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La belleza del mal(9)
Author: Annie Ward

   Delante, en el asiento del conductor, Stoyan bajó una rendija de la ventana y se puso a fumar. Conducía con una sola mano al volante. Alcanzamos un tramo de carretera descuidado, oscuro y con baches. Los camiones que venían en dirección contraria pasaban a toda velocidad, provocando rachas de viento.

   Stoyan empezó a adelantar a un vehículo que avanzaba despacio, mientras los faros del tráfico que venía de frente parpadeaban amenazadores en la distancia. La radio estaba a un volumen alto.

   Miré de reojo a Joanna. Ella me ofreció una sonrisa soñolienta y cerró los ojos. Yo hice lo mismo.

   Cuando despertamos, las montañas habían quedado atrás.

 

 

Maddie


   Nueve semanas antes

   Ian está en Nigeria velando por un pequeño grupo de bomberos de Boots & Coots que se dispone a extinguir un enorme incendio en un pozo de petróleo fuera de Port Harcourt, donde hubo un atentado suicida el mes pasado. A veces cuesta semanas apagar esta clase de incendios y luego es necesaria una limpieza masiva. Ian me habló de noventa días, pero la verdad es que no sé cuándo volverá a casa.

   Estoy yendo a mi cita con Camilla y me pregunto si una parte de la sesión de hoy también será elaborar una lista de cosas que me asustan. Si es así, esta vez incluiré a los yihadistas de Boko Haram, en Nigeria, y a su fanático líder. Anoche salió brevemente en la televisión y lo rebobiné seis veces. Mascaba chicle y dijo encantado de la vida: «¿Saben qué? ¡He abducido a sus hijas!».

   Mientras veía una y otra vez la secuencia documental, pensé en las doscientas niñas que se llevaron como si nada. En esto se ha convertido el mundo. Cero consecuencias. Ian lleva allí las últimas tres semanas y allí es donde permanecerá atrapado un tiempo más.

   Como Ian está fuera de la ciudad y mis padres han ido a visitar a mi hermana en San Luis, tengo que dejar a Charlie en el Club Infantil de la YMCA, la Asociación Cristiana de Jóvenes, durante las dos horas que necesito para ir en coche a Overland Park, asistir a mi sesión y volver. No encuentro las zapatillas de Charlie y él no encuentra su pulsera especial de superhéroe que Ian le hizo con cuerda de paracaídas. Vamos con retraso.

   Salgo marcha atrás por el sendero de nuestra casa como una lunática. Un poco más y atropello a mi vecino Wayne Randall. Wayne trabajaba en Heritage Tractor and Trailer. Ahora que se ha jubilado se pasa buena parte del día plantando árboles, recortando los setos del jardín y disponiendo elaborados arreglos florales por toda su casa y su terraza dos meses antes de Navidad. Está detrás de mi coche literalmente, de manera que he de frenar en seco. Wayne pasó tres semanas en la costa inglesa hace cuarenta años y también es fan de las películas de Monty Python. Sin excepción, esté Ian o no delante, Wayne me saluda calurosamente con un horrible acento británico.

   —Maddie —dice al otro lado de mi ventana, moviendo la mano en círculos frenéticos como si estuviera girando una manivela.

   Charlie se inclina hacia delante con interés. Desde luego, Wayne también podría ser un payaso.

   Accedo y bajo la ventanilla. Él asoma su cara rubicunda y grita:

   —¡A los buenos días, moza! ¡No nos vemos desde el año catapún!

   —Lo siento mucho, Wayne, no tengo tiempo. Llego tarde a un compromiso.

   —Sin problema —dice sin moverse—. ¿Y cómo está nuestro pipiolo? —Le enseña a Charlie su gran diente marrón.

   Charlie frunce el ceño y dice:

   —Ya no me llaman «pipiolo».

   —¿Por qué eres muy grande?

   —No, porque ahora voy al «cuarto de baño». No a «hacer pipí».

   Wayne se da una palmada en el muslo dos veces. Esto es la monda.

   —¿No es una maravilla?

   —Es la verdad —dice Charlie, asintiendo con una enorme sonrisa. Levanta su desnuda muñeca para que Wayne la vea—. Y mire: he perdido mi pulsera.

   —¡Los chicos no llevan pulseras! —dice Wayne burlonamente, guiñándome un ojo.

   Charlie se endereza en su asiento y sus mejillas se ponen de un rojo encarnado.

   —Sí que llevan. Está hecha de cuerda de paracaídas. Los soldados las llevan, y mi papá también.

   —De acuerdo, de acuerdo —dice Wayne disculpándose—. Solo era…

   —Me la hizo mi padre. Usted no tiene ni idea porque no es un soldado.

   —Vale, Charlie —intervengo—. Ya está bien.

   Un nubarrón pasa por la cara de Wayne y le entra un tic en un ojo.

   —¿Es eso lo que dice tu papá? ¿Que Wayne Randall nunca fue a la guerra? ¿Eso ha dicho?

   Wayne empieza a farfullar algo de que intentó alistarse, pero yo, sencillamente, no puedo esperar más.

   —Lo siento, Wayne. Debería haberle dicho inmediatamente que llegamos tarde a una cita con el médico.

   —Sí, claro, disculpa. Vete, vete —dice reculando.

   Cuando me alejo, por el espejo retrovisor veo que frunce el ceño, los brazos colgando a los lados. Me siento un poco mal, pero no puedo dedicarle a nuestro vecino jubilado la atención que reclama. De lo contrario, Charlie y yo nos pasaríamos horas en el garaje de Wayne, viéndolo construir pajareras.

   En cuanto dejo a Charlie, acelero en dirección norte atravesando tierras de labranza por la carretera que une Meadowlark con los suburbios más meridionales de Kansas City, la aislada opulencia de Overland Park. A medida que transcurren los minutos, los graneros de madera contrachapada podrida, los cobertizos, los girasoles y las pilas de trastos son sustituidos por sinuosos y cuidados céspedes ribeteados de verjas blancas recién pintadas.

   Las casas del vecindario de Camilla son más bonitas que las nuestras. Ian quiso comprar aquí la nuestra, pero yo le convencí de que Meadowlark era una inversión más segura. Yo no quería tener tanto dinero invertido; prefería más vacaciones, restaurantes y noches de diversión en la ciudad. Sin embargo, cinco minutos después, me quedé embarazada: al traste con mis frívolos deseos. Pero Charlie…, el dulce y pegajoso Charlie de mejillas sonrosadas, pequeños abrazos mantecosos y besos babosos, merece cualquier sacrificio.

   Solo llego dos minutos tarde. Subo a trompicones los escalones del porche de Camilla. Me abre la puerta, y su aspecto parece un cruce entre David Lee Roth y una mariposa, con los cabellos alborotados, pantalones de campana y pañuelos de colores diáfanos. La he hecho esperar.

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