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El bosque de los cuatro vientos(10)
Author: Maria Oruna

   —Sargento, perdone —insistió Bécquer—, pero... ¿es usted lugareño?

   —¿Qué?

   —Lugareño, de aquí, quiero decir. Un nativo.

   ¿Un nativo? Xocas estaba cada vez más sorprendido. Le daba la sensación de que el profesor le hablaba como si estuviesen en una selva amazónica y él mismo fuese un indígena de una sociedad primitiva y oculta que acabasen de descubrir.

   —Soy de Vigo, pero le informo de que llevo años viviendo en Ourense, ya que veo que le interesa —respondió con indisimulado sarcasmo—. Si no le parece mal, creo que las preguntas tengo que hacerlas yo.

   —¡Por supuesto, por supuesto! Solo quería saber si estaba usted al corriente de las leyendas de la zona, disculpe.

   —¿Qué leyendas?

   —En realidad, una en concreto: la de los nueve anillos.

   —Algo he oído —concedió Xocas, que recordaba vagamente haber leído algo de unos anillos milagrosos y unos obispos del antiguo monasterio.

   Se dio cuenta de que Bécquer no había pretendido ser pedante, sino que, con cierta candidez, se mostraba a sí mismo como un investigador casi espacial estudiando un entorno falsamente primitivo.

   —¿Tienen algo que ver esos anillos con Alfredo Comesaña? Le ha dicho usted a Ramírez que sospechaba que había sido asesinado —concretó, intentando comenzar a construir una versión que tuviese sentido en relación con el cadáver.

   Bécquer asintió, situándose en el borde de la silla y mo viendo mucho las manos, como si con ellas pudiese explicar mejor sus pensamientos.

   —Sí, no puedo asegurarlo, pero creo que lo han matado por algo que pensaba contarme respecto a los anillos. Él sabía dónde estaban, ¿comprende? Iba a contármelo, estoy seguro.

   —Pero ¿esos anillos... existen? Pensé que se trataba de una leyenda.

   —Sí, existen. Al principio de mi investigación consideré que podrían haber sido destruidos, vendidos o incluso fundidos... Pero eran un elemento litúrgico sagrado, ¿comprende? Así que tuvieron que ser fuertemente custodiados para mantenerlos a salvo.

   —¿A salvo? ¿A salvo de qué?

   —De los políticos, de los propios monjes, de los ladrones... ¿Conoce usted la desamortización de Mendizábal?

   —Eeeh... Claro, a ver... ¿Eso no fue cuando se cerraron todos los monasterios?

   —Exacto. La primera exclaustración fue en 1820, durante el Trienio Liberal, pero en 1823 los monjes pudieron regresar a sus monasterios. Y la segunda, la definitiva, fue la de Mendizábal, en 1835.

   —¿Y los anillos de los que me habla son de esa época?

   —No, no. Tienen mil años de antigüedad.

   —¿Mil años?

   El sargento subrayó la cantidad en la libreta en la que tomaba anotaciones. Le hubiese gustado tener allí su ordenador para después no tener que transcribir todo aquello pero, desde luego, cuando lo habían llamado del parador aquella mañana, no había sospechado encontrarse a un falso monje muerto ni a un detective que le hablase de anillos milenarios o de asesinatos imaginarios. Tomó aire.

   —Y, claro, esos anillos tendrán un valor económico considerable...

   Bécquer pareció dudar. Llegó incluso a encogerse un poco de hombros.

   —No lo había pensado. Supongo que tendrán su valor, solían estar hechos de oro y piedras preciosas, pero lo más destacable de ellos no sería eso, sino su importancia religiosa y su antigüedad. Es algo que tendré que consultar con un experto —añadió con un gesto de fastidio consigo mismo.

   Había sido imperdonable no haber considerado aquel punto, ni siquiera con Pascual. Le resultó increíble que su fascinación por aquellas reliquias hubiese limitado su lado pragmático, sin siquiera indagar su valor de mercado. Al instante, se disculpó mentalmente a sí mismo, pues recordó que ese no era uno de sus trabajos en Samotracia y que nadie había reclamado aquellas antigüedades porque, hasta ahora, solo habían sido una leyenda. El sargento miró a Bécquer con gesto inquisitivo.

   —Si esos nueve anillos no tienen un valor material espectacular, ¿puede explicarme por qué iba a querer nadie matar por ellos?

   —Ya le he dicho que, en ese sentido, no sé en cuánto podrían tasarse, pero como elemento litúrgico, como símbolo y, por supuesto, por su antigüedad, su valor es incalculable. Cualquier coleccionista pagaría una fortuna por ellos.

   El sargento se acodó sobre la mesa y juntó las manos como si fuese a rezar, entrelazándolas, y apoyó la barbilla sobre ellas. Comenzó a hablar con un tono irónico que no dejaba lugar a dudas de lo ridículo que le parecía aquel planteamiento.

   —En conclusión, y según usted, Alfredo Comesaña, que trabajaba en un supermercado, sabía dónde estaban esos anillos, que habían desaparecido hace no sé sabe cuánto tiempo y que tienen, aproximadamente, unos mil años de antigüedad. Y este secreto tan relevante y antiguo iba a contárselo a usted, precisamente a usted, al que supongo que hasta hace dos semanas el ahora fallecido no conocía en absoluto. ¿Es así?

   —Sí, pero...

   El sargento lo interrumpió con un suave gesto de la mano, pues la pregunta había sido retórica.

   —Y no solo eso, sino que la simple intención de contarle a usted ese secreto pudo hacer que lo asesinasen. ¿Es esto lo que nos quiere decir?

   Jon Bécquer frunció los labios con fastidio, pues comprendía lo fantasioso del planteamiento.

   —Sé que parece todo muy raro, pero si viene a mi habitación le mostraré toda la información que he encontrado: los planos, las entrevistas... He rastreado todo el pueblo, ¿comprende? Déjeme que ordene todo y le cuente lo que me ha sucedido desde que he llegado a Santo Estevo. Déjeme empezar por el principio.

   El sargento suspiró.

   —Lo que está usted contando es lo bastante estrafalario como para suscitar mi curiosidad, desde luego, pero ¿sabe que Alfredo Comesaña ha fallecido, en principio, de muerte natural?

   —No puede ser.

   —Puede ser, se lo aseguro.

   —¡Pero si ayer estaba fresco como una lechuga! ¿Y si lo han envenenado? ¿Y si le han dado un golpe que ustedes aún no han podido ver?

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