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Furyborn 2. El laberinto del fuego eterno(13)
Author: Claire Legrand

   Lord Dervin alzó las manos.

   —Mi rey, ¿podemos confiar en alguien que habla así para que esté al lado de nuestros hijos y, aún peor, para que se pavonee de forma temeraria ante miles de personas?

   —Conseguisteis asustarme —prosiguió el arconte, haciendo caso omiso del arranque del hombre e inclinándose sobre la mesa. Una nueva luz le destellaba en los ojos—. Sabía que no me mataríais. Aún no. Pero me preguntaba cuán lejos llegaríais.

   «Aún no.» Un estremecimiento le descendió por el cuerpo a Rielle. No podía apartar la vista de los ojos entornados y brillantes del arconte, que parecían ver todo lo que había dentro de ella: el poder que incluso ahora le brincaba en la sangre, la presencia del pensativo Corien en su mente, y la verdad.

   La verdad era la siguiente: tenía una oscura semilla germinando en su interior y, si pudiera volver atrás y revivir la prueba, ese nudo fuerte y negro bastaría para hacerla cambiar de parecer. No detendría las garras del dragón, sino que lo dejaría alimentarse.

   La sonrisa del arconte creció. Parecía que pudiera ver los pensamientos de Rielle claramente en su rostro.

   Alguien llamó con fuerza a la puerta del gran salón e interrumpió aquel silencio agitado. Cuando entró un paje, Rielle se relajó ligeramente y se alegró de aquella distracción. Audric estaba de pie cerca de ella, con los brazos tensos a los costados. Quería volverse hacia él y esconder el rostro en la calidez de su pecho. No esconderse ahí para siempre, solo un rato. ¿Estaba muy mal desear eso?

   —¿Padre? —La voz de Audric tenía un tono preocupado—. ¿Qué sucede?

   Rielle levantó la mirada hacia el rey. Este sujetaba un trocito de papel enrollado —un mensaje de la pajarera real—, y en su semblante había una rigurosa ausencia de expresión. Se había retirado un poco, ya que no quería leer esa nota frente a la audiencia.

   —Tres ataques —dijo de manera inexpresiva— a lo largo de la frontera. En el castillo de Avitania, en el castillo de las Tres Torres y en el castillo Barberac. —Se detuvo, y su boca se convirtió en una línea apretada—. Setenta y tres soldados celdarianos asesinados. Sobrevivieron seis, dos de cada puesto militar, que huyeron al sur, a los pueblos más cercanos.

   —¡Dios mío! —La reina Genoveve se llevó la mano a la garganta—. ¿Sus informes incluyen qué los atacó? ¿O quién?

   —Sucedió durante la noche —leyó el rey—. Sin hacer ruido y sin previo aviso.

   Un silencio sobrecogedor se extendió por la habitación.

   El rey Bastien dejó de leer. Audric le arrancó la nota de las manos.

   —Audric... —le espetó su padre.

   —«Cuando me volvía en la oscuridad —continuó leyendo Audric—, otro caía. Blancos como el hueso estaban sus rostros, e inmóviles, como si se hubieran quedado a medio gritar.»

   El rey, airado, dio la vuelta a la mesa, le arrancó la nota a Audric de las manos y la arrugó en el puño.

   —Esos puestos militares del norte son fríos y amargos. Un rostro pálido no es extraño.

   Audric lo miró muy serio.

   —Que hayan sobrevivido dos personas por puesto no puede ser pura coincidencia.

   —Ah, ¿no? No empieces a desvariar y a hablarme de tus absurdas teorías, Audric.

   —Ya hace bastante tiempo que las señales son claras. —Audric ignoró a su padre y se dirigió a toda la gente de la mesa—. Cuanto más tiempo esperemos para hacerles frente, peores serán las consecuencias.

   —¡Señales! —Bastien rio con dureza—. Tormentas y revoluciones en tierras lejanas, soldados asesinados en fronteras que separan naciones hostiles. Sí, claro. —Su voz adquirió un tono sarcástico y desconocido—. Jamás había oído que pasaran cosas así. De veras, estamos al borde de algún tipo de destrucción mágica.

   —¿Y qué hay de lady Rielle? Es imposible ver cómo ejecuta las pruebas y no reconocer que se trata de algo, como mínimo, extraordinario.

   —No anda equivocado —dijo Tal en voz baja—. He trabajado con Rielle durante años, y la profecía...

   —Maestre Belounnon —espetó el rey Bastien—, hasta que no os haya preguntado vuestra opinión, trataréis de manteneros en silencio en mi presencia.

   Tal miró al rey a los ojos solo con un pequeño fulgor desafiante en la mirada, pero eso bastó para que el corazón de Rielle creciera de amor por él.

   —Sí, mi rey —contestó el maestre.

   —La profecía no puede ser interpretada de manera fiable —continuó diciendo el rey Bastien, mirando a cada una de las personas que había a su alrededor—. ¿Cuántas traducciones oficiales existen de las palabras de Aryava? ¿Veinte? ¿Veinticinco?

   —Treinta y cuatro —respondió el arconte al instante—, aunque, a veces, son casi idénticas.

   —Incluso una sola palabra puede marcar la diferencia entre profecías. —El rey le lanzó una torva mirada a Audric—. Y eso la convierte en una historia entretenida que ningún hombre instruido se tomaría en serio.

   El maestre Duval frunció el ceño.

   —Su Majestad, es bastante atrevido decir eso enfrente de todo el consejo y del arconte en persona.

   —Os recuerdo que todos y cada uno de ellos responden ante mí. —Bastien se alejó ofendido y, de pie ante las ventanas, observó cómo se ponía el sol. Cuando al fin volvió a la mesa, parecía agotado pero decidido—. Lamento mi arrebato, Su Santidad. No creo que la profecía sea una mera leyenda ni que vuestra inteligencia y la de vuestros maestres no sea, como mínimo, excepcional.

   El arconte inclinó la cabeza.

   —Sois muy amable, mi rey.

   —No hablaré más esta noche. ¿Armand?

   El padre de Rielle se levantó de la silla y se unió a su rey. Cuando estaban en la puerta, miró un momento hacia atrás, hacia ella, y la muchacha vio en sus ojos grises un destello de preocupación.

   Esa mirada la aterrorizó.

   Desde que las pruebas habían empezado y la vida de Rielle corría peligro cada semana, su padre había mantenido las distancias más de lo normal. Solo lo veía durante las mañanas que pasaban en la pista de obstáculos y a veces en los pasillos de Baingarde. Ella, rodeada de guardias, lo saludaba educadamente, y él le devolvía el gesto asintiendo ligeramente con la cabeza.

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