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La belleza del mal(7)
Author: Annie Ward

 

 

Maddie


   2001

   Después del largo fin de semana con Joanna, hice el trayecto de vuelta en autobús cruzando las montañas de Macedonia a Bulgaria, cerrando los ojos cuando oscilábamos por precipicios y avanzábamos a trompicones por angostos caminos al borde de despeñaderos gigantescos. Como de costumbre, el conductor iba demasiado deprisa y las condiciones de la carretera eran muy malas. Sin embargo, por alguna razón, a medio camino de aquel mareante viaje, empecé a preguntarme cuándo podría volver.

   De vuelta en Sofía, conseguí dar mi última clase en la universidad muy a pesar mío. Mi tiempo allí se había terminado. Mi beca estaba a punto de expirar, lo mismo que las tardes con mis estudiantes. Pronto tendría que volver a casa, pero no me apetecía en absoluto.

   Un gigantesco vestíbulo barroco dominaba el campus urbano. Los peldaños de la entrada conducían a cuatro majestuosas columnas que flanqueaban imponentes ventanas ojivales. El techo era una cúpula gigantesca de cobre con una asombrosa pátina verde jade.

   El interior era mucho menos impresionante. Varias plantas de aulas rodeaban un pequeño patio. Los grafitis cubrían las escaleras. La cafetería ofrecía expreso en minúsculas tazas de plástico junto a un estante bien abastecido de cigarros y un surtido de pretzel. Desde la cafetería podías seguir un reguero de tazas de expreso desechadas y paquetes de pretzel vacíos hacia cualquier lugar del edificio. Las papeleras estaban hasta los topes. No había conserje. No había papel higiénico. No había dinero.

   Y hacía frío. Mi aula estaba en la última planta. La mayor parte del invierno había dado clase con el abrigo y los guantes puestos, contemplando un mar de gorros de lana.

   El año en Europa del Este había constituido un periodo especialmente mágico de mi vida. Adoraba pasear por las calles de Sofía. En realidad, me habría costado explicar mi fascinación por la gente y la cultura de este país dejado de la mano de Dios.

   Miraras donde miraras, había fantasmas. Las esquelas en blanco y negro con fotografías de los últimos fallecidos estaban por todas partes en los países balcánicos; las grapaban a los postes de teléfono, empapelaban con ellas las paradas de autobuses y las paredes, y las clavaban en los árboles. Los perros deambulaban bajo la mirada de todos aquellos ojos muertos fotocopiados, observando a los adolescentes borrachos con sus döner kebabs. Un par de hombres arrugados, luciendo viejos y manchados sombreros, jugaban al backgammon en una mesa de plástico bajo una sombrilla de cerveza Zagorka en una abandonada cafetería hecha a base de planchas metálicas. Aspiré los olores de Sofía. Carne y pimientos asados, basura humeante, pino fresco y acre de la montaña, olor corporal mal disimulado, mercados de flores y palomitas recién hechas. No era un lugar para todo el mundo, pero yo estaba perdidamente enamorada de las melancólicas y humildes calles balcánicas. Y estaba a punto de perder a aquella sórdida ciudad, que sentía tan mía; pronto quedaría lejos de mi desesperado abrazo. Habría dado cualquier cosa por quedarme, aunque solo fuera un poco más.

   Anochecía cuando subí al desvencijado tranvía para volver a mi piso en el centro de la ciudad. Poco después de soltar las llaves en la mesa de centro, mi teléfono de disco (un artilugio que parecía salido de una película muda o de un museo) emitió su estridente traqueteo.

   —¿Diga?

   Era Caroline, una editora de las Guías de Viaje Fodor, que me contrató para escribir algunos capítulos sobre España cuando terminé mi posgrado.

   —Por fin vamos a dividir la edición de Europa del Este en países —me dijo.

   No podía haber escuchado nada mejor.

   Me ofreció cubrir Bulgaria para su guía de viajes de 2003. El sueldo no era bueno para los estándares estadounidenses, pero ¿en la baratísima Bulgaria? Acababan de darme las llaves del reino. Me dedicaría a viajar, con todos los gastos pagados, a cada rincón de mi querida patria adoptiva. Estábamos a mediados de mayo, al principio del espléndido verano balcánico. Bulgaria poseía innumerables playas vírgenes y montañas para hacer excursionismo que cortaban la respiración. Jo podría venir a verme y haríamos escapadas de fin de semana a Sozopol, donde ella nadaría mientras yo leía en la playa. Encontraríamos merenderos bien provistos de suculentas chuletas de cordero, ensaladas de tomate y pepino y patatas fritas crujientes cubiertas de feta desmenuzado. Caminaríamos descalzas y la piel se nos pondría morena y pecosa, y beberíamos vino blanco casero en pueblos de pescadores remotos, antiguos y nada turísticos.

   Podía quedarme. No cabía en mí de felicidad. Pura libertad. Llamé a Joanna para darle las buenas noticias.

   —Al final no tengo que volver a casa cuando se me termine la beca —dije—. Tendré un montón de tiempo para ir a verte. Con el portátil, puedo escribir desde donde quiera. Tenemos todo el verano por delante.

   —¡Síííí! —exclamó al teléfono—. ¡Dios mío, es el mejor notición del mundo! ¡Felicidades, amor!

   La noche siguiente me detuve en la acera de enfrente de mi piso con mi vecino, el señor Milov, a quien la vejez había cubierto de manchas. Estábamos charlando sobre los precios inaceptables del pan y del yogur, y yo comenzaba a alejarme poco a poco hacia la entrada de nuestro edificio, cuando un Mercedes negro se detuvo junto a nosotros.

   El señor Milov tenía unas pestañas impresionantes, como orugas plateadas. Alarmado, las levantó. La ventanilla del acompañante bajó. Un hombre con gorra y gafas de sol dijo en un marcado acento de Europa del Este:

   —¿Señorita Brand? Suba al coche, si es tan amable.

   —No voy a subir a su coche —respondí con una sonora carcajada.

   El señor Milov estaba aterrado, le costaba respirar.

   Lo agarré del brazo. Sin embargo, antes de poder decir nada, la puerta trasera se abrió y Joanna apareció con una botella de champán en la mano.

   —¡Lo siento! —exclamó, apeándose de un salto—. ¿Se encuentra bien? ¿Te encuentras bien? ¡Era una sorpresa para Maddie! ¡Vamos a celebrar que no tiene que regresar todavía a casa! Lo siento mucho.

   Joanna levantó el champán y dijo con una sonrisa avergonzada y culpable:

   —Iznenada! ¡Sorpresa!

   El señor Milov se recompuso y se alejó arrastrando los pies y murmurando con la mano sobre su corazón.

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