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Furyborn 2. El laberinto del fuego eterno(9)
Author: Claire Legrand

   «Así no —pensó ella al fin. Sintió un pinchazo de arrepentimiento y una oleada de alivio—. Ahora no.»

   Bajó del todo el brazo dolorido y apretó el puño. Con una ráfaga de viento frío y un gemido grave y cansado, el dragón se extinguió.

   Rielle cayó de rodillas al suelo, al que se agarró con manos temblorosas.

   Vio una imagen acuosa y confusa.

   Era Corien. Cerca de ella. Estaba enfadado.

   Se le acercó con paso airado, tiró de ella bruscamente y se la pegó al cuerpo.

   «¿Esto es lo que quieres de verdad?», murmuró. Cuando Rielle parpadeó, él había desaparecido, pero aún podía notar cómo seguía sujetándola con fuerza. Parpadeó de nuevo. Él regresó y le miró los labios con furia.

   «¿Son ellos lo que quieres?» Corien inclinó la cabeza hacia atrás, hacia las dos figuras borrosas que se acercaban a ella corriendo a través de los Llanos.

   Corien la obligó a mirarlo. Le enrolló los dedos en el pelo y le tiró la cabeza suavemente hacia atrás para que la garganta le quedara al descubierto. Como un fantasma, le recorrió la piel con los labios.

   «Ellos no son nada —le dijo con voz grave y sonora—. Y tú lo eres todo. ¿Qué tengo que hacer para que lo entiendas?»

   Por un momento, Rielle cerró los ojos y se entregó a esas manos oníricas que la agarraban. Estaba atrapada en el lugar tenue y movedizo que había entre los Llanos y la parte del mundo en la que se encontrara Corien.

   A continuación, volvió la cara hacia el otro lado y cerró los ojos.

   «Suéltame», susurró.

   Él lo hizo de inmediato. La visión se desvaneció, y lo único que le quedó de él fue el eco de su roce en los brazos y una oscura voz en la mente que le dijo con desprecio:

   «No siempre seré tan paciente, Rielle.»

   Eso la hizo estremecerse. Abrió los ojos y vio que la multitud se le acercaba. «Harás lo que yo te diga», contestó ella. Entonces intentó no pensar demasiado en el reticente escalofrío que le arañó la piel al no obtener respuesta de Corien.

 

 

4

Eliana

 

 

«Al pasar por Rinthos desde la costa oriental, mi hija desapareció. Había oído cosas sobre gente que se evaporaba. Se ha extendido incluso hasta las zonas salvajes. Creía con toda certeza que eso no nos pasaría a nosotros. ¿No habíamos sufrido ya suficiente? Pero esos secuestradores de chicas no tienen corazón, no tienen piedad. No tienen alma. He oído rumores acerca de lo que les hacen a esas chicas desaparecidas y espero que mi hija esté muerta y fuera de peligro.»

   Recopilación de historias escritas por los refugiados

en la Ventera ocupada,

editado por Hob Cavaserra

   Bien entrada la noche, Eliana aguardó hasta que oyó que Camille llamaba suavemente a la puerta de su habitación. Se apartó discretamente de encima el brazo de Remy, agarró sus dagas del suelo y salió al pasillo.

   Camille la esperaba con el rostro ojeroso y tenso.

   —¿Estás lista?

   —He venido, ¿no? Te sigo.

   Se movieron en silencio hacia la puerta principal. Eliana introdujo a Arabeth en la funda que tenía en la cadera, a Silbador, en la que llevaba en la manga izquierda y a Nox, en la de la bota izquierda. A continuación, se metió a Tuora y a Borrasca en los bolsillos interiores de la chaqueta.

   En la puerta que la llevaría de nuevo a Santuario, Camille la detuvo.

   —No puedo permitirme perder a más gente. Si te metes en problemas esta noche, tendrás que apañártelas tú sola.

   Eliana asintió una vez con la cabeza.

   —¿Y si no regreso?

   La expresión de Camille se suavizó un poco.

   —Le daré tu mensaje a tu hermano. No te preocupes, Terror.

   —Nunca me preocupo si puedo evitarlo —contestó Eliana con soltura.

   A continuación, salió discretamente por la puerta y oyó a Camille cerrarla tras ella.

   Recorrió con sigilo el pasillo alfombrado y llegó a la amplia tercera planta de Santuario. De inmediato, el hedor que había fuera de la vivienda de Camille oprimió a Eliana: la pestilencia caliente de los cuerpos sucios, la cerveza derramada, los platos abandonados de comida estropeada... A las nueve y media, el lugar se llenó de cientos de almas que buscaban distraerse del mundo de arriba. La noche acababa de empezar.

   Dos mujeres peleaban en una de las jaulas de lucha. Una estridente partida de cartas había absorbido a la mitad de los que se encontraban en el segundo piso. Los espectadores gritaban sus apuestas mientras los jugadores tiraban los dados envueltos en nubes de humo. En un rincón oscuro, entre un par de columnas, dos figuras medio desnudas se retorcían contra la pared.

   Eliana se paseó por la tercera planta, que albergaba docenas de apartamentos además del de Camille. En el cuarto piso, una puerta cubierta por cortinas rojas con flecos de cuentas conducía al burdel, de donde salían flotando sonidos de música estridente y de risas descontroladas. Eliana notó que la bilis le subía por la garganta al ver las miradas tímidas de unos niños que llevaban correas alrededor del cuello y al oír gritos agudos y distantes que se encontraban en la línea que separa el placer del dolor.

   Recorrió apresuradamente el quinto piso y luego bajó al segundo y al primero. Ahí, el ruido de la zona de lucha —puñetazos, vítores y gritos soeces— ahogaba cualquier conversación tranquila. Eliana no podía moverse sin rozar a algún desconocido. Las gotas calientes de sudor que provenían de las jaulas y de los espectadores que vociferaban arriba le caían en los hombros.

   «Si Fidelia quiere secuestrar a chicas sin que los vean —pensó Eliana—, este es el lugar perfecto.»

   Fue directa al bar y, con un golpe, dejó tres monedas de cobre sobre la barra viscosa.

   —La mejor cerveza que tengas.

   El camarero frunció los labios.

   —No tenemos cerveza buena.

   Eliana sonrió y se abrió una parte de la chaqueta para mostrarle la hoja brillante de Tuora.

   —Búscala. Rápido.

   El camarero suspiró y puso los ojos en blanco, pero hizo lo que ella le había pedido. Con un desdeñoso golpecito de muñeca, deslizó una sucia jarra de hojalata llena de cerveza por la barra. Ella la cogió, le tiró otra moneda de plata porque se sentía generosa y se alejó.

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