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Furyborn 2. El laberinto del fuego eterno
Author: Claire Legrand

1

Rielle

 

 

«No sé en qué estarías pensando, y Dios sabe que no quiero que me lo expliques. Pero, si necesitas huir o un sitio para esconderte, que sepas que siempre puedes acudir a mí. Ni siquiera Su Santidad conoce todos los lugares secretos de esta ciudad ni cuántos de estos me pertenecen.»

   Mensaje de Odo Laroche a lady Rielle Dardenne

24 de mayo, año 998 de la Segunda Edad

   Cuando Rielle salió del archivo de la Casa de la Noche, al atardecer del día siguiente de que la descubrieran con Audric, le ardían los ojos de haber leído demasiados libros sobre el carácter físico de las sombras y la vida de santa Tameryn. Sloane se lo había anotado todo de una forma tan meticulosa que el tamaño total de las notas de la mujer competía con los libros mismos.

   A Rielle le dolían los hombros; sentía como si le hubieran abierto los nervios y ahora los llevara colgando, deshilachados. Solo podía pensar en el refugio de su habitación y en el pastelito de canela recién hecho que la estaría esperando en su mesita de noche, tal como Evyline le había prometido.

   Pero al menos ahora, con la prueba de las sombras a tan solo dos días, el plan que había elaborado en su mente se había consolidado.

   Flanqueada por Evyline y otros dos de sus guardias, tiró de las puertas del archivo y las cerró tras ella. Se volvió y... se quedó helada.

   Ludivine estaba sentada en el pasillo que había frente a los archivos, en un sofá con patas de hierro y flecos de finas borlas oscuras. El cabello rubio le caía ondeado sobre la espalda. El vestido gris que llevaba brillaba en un campo de elaborados bordados color burdeos, azul marino y bermejo: los colores de la casa Sauvillier.

   Lo único que a Rielle se le ocurrió para saludarla fue:

   —¡Ah!

   Ludivine dibujó una pequeña sonrisa, se puso de pie y le tendió la mano.

   —Ven a pasear conmigo, Rielle.

   —No quiero.

   Ludivine le cogió la mano y se la puso en el brazo.

   —Insisto.

   Rielle miró a Evyline, que tenía las manos sobre la espada.

   La mujer asintió sombríamente con la cabeza. Ella y los otros guardias estarían cerca, por supuesto.

   Rielle inspiró profundamente y caminó junto a Ludivine. Bajaron las escaleras y recorrieron los pasillos oscuros y silenciosos de la Casa de la Noche hasta que emergieron en la capilla central. Docenas de devotos se habían congregado en la sala para rezar: en los bordes de mármol negro de las fuentes, en los cojines del suelo y en los bancos destinados a la oración. Algunos se arrodillaban a los pies de la estatua de santa Tameryn, que se elevaba en el corazón de la estancia. Con las dagas en la mano, levantaba la mirada y, a través del techo abierto, la dirigía al cielo, que cada vez era de un violeta más intenso.

   Cuando ellas entraron, toda la gente que estaba reunida en la capilla levantó la mirada.

   El silencio era ensordecedor. Los susurros, peor.

   Rielle plantó los talones en el suelo, decidida a no ir más lejos.

   —Por favor, Lu, no me hagas esto.

   —¡Venga, vamos! —murmuró Ludivine—. Solo estamos dando un paseo. ¿Qué hay de malo en eso?

   Así que Rielle dejó que su amiga la guiara a través de la habitación. Ambas se arrodillaron a los pies de santa Tameryn, se besaron los dedos y se tocaron la nuca. Ludivine saludaba con un murmullo a todos con los que se cruzaban. Rielle intentaba hacer lo mismo, trataba de sonreír, pero sus palabras sonaban entrecortadas y parecía que le hubieran fijado la sonrisa en la cara con clavos.

   Al salir de la Casa de la Noche, Rielle no pudo contener más su frustración.

   —¿No vas a decirme nada? —susurró mientras Ludivine la llevaba por los patios exteriores del templo. Las flores de la tranquilidad, cuyo polen encendía un polvo blanco semejante a las estrellas, habían empezado a abrirse a lo largo del camino pavimentado—. ¿Desfilaremos por toda la ciudad en un silencio extraño hasta que me desmaye de la tensión? ¿Es este mi castigo?

   —Tranquilízate y actúa con normalidad —dijo Ludivine en voz baja. A continuación, dijo más fuerte—: Buenas noches, lord Talan y lady Esmeé. ¿Verdad que las flores de la tranquilidad están preciosas en esta época del año?

   Los cortesanos en cuestión inclinaron la cabeza. Sus ojos iban rápidamente de Rielle a Ludivine y de Ludivine a Rielle mientras las saludaban brevemente con un murmullo y se deslizaban entre el follaje. Unos pasos más allá, Rielle oyó que empezaban a susurrar con furia.

   El calor le subió por la nuca.

   —Solo un poco más —dijo Ludivine con suavidad.

   Pero, hasta que no cruzaron los patios exteriores de cada uno de los siete templos, Ludivine no se alejó de los caminos que conducían a ellos. Finalmente, entraron en una estrecha calle lateral.

   Una vez bajo las sombras de los edificios de viviendas que se amontonaban sobre sus cabezas, Rielle se sintió débil y aliviada.

   —¿Acaso eso no ha sido un castigo? —Temblorosa, se secó el rostro con la manga.

   —No —dijo Ludivine tranquilamente mientras conducía a Rielle por ese camino pulcramente empedrado. La suave luz que desprendían las antorchas situadas en los soportes de las paredes las alumbraba. Siglos atrás, la primera gran maestre de la Pira había diseñado las antorchas que iluminaban el barrio de los templos cuando caía la noche—. Si dejaras de estar tan histérica, verías que estoy intentando ayudarte. Ponte la capucha, por favor.

   —¿Que me estás ayudando?

   —Acabamos de cruzarnos con centenares de personas —dijo Ludivine, y ambas se cubrieron el pelo—. Lo más importante es que ellos han presenciado la escena. Han visto a dos amigas que se quieren, cogidas del brazo, paseando sin prisas por los jardines. Tal como podríamos haber hecho cualquier otra noche. Aunque el hecho de que nos vean juntas solo sofoque una fracción de los cotilleos que ahora corren por toda la ciudad, nos será de ayuda a ti, a Audric y a mí.

   Ludivine hizo que bajaran por unas escaleras estrechas que conducían a un barrio inferior. Con las capuchas puestas y la cabeza gacha, evitaban establecer contacto visual con los transeúntes. Evyline y sus guardias las seguían de cerca.

   —No sé si mi padre se recuperará jamás de lo que vio —musitó Ludivine—, pero al menos yo puedo mostraros mi apoyo en público siempre que me sea posible.

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