquella impresionante construcción pétrea. El enorme monasterio de Santo Estevo surgió de pronto de la espesura, y les pareció más grande y magnífico que la propia naturaleza.

 

 

4

 

 

   El sargento Xocas Taboada no tenía ni idea de quién era aquel profesor universitario, antropólogo y detective tan conocido, que ahora se sentaba ante él en la misma silla que hacía solo unos minutos había ocupado la jefa de recepción. Seguramente, su mujer Paula sí supiese quién era. Ella estaba suscrita al National Geographic y leía muchísimo, todo lo que cayese en sus manos. Ensayos, biografías... Pero lo que más le entusiasmaba era el arte, de modo que si era cierto que aquel tal Jon Bécquer era tan famoso en aquel campo, sin duda ella lo conocería. Su trabajo como funcionaria en la Agencia Tributaria de Ourense le dejaba las tardes libres para estar con la pequeña Alma, la hija de ambos, y para leer de forma incansable todas esas revistas sobre arte e historia. De hecho, para sus próximas vacaciones, había insistido en que viajasen a Grecia para visitar «algunas de las maravillas del mundo».

   Ahora, y ajeno a su supuesta popularidad, Xocas observaba a aquel singular individuo, Jon Bécquer. Le había sorprendido su altura. Su nariz aguileña presidía un rostro de mirada profundamente oscura. Se intuía, en su ya de por sí pálida piel, un ligero cambio de coloración a la altura del cuello, bajo la oreja derecha; era una especie de gran lunar que descendía hacia el torso, como una mancha de la que uno no podía intuir su final ni sus verdaderas dimensiones. ¿Qué le habría pasado en la piel a aquel joven?¿Sería aquella la marca de una antigua quemadura? No, no lo parecía. ¿Vitíligo, quizás? Una prima de su mujer lo había sufrido en las manos. El sargento Xocas, a pesar de su tono habitualmente desprendido y cáustico, era en realidad un gran observador que apreciaba los detalles. El aspecto de Bécquer, en general, le pareció el de un hombre normal y aseado, incluso atractivo. Tampoco le pasó desapercibido que vestía ropa deportiva y juvenil, pero evidentemente cara, de calidad, que además hacía resaltar su complexión atlética.

   No había que ser muy listo: si el antropólogo llevaba ya casi un par de semanas en el parador, desde luego la economía no era uno de sus problemas en la vida. Ambos hombres se saludaron formalmente y comenzaron a conversar, aunque el gesto de angustia en el rostro de Bécquer dejaba intuir claramente que estaba nervioso.

   —Veo que habla usted mi idioma...

   El sargento enarcó las cejas, sorprendido no solo por el comentario, sino por el alivio en el rostro del profesor.

   —¿En qué idioma esperaba usted que le hablase?

   —Pues, no sé..., llevo ya aquí un par de semanas y cuando me contestan en gallego me entero de la mitad.

   —Quédese tranquilo, que aquí somos todos bilingües —le replicó con sorna.

   El comentario se dirigía también a la agente Ramírez, que los acompañaba y que esperaba a que el sargento acabara de tomarle la declaración a Bécquer en una esquina del despacho, en silencio. Era una joven muy delgada y de aire despistado, y llevaba poco tiempo en el puesto; ahora observaba la escena con gran curiosidad, pues era cierto que en la demarcación de Nogueira de Ramuín casi nunca pasaba nada, ni siquiera asesinatos imaginarios.

   —¿Y usted de dónde es...? ¿De Madrid?

   —Sí, señor, de Madrid.

   El sargento Xocas asintió, pensando en lo raro que le parecía que un profesor universitario de capital como aquel estuviese en un rincón escondido de Galicia investigando leyendas.

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