Home > La belleza del mal(5)

La belleza del mal(5)
Author: Annie Ward

 

 

Maddie


   2001

   El padre de Charlie. El amor de mi vida. Ian.

   Un momento. Dejadme empezar por el principio.

   Yo era una «bienhechora». Muchos de mis amigos también eran bienhechores. En aquel entonces, vivía en una región del mundo que la mayoría de los guías turísticos ni se molestaban en mencionar. Si lo hacían, empleaban palabras como «asolada por la guerra, empobrecida, anárquica». Estos tres adjetivos siempre me habían resultado bastante atractivos. Me parecía emocionante vivir en «el rincón más oscuro y olvidado de Europa», como lo llamaban a veces. Así pues, me encontraba justo en el centro de mi fase bienhechora dando clases de inglés a estudiantes pobres en uno de los países aislados del antiguo bloque comunista. Esos lugares conocidos colectivamente como los Balcanes.

   Yo vivía en Bulgaria; mi mejor amiga, Joanna, en un país vecino, un lugar poco conocido pero bastante conflictivo: Macedonia.

   Conocí a Ian en un acto para recaudar fondos. Suena aburrido, ¿a que sí? Pues él era de todo menos aburrido.

   Estábamos en Ohrid, una ciudad turística veraniega a unas horas al sur de la capital de Macedonia, Skopie, no lejos de la frontera griega. Pintoresca por su decadencia, sus villas de piedra se apilaban en un cerro con vistas a las aguas lacustres bruñidas por el sol. En el punto más alto, orientado al sur, hacia Grecia, despuntaba la abovedada iglesia de San Juan, del siglo xiii, perfecta para una postal, tan adorable y tranquila que desmentía toda la discordia del pueblo que presidía. De no haber sido por la tensión tangible entre las gentes del pueblo que se apiñaba en las sinuosas callejas y plazas, Ohrid habría desprendido un apacible encanto. En cambio, era un destino vacacional atestado de personas de dos religiones que luchaban entre ellas. Tenía la impresión de que todo el mundo se miraba con una mezcla de sed de sangre y sospecha. El país estaba al borde de la guerra civil.

   El acto benéfico a favor de la Cruz Roja era una «cena y espectáculo» en una taberna destartalada, dispuesta precariamente sobre unas vigas de madera empapadas de agua, sobre la cenagosa orilla de un lago. Joanna trabajaba con mujeres y niños en campos de refugiados de Macedonia. Su jefa, Elaine, que vivía en Washington, le había pedido que asistiera al acto benéfico y le había dado dos entradas. Joanna me suplicó que pasara allí el fin de semana y la acompañara a la cena.

   Jo tenía la costumbre de trenzarse el pelo cuando estaba aburrida o nerviosa. En estos momentos, se inclinaba sobre su vodka con tónica, sus dedos entrelazados, sus ojos de avellana puestos en el puñado de intelectuales retraídos que se arremolinaban en torno a las mesas de comedor comunales y trataban de decidir dónde era más apropiado sentarse.

   —Y pensar —dijo— que podríamos estar en otro sitio viendo la pintura secarse y pasándolo en grande.

   —Copas gratis —respondí con indiferencia.

   —¿Y si nos vamos? —preguntó Joanna, poniéndose recta con una energía y un entusiasmo repentinos.

   —Si no te metes en un lío —respondí, encantada con ese plan.

   Se desanimó.

   —Sí, puede ser. Si me ayudas a besar unos cuantos culos importantes, creo que podremos irnos dentro de una hora.

   En ese momento entraron tres hombres. Uno de ellos era muy alto y, al menos desde lejos, impresionantemente guapo. Me incliné para susurrarle:

   —¿Ese está en la lista? No me importaría ofrecerme de voluntaria.

   Jo se recostó y rio.

   —Huy, no. Te aseguro que no lo había visto en mi vida.

   —Espera —dije, viendo a quienes acompañaban al hombre—. ¿No es ese tu amigo Buck Bobilisto? ¿De la Embajada estadounidense?

   —Es verdad —respondió Joanna, que se levantó y les hizo señas para que se acercaran a nuestra mesa.

   Buck Bobilisto era como llamábamos a Buck Snyder, un militar con mostacho que tenía unos llamativos dientes de conejo. Trabajaba como agregado en la Embajada de Estados Unidos. A veces, Joanna contactaba con él para tratar asuntos de seguridad de sus campos de refugiados. Le habíamos bautizado como Buck Bobilisto cierta noche, después de que se hubiera pasado toda la cena borracho, jactándose con su deje sureño de que: «Tío, a todas estas mujeres balcánicas se la trae todo al pairo. Puedes decir lo que sea. Puedes hacer lo que sea, colega: si llevas encima el gran azul, mojas fijo». El «gran azul» era el pasaporte de Estados Unidos.

   Mientras fingíamos que no observábamos cada uno de sus movimientos, Joanna y yo esperamos a ver si los hombres se decidían a venir a sentarse con nosotras. Jo alargó un brazo para tocarme y me dijo:

   —Gracias por venir. Me alegro mucho de que me hayas acompañado.

   La verdad es que no me había hecho mucha gracia subir a aquel horrible autobús. Un enfrentamiento entre la mayoría cristiana de Macedonia y la creciente minoría musulmana había desencadenado diversos episodios de violencia; como en las demás zonas de la región, una niebla de odio y furia se cernía sobre los pintorescos pueblos de montaña como una nube industrial. Macedonia ya no era un lugar seguro para nadie.

   Pero Joanna no me había obligado a acompañarla. Me encantaba visitarla y me sentía afortunada porque ambas hubiéramos terminado viviendo en Europa del Este después de graduarnos en la universidad. Aun así, el trayecto en autobús era incómodo, pues duraba entre cinco y ocho horas, dependiendo del tiempo que nos mantuvieran parados en la frontera que dividía nuestros países. Además, estaba cansada del trabajo.

   Me encontraba en el tramo final de una beca Fulbright de catorce meses en Bulgaria, que implicaba dar clases de inglés en la Universidad de Sofía al tiempo que trabajaba en un libro de no ficción. Mis días transcurrían entre la escritura, los viajes y las clases, y la verdad es que me sentía feliz.

   Había conocido a Joanna Jasinski cuando éramos universitarias, durante un programa de intercambio en España durante el verano. Teníamos un interés común en la lingüística, en hacérnoslo con chicos españoles en las discotecas, en los filósofos rusos y alemanes, y en The Cure. En ese momento, ambas deseábamos «hacernos mayores» para ser intérpretes, y solíamos hablarnos en un batiburrillo de las varias lenguas que estudiábamos, lo que enojaba y dejaba al margen a los demás. Durante mucho tiempo, ni ella ni yo tuvimos más amigas.

Hot Books
» House of Earth and Blood (Crescent City #1)
» A Kingdom of Flesh and Fire
» From Blood and Ash (Blood And Ash #1)
» A Million Kisses in Your Lifetime
» Deviant King (Royal Elite #1)
» Den of Vipers
» House of Sky and Breath (Crescent City #2)
» Sweet Temptation
» The Sweetest Oblivion (Made #1)
» Chasing Cassandra (The Ravenels #6)
» Wreck & Ruin
» Steel Princess (Royal Elite #2)
» Twisted Hate (Twisted #3)
» The Play (Briar U Book 3)
» The War of Two Queens (Blood and Ash #4)