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La belleza del mal
Author: Annie Ward

  Para mi familia

 

 

Maddie


   Doce semanas antes

   Tecleo: «¿Necesito ver a un terapeuta?».

   Según parece, es una búsqueda frecuente en Google. Hay muchísima información sobre el tema. Páginas y páginas de cuestionarios a tu disposición para ayudarte a decidir si te iría bien una terapia. En caso de que así sea, ¿qué clase de terapia te conviene? ¿Un psiquiatra o un psicólogo? ¿Cuál es tu trastorno principal? La información es infinita; podría entretenerme con esto toda la noche, y puede que lo haga en cuanto Ian se haya ido.

   Viene hacia mí, abriendo y cerrando cajones.

   —¿Has visto el cargador pequeño de mi teléfono? —pregunta con el ceño fruncido—. ¿El portátil?

   —No —respondo mientras mi dedo se cierne sobre el ordenador, dispuesto a ocultar la búsqueda y cambiar a Facebook si Ian se acerca demasiado.

   Pero se va.

   Vuelvo a lo mío y empiezo a desplazarme por los cuestionarios. Algunos son directos, solo tienes que elegir la casilla del «sí» o la del «no».

   «En mi vida, muchas cosas me producen ansiedad o miedo.» Vale, sí.

   «Estoy asustado y voy a perder el control, enloquecer o morir.» ¡Las tres cosas!

   «A veces tengo la sensación de que otra persona o criatura posee mi mente.» Mmm, no. Pero suena divertido.

   «Creo que hay algo raro en mi forma de mirar.» No puedo evitar reírme entre dientes. Ay, madre. Tendrían que verme a mí.

   Algunas de las preguntas rayan lo extravagante.

   Di si te incomodaría 1) Cantar en un karaoke estando sobrio. 2) Bailar solo en un club nocturno poco iluminado. 3) Llamar por teléfono a un extraño desde la privacidad de tu dormitorio sin que haya nadie más escuchando.

   Puede que no esté tan majara como creía. Ni muerta me pillarían en un karaoke estando sobria.

   Ian hace otra inspección, murmurando: «Tengo el reloj, el teléfono, el pasaporte…». Me mira de reojo, pero está en otra parte, absorto en sus cosas. Intento sonreírle, pero paro. El ojo me duele mucho cuando lo hago. Mi dedo vuelve a cernirse sobre el portátil por si Ian decide acercarse a ver lo que estoy haciendo, por si acaso tengo que clicar en Facebook y enseñarle el vídeo (que uno de mis amigos acaba de colgar) de unos cabritillos preciosos que saltan unos a lomos de otros.

   Otra de las preguntas es: «¿Tienes algo que esconder?».

   Sencillísimo. Directísimo. Alucinante, diría. Como si alguien de ahí fuera supiese que yo no debería estar pensando las cosas en las que pienso.

   Ian no sabe nada de mi plan de buscar ayuda.

   No le parecería bien. Diría: «Son un hatajo de charlatanes, déjalo. Y, además, tú estás bien. Estamos bien. Todo está perfecto tal como está».

   Aunque también es posible que me dijera lo que me dijo hace dos semanas. Justo antes de lesionarme.

   —Menuda putilla malcriada estás hecha.

 

 

El día del asesinato


   Meadowlark es una pequeña ciudad situada a una hora y media al sur de Kansas City. La centralita de emergencias estaba en un claustrofóbico cuarto trasero de una comisaría de una sola planta, enteramente de ladrillo. Parecía el baño de un área de descanso. Eran las diez de la noche. Nick Cooper estaba solo cuando recibió la llamada.

   —Nueve, uno, uno, ¿cuál es su…? —dijo despreocupadamente en el auricular del micrófono mientras abría un sobre de azúcar para el café.

   No pudo acabar de formular la pregunta.

   Un niño chillaba muerto de miedo y una mujer susurraba:

   —Vuelve arriba, cariño, por favor. —Su voz era apremiante—. ¡Por favor! ¡Ve! ¡Ve ahora! —Y luego gritó—: ¡Oh, Dios mío!

   —¿Cuál es su emergencia, señora? —preguntó Nick, que derramó el café mientras se abalanzaba sobre su ordenador. El agente se dijo que debía conservar la calma, pero oír la voz de un niño aterrorizado resultaba sobrecogedor. Sentía los dedos inútiles. Una dirección apareció en la pantalla—. Por favor, señora, ¿puede…?

   —¡Deprisa! —gritó ella—. ¡Por favor, ayúdennos! ¡Deprisa!

   A los ocho segundos del inicio de la llamada que recibió desde el domicilio en el 2240 de la calle Lincoln, Nick perdió el contacto. La mujer soltó un grito ahogado y exclamó con desesperación: «¡No!». Lo siguiente fue el sonido del teléfono contra el suelo, dedujo Nick. La llamada se cortó. Intentó restablecerla, pero fue en vano.

   A continuación, envió la señal de emergencia por radio.

   —Posible robo o agresión en curso en el 2240 de la calle Lincoln —dijo tan atropelladamente que se comía las palabras—. Una mujer y un niño en el domicilio. No tengo más información. La llamada se ha cortado. No he podido restablecer la conexión. Corto.

   La agente Diane Varga respondió en cuestión de segundos.

   —Central, al habla 808. Voy para allá ahora mismo.

   Nick cogió el teléfono y apretó la marcación rápida para Barry Shipps. De los dos detectives de Meadowlark, existían más probabilidades de que Barry respondiera rápidamente, aunque estuviera fuera de servicio y con bastante seguridad lejos de su radio.

   —Detective Shipps al habla.

   —Detective —dijo Nick—, le habla la central. ¿Puede prepararse para una posible emergencia en el 2240 de la calle Lincoln?

   —Puedo hacer algo mejor que eso —respondió Shipps—. Estoy llenando el depósito de gasolina en el Casey’s General, un poco más abajo en esa misma calle. —Unos instantes después Shipps se conectaba a la radio de su coche patrulla—. Central, al habla Shipps. En ruta.

   Diane se puso en contacto con Nick otra vez.

   —Estoy torciendo por el 223 de Victory. Ya casi he llegado.

   —Recibido, 808.

   Nick estuvo a punto de decirle que tuviera cuidado, pero no lo hizo. Cada vez que se topaba con Diane en el centro, se descubría silbando Brown Eyed Girl, de Van Morrison. Respiró hondo y juntó las temblorosas manos en el regazo.

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