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La belleza del mal(3)
Author: Annie Ward

   Nick fue el primero en responder.

   —Ya hemos avisado a la ambulancia. Saben que estás esperando a otro agente para entrar en la residencia. Les he dicho a los paramédicos que permanezcan en el 2218 de Lincoln hasta nuevo aviso.

   —Recibido —respondió Diane.

   Nick conocía la rutina. Ella debía esperar la llegada de un segundo agente para acceder a la vivienda. Si entraba, estaría saltándose el procedimiento y se metería en un lío. Diane miró por encima del hombro el cajón de arena. La mesa de juegos de agua. Y tomó una decisión: prefería perder su empleo a perder a un niño.

   Empujó la puerta hacia dentro y sacó el pie para impedir que los perros la siguieran. Después la cerró con cuidado tras de sí. Mientras se colaba en la casa, miró atrás. Las patas delanteras de ambos Boston terrier estaban pegadas al cristal, flexionadas y suplicantes, persuadiéndola para que volviera y los dejara entrar.

   La puerta trasera daba al rincón más alejado de la planta baja, junto a una mesa de desayuno redonda de cristal y cuatro sillas. Una botella de vino vacía parecía haber salido rodando hasta terminar contra la pared. Encima de la mesa había otra botella de vino; debajo, en el suelo, una de esas botellas cilíndricas elegantes de vodka Stoli Elit.

   Diane no era una sibarita, pero resultaba evidente que allí no se había celebrado una simple partida de póquer amenizada con patatas y aceitunas. En el centro de la mesa vio una gruesa tabla de cortar de madera, con un surtido de aceitunas, salami, saladitos, queso y uvas a medio comer.

   Intentó centrarse en la globalidad de la escena, pero la mancha de sangre era difícil de ignorar. Si levantaba la vista hacia el otro extremo de la amplia estancia, allí estaba de nuevo. Hipnótica. Nauseabunda.

   A pesar de que era un espacio abierto, había sillas y un sofá, además de librerías, mesitas y lámparas de pie. Escondites por todas partes. Se movió con sigilo, pistola en mano. Los ojos iban de un rincón a otro.

   Al pasar por delante de la mesa del desayuno, pisó con cuidado. Había restos de vasos por el suelo, grandes y pequeños. De las cuatro sillas tapizadas de amarillo en torno a la mesa, una estaba volcada y otra manchada con un tono más oscuro en el lugar donde algo se había derramado. Junto a la silla caída, vio una foto mojada.

   Diane se agachó para observarla. Se veía a dos mujeres morenas. Eso fue todo lo que pudo deducir de los cabellos revueltos de ambas. Estaban delante de un edificio peculiar cuyo diseño parecía vagamente oriental, algo así como una mezquita sin minarete. Lo que quiera que hubiera formado un charco en el suelo había empapado el papel; los rasgos de las mujeres se habían diluido. Diane imaginó a alguien sentado a esa mesa con la foto en la mano. Poco antes. ¿Estaría recordando algo? «¿Te acuerdas de cuando fuimos a…? Sí, espera, que voy por la foto…»

   Una isla con forma de media luna separaba el salón de la cocina. Varios taburetes altos la bordeaban. No fue hasta que Diane pasó por delante de la mesa del desayuno cuando pudo ver por encima de la barra de la cocina.

   Los pequeños charcos variaban en tamaño y se parecían a lo que una lluvia torrencial deja en la acera. Salvo por el color carmesí. Las gotitas esparcidas eran como un collar de cuentas, como una fina ristra de perlas sangrientas.

   La sangría había tenido lugar entre el frigorífico y el interior de la barra, donde estaban la pila y el lavaplatos. La sangre había salpicado también las paredes de alrededor y los demás aparatos domésticos. Diane notó que se le hacía un nudo en la garganta. La puerta del frigorífico estaba empapelada de dibujos hechos con los dedos, ahora artísticamente moteados de puntitos rojos; una lluvia aterradora caía sobre casas de color claro como cajas, una familia de tres palitos, las nubes esponjosas o un sol con una cara radiante.

   La estela de sangre con forma de cuentas iba de los charcos de la cocina a la mancha grande en el centro de la estancia. El suelo estaba embadurnado, como si hubieran querido fregarlo. Diane se imaginó a alguien a cuatro patas, gateando antes de ponerse en pie, intentando sobrevivir.

   Sintió el impulso de correr y llamar a gritos al niño, pero ya había incumplido una norma al entrar.

   En la pared opuesta, una máscara africana de madera ovalada (con agujeros tallados en el lugar de los ojos y la boca) la miraba fijamente con expresión de horror.

   Ansiosa, Diane miró por encima del hombro: la mesa parecía preparada para un inocente picoteo: vino y algo de queso para tomar con unos amigos. Luego miró hacia delante, a aquella sangre derramada que parecía invitarla a acercarse y descubrir algo horrible.

 

 

Maddie


   Diez semanas antes

   Sus ojos siguen volviendo a la esquina superior izquierda de mi cara. Desvía la vista a la ventana, hacia el estanque artificial del vecindario visible desde su despacho, pero luego la dirige otra vez al lugar donde me cosieron.

   No sé si esto va a funcionar. En su página web dice que es «por encima de todo una psicóloga sin prejuicios; compasiva y discreta; experta en el uso de la escritura como terapia para controlar la ansiedad». Pues deja de mirarme, hostia ya. Le he dicho que he venido a su consulta porque quiero calmar mis nervios.

   Me sonríe. Eso está mejor. Dice con una voz cantarina de anuncio:

   —En la escritura terapéutica existen muchos, muchísimos ejercicios extremadamente útiles. Lo que más me gusta de esta terapia es que puedes explorar tanto como te lo permitan tu imaginación y tus inhibiciones. Probaremos distintos enfoques y veremos… —Ladea la cabeza de forma estudiada y, al mismo tiempo, extrañamente atractiva—. Veremos cuál te viene mejor a ti, Maddie.

   Asiento con la cabeza; el cabello que llevo repeinado a la izquierda de la cara se mueve un poco. Ella hace como si nada, pero su fascinación salta a la vista. No es algo que me sorprenda. El cardenal ha desaparecido, pero el estropicio general sigue siendo impactante.

   Me desanimo. Necesito que esto funcione, pero esta mujer no es lo que esperaba. Para mí era importante hacer escritura terapéutica, y en mi zona no había mucho donde elegir. Cuando elegí a la doctora Camilla Jones, con su consultorio privado en Overland Park, imaginé a una señora con un traje sofisticado y zapatos de abuelita. Ojos amables. Cabellos plateados.

   Esta mujer, la Camilla esta, me ha dicho que su nombre rima con Pamela. ¿Qué? No quiere que la llame doctora Jones, sino Camilla. Lleva una camisa floral, holgada y de hombros descubiertos, unos pantalones de yoga y una gorra de béisbol. Detesto la superficialidad, pero debo puntualizar que la visera de la gorra está adornada con pedrería. Casi por completo. Por todas partes. Probablemente, es tan difícil para mí no embelesarme con su gorra como para ella no embelesarse con mi cara. La joya de la corona de la gorra es una flor de lis gigante. Me desconcierta. Aunque se mantiene que te flipas, debe pasar de los sesenta. Pero, sinceramente, lo último que me esperaba era que mi psicóloga me recordara a mi profesora de zumba.

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