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La belleza del mal(8)
Author: Annie Ward

   Una hora más tarde, Joanna y yo estábamos apiñadas en una mesa esquinera, bebiendo bellinis y comiendo carpaccio de ternera y salmón ahumado en el Sheraton’s Capitale.

   —Te debía una visita —dijo, clavando su tenedor en un trozo de salmón—. He tenido muchísimo trabajo. Últimamente, tú has venido a verme muchas más veces que yo a ti. Y tampoco es que estuviera tan lejos. Cinco horas. Como mucho. Pan comido. Y, sinceramente, se está de maravilla lejos de toda esa rabia y ese odio. Aquí lo podemos pasar bien. Por cierto, este salmón está riquísimo.

   Luego empezó a describirme sin aliento su plan de que fuésemos juntas en coche a Montenegro al final del verano y pasáramos una semana en la playa de Budva.

   —Mi amiga Ana nos pondrá en contacto con un amigo suyo, un tipo que alquila su piso en verano y se va a vivir con su tío sin dientes debajo de un puente…, o algo así. Tiene unas vistas preciosas. Ana me envió la foto por correo… En cuanto volvamos a tu casa, te la enseño, pero, de verdad, Maddie, es superbonito. Y ahora que te quedas, no tendré que ir sola. Tengo vacaciones del 6 de agosto al…

   Mientras parloteaba felizmente, le sonó el teléfono. Siguió hablando hasta que lo abrió. Se le demudó el rostro. Tenía una venita que le cruzaba la frente; cuando algo le preocupaba, se hinchaba de sangre y le palpitaba. Le tembló la mano.

   —Mierda.

   —¿Qué?

   Cerró el teléfono y agachó la cabeza.

   —¿Qué pasa? —pregunté.

   Levantó la vista y dejó escapar un enorme suspiro.

   —Tengo que volver a la puñetera Skopie.

   —¿¡Qué!?

   —Espera.

   Llamó a su conductor y después hizo señas al camarero para que trajera la cuenta.

   —Lo siento. Al final no puedo quedarme.

   —¿Qué ha pasado?

   —Nos han retenido un cargamento de leche en polvo y pañales para los refugiados de Stankovac en la frontera griega.

   —Pero es fin de semana. ¿No puede esperar hasta el lunes?

   —Si pierdo este cargamento, son miles de dólares —dijo rebuscando su monedero en el bolso—. Y, al parecer, la policía macedonia está intentando confiscarlo. Eso significaría que no volveríamos a verlo.

   —¿Por qué harían algo así?

   —Porque algún agente fronterizo sabe que hay una estadounidense pirada dispuesta a pagar para que liberen el cargamento.

   —¿Tú?

   —Obvio.

   —¿Vas a sobornar a un policía?

   —Ya te digo —dijo despreocupadamente, y se bebió el último sorbo de su champán.

   —Oh, Dios mío —dije.

   —Oh, Dios mío —me imitó, y luego se rio—. No pasa nada, Maddie. Así es como se solucionan las cosas, y punto.

   Volvimos en taxi a mi piso. Mientras ella preparaba su maleta, yo hice la mía también. Cuando me vio, Jo me dijo:

   —No puedo llevarte conmigo.

   —¿Por qué no?

   —Esta vez no es una buena idea.

   —He terminado las clases y mi encargo de Fodor no llegará hasta dentro de dos semanas. Ni siquiera puedo empezar a trabajar hasta entonces. Déjame ir contigo.

   —Las cosas se están poniendo feas en Macedonia. Matanzas. Bombardeos. Todos los estadounidenses tenemos el aviso de no entrar en el país.

   —¡Tú vives allí!

   —¡No me queda otra! No hagas locuras.

   —Voy contigo.

   Un segundo después extendió el brazo y me cogió de la mano.

   —Gracias.

   Durante el primer tramo del viaje, Joanna estuvo ocupada mensajeándose con sus colaboradores sobre la situación. Cuando dejamos atrás la frontera, mis pensamientos divagaron. Mis padres se enfadarían conmigo por haber aceptado el trabajo de Fodor y quedarme en Europa del Este. Sin embargo, imaginé que mi abuela Audrey se pondría muy contenta. La educación rutinaria del Medio Oeste, en una pequeña ciudad universitaria llena de profesores e inmigrantes, también llegó a frustrarla. Sin embargo, aprendió francés en el colegio y alemán de sus abuelos.

   Cuando yo tenía trece años, me llevó a Francia para ver arquitectura, sobre todo las obras de Le Corbusier. Los sábados íbamos al Museo de Arte Nelson-Atkins y me hacía repetir con ella: «Aunque el Museo Nelson-Atkins de Kansas se distingue principalmente por su extensa colección de arte asiático, yo siempre he adorado especialmente la preciosa ala este, que está llena de pinturas europeas de Caravaggio, el Greco, Degas y Monet».

   Era una de las ensayadas opiniones que debía compartir con las personas sofisticadas y cultas que me presentaba en nuestros viajes. Recuerdo estar sentada frente a ella mientras tomábamos un almuerzo ligero después de uno de esos paseos al Nelson-Atkins. Estábamos en su mesa esquinera preferida, en el privado Carriage Club. Yo sorbía té, haciendo caso omiso de la tentadora cesta de pan y picoteando de mi ensalada, tal como ella me había enseñado a hacer.

   —El problema de Sara —dijo, refiriéndose a mi hermana, siempre tan atractiva ella— es que nunca le han roto el corazón. Y Julia. Bueno, Julia es brillante. Pero brillante de libro, no sé si me entiendes. Tú, cariño —dijo perforándome con una mirada ambiciosa—, tú te pareces más a mí, eres de las que se come el mundo. La gente como nosotras no se rige por las normas. Mis abuelos dirían que eres übermensch, extraordinaria.

   Cogí las venosas manos de mi abuela entre las mías y me incliné hacia ella para compartir su sonrisa conspiratoria. Quizá yo fuese extraordinaria. Eso decía ella, y estaba dispuesta a descubrirlo. Y la ordinaria Kansas no formaba parte de mi futuro ni por asomo. Mis padres no tenían ni la menor idea, pero no pensaba regresar a Kansas.

   Fue a raíz de esta conversación con la abuela Audrey cuando empecé a entender las normas como directrices, a burlarme del peligro y a coquetear con el desastre. Supuse que estaba mareada como Ícaro y que me había acercado mucho al sol. Las alas de Ícaro eran falsas, hechas de cera y plumas; tendría que haber sido más listo, porque se derritieron y ardieron, y cayó en picado desde lo alto del cielo a un inmenso mar en el que se ahogó.

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