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La belleza del mal(13)
Author: Annie Ward

   —Conoce a todo quisque, ¿verdad? —preguntó Ian, que la siguió con los ojos mientras ella abrazaba a un hombre moreno en la otra punta del bar.

   —Se llama red de contactos.

   Ian me miró y me preguntó a bocajarro:

   —¿Crees que son solo amigos?

   —¡No es asunto tuyo! ¡Por el amor de Dios!

   No pareció que mi respuesta le gustara. Bajó la mirada a su teléfono y se puso a escribir un mensaje de texto, lo cual tampoco le impidió dejar de hablar.

   —Está comprando productos del mercado negro y ofrece sobornos a agentes de policía. ¿No te parece peligroso?

   —Se preocupa por los refugiados que no tienen nada.

   —Vale, entonces soy el único que teme por ella. —Me lanzó una mirada sincera y desafiante.

   —Soy su mejor amiga —dije—. Y creo que está bien.

   —Olvídalo —dijo, tratándome con una última mueca de desdén.

   Los otros guardaespaldas se habían dispersado por el pub y charlaban con chicas macedonias, de manera que me quedé a solas con Ian, que desde ese momento no me hizo el menor caso y empezó a escribir mensajes a una velocidad frenética debajo de la mesa. Yo también lo traté con desinterés…, hasta diez minutos más tarde, cuando sus dedos seguían volando y ya no pude contenerme ni un segundo más.

   Me aclaré la garganta:

   —¿Estás dándole instrucciones a alguien sobre cómo desactivar una bomba de relojería?

   —No —respondió inmediatamente, como si le hubiese preguntado algo perfectamente razonable—. Eso fue ayer. —Luego sus labios se abrieron en una sonrisa.

   Volvió a centrarse en su teléfono.

   —Cojones —dijo, negando con la cabeza.

   Finalmente, se guardó el teléfono en el bolsillo. Miró a Joanna, que estaba tomando chupitos con un grupo de hombres vestidos básicamente de cuero. Al cabo de un rato, se volvió y me miró a los ojos durante un rato que se me antojó una eternidad. Le sostuve la mirada.

   Al final rompió el silencio y me dijo con educación:

   —Creo que no sé de dónde eres.

   —De Estados Unidos. Kansas.

   —¿Kansas? —repitió en voz alta.

   Pareció desconcertado, como si acabara de decirle que mi padre también era mi abuelo y que me había criado en una guarida de perros en las praderas.

   —Sí, Kansas.

   —¿No es ese el lugar de los tornados y la bruja malvada?

   —El mago de Oz.

   —¡Exacto! Y la chica guapa. Con los calcetines blancos y las trenzas, ¿verdad?

   —Dorothy.

   —Tú y Joanna siempre lleváis pantalones y botas recias. No digo que sea malo, para nada. Pero quitaríais el hipo con uno de esos vestiditos elegantes de Dorothy.

   Como no tenía claro qué responder, empecé a caminar hacia Jo, que, en el fondo del pub, parecía estar divirtiéndose mucho con el rey albanés de las compresas de contrabando.

   —¡Espera! —me llamó Ian—. ¡Lo siento! Mira, vi El mago de Oz cuando tenía siete años o así, y a esa edad es totalmente comprensible que me enamorara de Dorothy. Y, desde luego, no necesitas un vestido azul o calcetines.

   —Gracias.

   —Puede que solo trenzas.

   Me detuve y me volví, boquiabierta. Estaba riéndose tontamente, con esa sonrisa suya torva. Tenía algo. El hoyuelo. El guiño.

   —Siéntate —dijo, dando una palmadita en la silla que acababa de dejar libre—. Voy a invitarte a una buena copa de ese vino macedonio malísimo que te gusta y me cuentas un poco de tu lugar de origen. El de El mago de Oz. ¿Vale?

   Dos copas de vino más tarde, me incliné hacia delante y reconocí:

   —Si quieres que te sea sincera, me moría de ganas de salir de Meadowlark.

   —¿De verdad?

   —Me moría de ganas. Había viajado un poco con mi abuela y sabía lo que me estaba perdiendo. De hecho, fundé el club de intercambio internacional de nuestro colegio para poder pasar seis meses en España.

   Ian se rio con ganas y pillé a Joanna, que seguía conversando en el fondo del pub, volviendo la cabeza rápidamente para mirarnos.

   —Vivíamos muy lejos al sur de Kansas City, en el quinto pino. Llega un día en que te despiertas y te das cuenta de que estás cansada de ver las mismas caras en el colegio año tras año, la 4-H, empujar a las vacas, las fiestas campestres y el cuarto paso.

   Ian se dio un golpecito en la barbilla.

   —Sé lo que es una fiesta campestre y estoy vagamente familiarizado con la idea del colegio, pero el resto me resulta incomprensible.

   —Cuatro-H es un club agrícola, ganadero, de artesanía y arte popular, con incentivos anuales para sus socios, como la feria 4-H. La feria se anuncia como un carnaval saludable y familiar, pero, en realidad, es una reunión muy modesta con todo tipo de ganado comiendo y cagando en sus establos durante días enteros.

   —¿Qué más se puede pedir?

   —¿Verdad? Y en estas tiendas tóxicas, chicos y chicas vestidos con sombreros Stetson, vaqueros Lee, botas camperas y camisas a cuadros limpiando con la manguera toda la mierda de sus respectivos animales.

   —¡Qué morbo! Entonces, ¿el festival estaba completamente orientado a la mierda?

   —No, completamente no. También se organizaban concursos. El más sobresaliente era el de la mazorca de maíz. El nabo más grande. La novilla del año.

   —Oh, lo siento mucho por la chica que ganara eso.

   —Una novilla es una vaca.

   —Lo sé. Estaba bromeando.

   —Te aseguro que se lo tomaban muy en serio.

   —Te pido disculpas por mis comentarios de antes. No tenía ni idea de que Kansas fuera tan sofisticado. Si hubiera sabido desde el principio que eras tan pija, seguramente no me habría prendado de ti en absoluto.

   —¡Ja! —repuse a la ligera—. ¿No como ahora?

   —Sí —dijo Ian con ternura, extendiendo la mano para cogerme el collar y moverlo detrás de mi cuello. Me estremecí e instintivamente incliné la cabeza hacia su mano—. No como ahora.

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