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La belleza del mal(2)
Author: Annie Ward

   Meadowlark, una ciudad de gente de clase trabajadora casi toda blanca, tenía un buen cupo de antiguas familias campesinas residiendo en los aledaños. Contaba con un agradable establecimiento, una cervecería artesanal al aire libre llamada El Cuervo Encorvado, que desprendía el encanto suficiente para atraer a los forasteros en los fines de semana soleados. Aparte de la microcervecería, solo había dos restaurantes con servicio de mesa: La Rueda de Carro y Gambino’s. Como último recurso, había un restaurante Subway dentro del supermercado Walmart.

   En una placa sobre un muro de piedra decorativo en el cruce, se podían leer unas palabras grabadas: «sweet water creek» (río de agua dulce). La agente Varga torció y se adentró en aquel vecindario relativamente nuevo, inaugurado apenas seis años antes, con solo la mitad de las parcelas vendidas y numerosas casas sin habitar. Construcciones de madera a precios moderados, eran, sin embargo, espaciosas e insulsamente agradables, ubicadas entre un par de pequeños estanques rurales y algunos magníficos olmos viejos.

   Diane rodeó la esquina y vio un triciclo Radio Flyer rojo volcado en la acera. El manillar plateado relucía bajo el brillo del farol del porche dos puertas más abajo de su destino.

   La casa del 2240 de la calle Lincoln era una de las más grandes del vecindario y se encontraba en un prado que ascendía en una suave pendiente, con un jardín elegante y una fuente de terracota que sobresalía por detrás de un macizo de rosales pobremente atendidos. Diane tuvo la sensación de que en Sweet Water Creek todo estaba en orden. Más que su vida, desde luego. Al salir del coche y observar la casa, su intuición no le dijo que estuviera en la escena de un crimen.

   —Central, estoy en la posición —dijo en el micrófono de la radio que llevaba sujeto al bolsillo delantero de su uniforme.

   Diana subió rauda la acera que conducía a la puerta principal, flanqueada por dos esbeltos árboles de hoja perenne. Aporreó la puerta tres veces.

   —¡Policía! —gritó, pero no obtuvo respuesta.

   Desde algún lugar cercano llegaba la repetición entrecortada del ladrido triste de un perro. Notó que se le aceleraba el pulso. No puede ser nada muy grave, pensó. Estamos en Meadowlark. Y, sin embargo, algo le decía que se apresurara. Pulsó el timbre de la puerta y llamó frenéticamente varias veces seguidas. El «bong» hueco resonó dentro de la casa. No se oyeron pisadas en las escaleras. Nada.

   La puerta era de madera, enmarcada a cada lado por ventanas decorativas. Diane echó un vistazo adentro, intentando discernir algo a través del cristal biselado. Lo primero que vio fueron un par de botas militares junto a la entrada. En cierto modo, desentonaban con la casa moderna y con sus relucientes suelos de madera pulida en tonos claros. Parecía que la casa era una suerte de espacio abierto, como un loft urbano. Junto a la entrada, una escalera de caracol subía al segundo piso. Un dispositivo electrónico, posiblemente un teléfono fijo, había quedado reducido a trozos de plástico junto al primer escalón. Diane se movió un poco para mejorar su ángulo de visión. Ahora podía ver bien el interior de la casa.

   Contuvo la respiración.

   El precioso suelo de madera claro tenía manchas: el centro de la estancia estaba teñido de rojo. El corazón empezó a martillearle el pecho. Aquello no iba a quedarse en nada, como había esperado. Y Nick había hablado de la presencia de un niño.

   —Central, estoy viendo por la ventana algo que parece ser mucha sangre reciente —dijo en el micrófono, más alto de lo que hubiera querido—. Puede que haya una víctima. Necesito refuerzos y una ambulancia.

   Con algo de miedo, desenfundó su Glock semiautomática y la levantó.

   Llamó al timbre una vez más.

   —¡Policía! —gritó de nuevo, esta vez con un tono más feroz e impostado.

   Forcejeó con la puerta y le dio un fuerte empellón con el hombro. Estaba cerrada con solidez.

   Diane corrió hacia la sombreada fachada sur de la casa en busca de otra entrada. Mientras corría, oyó que Nick enviaba otra señal de emergencia por la radio pidiendo refuerzos a todas las unidades. Al doblar por la esquina, resbaló en un charco de barro y se sostuvo con la mano que tenía libre. Vio que el perro que ladraba como un loco estaba en el jardín trasero.

   Al final de una fila de matas se erguía una verja de hierro forjado, con una puerta doble cerrada con un grueso alambre y un candado. Diane trató de abrir aquel trasto oxidado.

   —¡Venga! —susurró, cada vez más frustrada.

   Finalmente, la puerta cedió con un chirrido espantoso de los goznes, como unas garras que rastrillaran una pizarra. Cuando empezó a cruzar el jardín, otros dos agentes anunciaron consecutivamente que iban de camino. Diane dijo:

   —¿Shipps? ¿Cuánto tardáis?

   La voz de Shipps se oyó por el micro.

   —Cinco minutos.

   —Recibido.

   Diane pisó algo que emitió un chirrido agudo. «Mierda», farfulló. Cuando miró el suelo, vio que había pisado un juguete de perro con forma de pato. Conforme iba avanzando y sus ojos se ajustaban a la oscuridad, vio varias pelotas de tenis amarillas, viejas y mordisqueadas, esparcidas por el césped y la maleza. En el extremo del jardín había un gigantesco arenero de plástico verde con la forma de una tortuga. Junto a él, una mesa de juegos de agua para bebés del tamaño ideal para que un niño pequeño se sostuviera en pie, se pusiera a salpicar y utilizara todos los vasos de colorines para hacer rodar el molino de agua. Diane pensó en el triciclo rojo junto al jardín vecino e imaginó las piernas rollizas y revoltosas de un niño. Un triciclo pequeño que vuelca en la acera y luego sale despedido con una patada sin volver la vista atrás, olvidado en pos de una nueva aventura.

   De manera que Nick había acertado: Diane pensó que su prioridad era salvar al niño.

   La luz se filtraba por los postigos de las ventanas traseras. Se agachó, acercándose más a la casa, mientras cruzaba el jardín hasta la puerta. Vio al perro que ladraba. De hecho, eran dos perros; un par de pequeños Boston terrier blanquinegros. Criaturas ansiosas pero dulces, parecían desconcertadas por que les hubieran cerrado el acceso a la casa. Tenían los ojos agrandados y húmedos; ambos jadeaban y se movían con impaciencia, fuera de sí.

   Diane giró el pomo de la puerta.

   —La puerta trasera no está cerrada —dijo en su micrófono.

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