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La belleza del mal(6)
Author: Annie Ward

   Joanna se especializó en estudios internacionales y se hizo cooperante; yo me dediqué al periodismo. Al final, ambas nos sentimos atraídas por trabajar y estudiar en el antiguo bloque comunista, donde podíamos practicar nuestra formación en lenguas eslavas. En el último año, trabajando en nuestros destinos, nos habíamos visitado mutuamente más de una docena de veces. De ese modo, manteníamos los lobos de la soledad aullando al otro lado de la verja.

   Después de hablar con unas cuantas personas, Buck Bobilisto y los otros dos hombres empezaron a cruzar el restaurante. Cuando salieron de la oscura entrada y caminaron hacia nuestra mesa, pude verlos mejor. Buck Bobilisto nunca había sido un hombre guapo, pero al lado de sus acompañantes parecía un auténtico roedor. Los otros dos eran altos, anchos de espaldas y finos de cintura. Uno era rubio y angélico, con el cabello rizado y unos ojazos azules más propios de los dibujos animados. El otro era el hombre que nos había llamado la atención a Joanna y a mí al mismo tiempo. Tenía un cuerpo asombroso, la barbilla partida y los hombros como sinuosas colinas. Caminaba con los ojos puestos en el paisaje del lago, absorto en su pensamiento o como si estuviera solo. Impertérrito.

   Sus cabellos castaños se recortaban a los lados y se alborotaban en lo alto; vestía vaqueros oscuros, cuidadosamente planchados. Su pecho. Me detuve en él un segundo. Su pecho. Quitaba el hipo incluso debajo de su horrorosa camisa de etiqueta color melocotón. El conjunto tenía algo infantil, como de un chiquillo emperifollado para el musical del colegio. Sus rasgos clásicos eran más propios de una fotografía en blanco y negro, que lo mostrara sentado en la terraza de una cafetería francesa con un expreso. Su atuendo juvenil no le pegaba nada. Recuerdo haber pensado que, si aparecía vestido así, con una camisa melocotón, en mi Meadowlark natal, en Kansas, le harían papilla nada más verlo entrar por la puerta.

   Buck Bobilisto hizo las presentaciones gritando tanto que concluí que ya iba bebido.

   —Ian, Peter, os presento a Joanna y…

   Chasqueó los dedos varias veces en mi dirección.

   —Madeline —dije, señalándome.

   —Eso es. Ya me acuerdo. Ian y Peter trabajan para el embajador británico. Forman parte de su nuevo equipo de escoltas. Acaban de llegar.

   Un viejo acordeonista vestido con un traje harapiento comenzó a armar bulla con su música al otro lado del restaurante. Joanna dijo casi chillando:

   —¿He de suponer que vuestros jefes también os han hecho venir a esta fiesta de empollones en vuestra noche libre?

   Buck Bobilisto asintió irritado, pero Peter, el de los rizos rubios, se inclinó hacia delante y dijo con toda sinceridad:

   —¡Me dijeron que iba a haber un espectáculo de bailes populares después de la comida!

   Joanna se rio. Su bonita cara se sonrojó.

   —Huy, nadie te ha prevenido de la cantidad de espectáculos de bailes populares que vas a tener que aguantar el tiempo que estés aquí. La buena noticia es que no todas las canciones suenan a cordero degollado.

   Peter se quedó perplejo. Era adorable. Corpulento, pero mono. Poderoso, pero agradable. Inteligente no.

   Joanna le tocó el brazo y le dijo:

   —Siéntate a mi lado. Eres oficialmente mi nueva persona favorita.

   Le lancé unas cuantas miradas a Ian, que había tomado el asiento frente al mío. Parecía completamente absorto en la carta. No mostraba el menor interés en mí o en Joanna. Leía la carta como si lo hubieran envenenado y pudiera encontrar la fórmula del antídoto ahí. Ninguna carta de una taberna de Macedonia podía ser tan interesante.

   Decidí aparentar que yo tampoco estaba interesada en él. Un par de minutos más tarde, Ian se rio entre dientes. Luego se recostó, prendió un cigarro y dejó la carta de plástico abierta sobre la mesa de madera, arañada de pintadas. (Los Balcanes no tenían nada en contra de los cigarrillos, ni en los restaurantes ni en los hospitales siquiera.) Tras levantar una ceja, Ian se enderezó y dijo con un encantador acento inglés:

   —Bueno, creo que voy de cagón.

   Jo no perdió un segundo.

   —En Estados Unidos decimos «voy a cagar», no «voy de cagón». Y creo que te puede resultar útil saber que casi siempre nos guardamos esa información para nosotros.

   —¡Qué útil! Muchas gracias. Pero —dijo Ian señalando su carta— me estaba refiriendo al cagón del Mediterráneo. Aquí mismo. O bien eso —prosiguió en un tono de absoluta seriedad—, o bien la especialidad de la casa, que es la caspa del lago Ohrid. —Se inclinó hacia delante y fijó en mí sus ojos de color corteza de árbol.

   —¿A ti qué te apetece? ¿La caspa o el cagón?

   Me puso la carta delante. Obviamente, habían traducido mal «cazón» y «carpa»: unas erratas bastante desafortunadas.

   —Sin duda, la caspa —respondí.

   Ian parecía divertirse. De repente, me vi como debía de verme él. Vestía un jersey de cuello vuelto clásico de color beis y no me había soltado el pelo después de terminar la clase de primera hora del día. Además, llevaba puestas las gafas para leer bien la carta. Parecía una bibliotecaria de las de antes.

   —¿En serio? —respondió—. Pues jamás lo habría imaginado. Pareces una joven muy moderna.

   Se me encendieron las mejillas, y él me dedicó una sonrisa esquiva. Pude verla en sus ojos. Se estaba burlando de mí.

   —Bonito jersey —le respondí, molesta. No me conocía.

   —Gracias —dijo, echando un rápido vistazo a lo que llevaba puesto.

   Luego levantó su silla y la ladeó, apartándose de mí y orientándola hacia Joanna. Ella, que estaba aguantando una de las historias de Buck Bobilisto, miró a Ian y le sonrió ligeramente.

   El octogenario acordeonista al que le faltaban algunos dientes se acercó a nuestra mesa como un murciélago sobre el ganado. Empecé a rebuscar en mi cartera para darle una propina.

   Finalmente, Ian y Peter se marcharon con Buck Bobilisto, que anunció que quería ir a algún sitio «más sofisticado». Joanna y yo nos quedamos en la taberna, bailando durante horas con aquel viejo acordeonista y con sus nietos, que tocaban en la banda que no tardó en llegar.

   Así éramos en aquella época.

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