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La belleza del mal(12)
Author: Annie Ward

   Estoy lo bastante serena como para caer en la cuenta de que no es mala idea aprovechar que he terminado antes la sesión para acercarme al Premium Stock de camino a la Asociación Cristiana de Jóvenes, bajar un momento y comprar una de las botellas grandes de vodka Stolichnaya. Prefiero no llevarme a Charlie a la licorería, aunque repartan chupa-chups a los niños en la caja registradora.

   Más tarde, por fin estoy en casa, en mi espacio de felicidad, el cómodo sillón. Charlie está acurrucado a mi lado jugando con el teléfono, haciendo un puzle; los perros duermen a mis pies. House Hunters International acaba de empezar y mi pizza congelada con setas «silvestres» está inesperadamente buena.

   Mi maxibolso, hasta los topes con los refrigerios de Charlie, toallitas húmedas, tiritas y varios recibos arrugados de Walmart, yace medio abierto encima de la mesa de centro. En el teléfono, tengo ocho llamadas perdidas, cuatro mensajes de texto y un mensaje de voz, todos de Camilla. La carta fotocopiada que escribí para Jo también está ahí dentro, plegada y metida en el fondo, a un lado. La saco y empiezo a leerla otra vez.

   —¿Qué estás leyendo, mami? —pregunta Charlie, que levanta la cabeza y me mira con sus ojos melosos color chocolate.

   Dios, qué pestañas. Si el cielo existiera, sería un lugar donde pudiera estar siempre con Charlie.

   —Es una carta que le he escrito a una vieja amiga.

   —¿Vieja como la abuela?

   —No esa clase de vieja, cariño. Vieja como alguien que conocí en el pasado.

   Asiente como si lo que acabo de decir fuera fascinante y vuelve a centrarse en su puzle.

   Leer la carta me deja un vacío en el estómago que acaba con mi seguridad y mi tranquilidad. Skopie tiembla y gruñe mientras sueña, probablemente, con desenterrar y vapulear a todos los topos ciegos con sus diminutos dedos humanos. Este episodio de House Hunters International transcurre en Croacia. Me apoyo en Charlie. El pelo le huele reconfortantemente a «Johnson No Más Lágrimas». Eso me ayuda.

   Me miro la mano. Está temblando. La carta no para de moverse en ella. ¿Tendré el coraje de teclearla y enviársela a Jo por correo electrónico? Tal vez. Entre nosotras, quedan asuntos por resolver.

   Cojo el puñito de Charlie y me lo llevo a los labios para darle un beso rápido.

   —Doy las gracias a Dios por tenerte —digo.

   Él me mira con asombro, pero le gusta que se lo diga. Incluso parece un poco ufano.

   No puedo evitar hacerme una pregunta: ¿tendrá Joanna a alguien que la haga feliz?

   Probablemente.

   Y, la verdad, no sé cómo me sentaría.

 

 

Maddie


   2001

   Stoyan nos dejó a Joanna y a mí en su casa estilo bungaló en las afueras de Skopie. Yo me dormí y ella se fue antes del amanecer directamente a la frontera griega, donde se pasó el día entero rastreando el cargamento que le habían confiscado. Cuando finalmente volvió a casa, yo la estaba esperando con una olla grande de pasta para cenar. Ella abrió una botella de vino, nos sirvió una copa a cada una y dijo:

   —El. Puto. Peor. Día. De. Mi. Vida.

   —¿Lo tienes todo bajo control?

   —Los bebés dormirán con pañales esta noche, así que sí.

   Levanté mi copa para brindar.

   —Eres fantástica.

   Ella echó un vistazo a su salón.

   Mis bolsas de té y mis toallitas sucias seguían en la mesa de centro. Junto a mi ordenador había tres botellines de cerveza vacíos.

   —¿Y tú qué has hecho hoy? —preguntó.

   —No mucho —reconocí.

   —Eso suena bien —dijo, y por un segundo pensé que me estaba tomando el pelo.

   Vacilé y señalé la olla de pasta.

   —¿Tienes hambre?

   Ella le dio un buen trago al vino y sonrió.

   —¡Estoy hambrienta! Vamos a comer.

   Unas noches más tarde, descubrí que Joanna había hecho «buenas migas» con Ian, Peter y los otros cuatro hombres que habían aterrizado en Macedonia para proteger al embajador británico en medio de la creciente violencia que asolaba al país. Joanna los llamaba afectuosamente «los guardaespaldas británicos» y juró y perjuró que, a pesar de las apariencias, eran gigantes ingeniosos, divertidos y amables. Presumí que esta conclusión, a todas luces ilusoria, debía deberse a que ella raras veces pasaba tiempo en compañía de nadie que chapurrease siquiera nuestro idioma.

   El embajador había sido reclamado en Londres, y los guardaespaldas fuera de servicio nos habían invitado a mí y a Joanna a tomar una copa en el sórdido centro de Skopie, en un antro para expatriados que se llamaba Irish Pub.

   Ian vestía como un joven pop extravagante, con el pelo engominado y revuelto a la moda, pero miraba por la ventana con el ceño fruncido. Era el primer hombre que conocía con una cara de pocos amigos tan personal. Revisé mi primera conclusión de que su estilo pop le habría valido una buena paliza en Kansas. Tenías que estar extremadamente seguro de ti mismo, ser increíblemente estúpido o estar hasta las cejas de esteroides para ir así por la vida.

   Me asombró que Joanna pasara por alto el evidente estado depre de Ian y lo envolviera con sus brazos en un abrazo muy juguetón. Las sombras de Ian se esfumaron y le dio a Jo un beso en lo alto de su reluciente pelo castaño.

   Fui a la barra y pedí un chupito de vodka.

   —Oh, deja que te invite a eso —me dijo Ian amablemente por encima del hombro.

   Esa era otra de las cosas que Joanna me dijo adorar de los guardaespaldas británicos: que no te dejaban pagar ni una copa. Tan caballerosos ellos.

   —No hace falta, gracias —respondí, viendo otra vez su imagen besando con sus labios perfectos el cabello de Joanna.

   «¿Y tú qué has hecho hoy? No mucho. Eso suena bien.»

   Después de unas cuantas rondas y varias raciones de la versión europea oriental cargada de mayonesa de las patatas rellenas, Joanna dijo:

   —¡Eh, mirad! Ha venido Eddie.

   —¿Quién es Eddie? —preguntó Ian, mirando de reojo.

   —Es mi conexión albanesa para las fundas de almohada y las compresas. Ahora vuelvo. —Joanna nos lanzó un besito mientras cogía su copa de vino y se escabulló al fondo gritando—: ¡Eddiiiie!

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