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Furyborn 2. El laberinto del fuego eterno(8)
Author: Claire Legrand

   Él le rozó la boca con los labios de una forma lenta y casta. Con las manos le recorrió la columna vertebral y la hizo despegarse del frío suelo.

   «Ahora —dijo Corien con voz tensa y ronca—. Levántate. Haz que él se arrepienta.»

   Él. El arconte.

   «Has hecho trampas —pensó ella con una sonrisa—. Creía que querías que te sorprendiera.»

   «No puedo resistirme a ti —contestó él—. Ni a ti ni a tu mente extraordinaria.»

   Rielle abrió los ojos de golpe. Inspiró lo más hondo que pudo. Entonces, con las manos sobre el suelo embarrado y los ojos muy abiertos, observó las columnas de luz solar que pasaban a través de la cúpula que tenía encima.

   —Con el alba me levanto —rezó. A continuación, clavó los dedos en la tierra—. Con el día resplandezco.

   En un segundo brillante, todos los rayos de sol cayeron del cielo y corrieron como relámpagos a través del suelo hasta llegar a sus dedos.

   Ella recogió la luz entre las manos, hambrienta por sentir cómo quemaba, feliz por notar cómo le chisporroteaba en la piel. Rielle veía y no veía; tenía los ojos vidriosos a causa del deseo, de la necesidad que le resonaba en el pecho. Parpadeó. El mundo estaba cubierto de innumerables olas de oro brillante que lo doraban todo.

   Se quedó sin aliento. «El empirio.»

   Parpadeó de nuevo. El mundo se oscureció.

   Juntó las manos y, a continuación, las golpeó contra la tierra.

   Un rayo cegador salió disparado desde el lugar en el que estaba arrodillada sobre el barro y destrozó los monstruos de los lanzasombras. Incluso ellos mismos cayeron de sus plataformas. La cúpula se desvaneció. Las sombras negras y crepitantes, hechas pedazos, se precipitaron en cascada al suelo.

   Cuando la oscuridad se despejó, Rielle estaba sola, de pie, con la piel ensangrentada y el bonito vestido hecho jirones, pero tenía la espalda recta y la cabeza bien alta.

   Y brillaba.

   Una ola de conmoción avanzó rápidamente entre la multitud. Bajo sus pies, el suelo vibraba por el gran impacto de los gritos y por los golpes que la gente daba con los pies y los puños.

   «¡Rielle! —gritaban—. ¡Rielle! ¡Rielle!»

   Entonces, sonó otro rugido, uno que empequeñeció el primero: «¡Reina Solar! ¡Reina Solar!».

   Los sastres de Ludivine habían pasado horas cosiendo espejitos en el vestido de Rielle, en las capas de su falda, en las cintas atadas a su pelo y en el encaje que se había quedado lacio sobre su piel mojada de sudor.

   Ahora Rielle no solo había invocado la luz del sol para destruir a sus enemigos y hacer añicos la oscuridad, sino que la había llevado a su cuerpo y la había atrapado en aquellos espejos relucientes. Centenares de rayos solares en movimiento le cubrían los brazos, las piernas y el pelo y le centelleaban entre los pechos y a lo largo del dobladillo rasgado del vestido.

   Era una vestimenta inspirada en la armadura del mismísimo Alumbrador.

   Y ella era la Reina Solar: radiante e imparable.

   Giró en círculo, haciendo volar su falda rasgada, y atrajo todos los fragmentos muertos de las bestias. Su poder reptó por el suelo como ávidas lenguas. Rielle volteó las manos en el aire y moldeó una figura con las sombras, al igual que un escultor lo hace con el barro. Entonces giró bruscamente sobre sus talones y arrojó su creación directamente hacia el arconte.

   Se trataba de un dragón que era la mitad de alto que la torre del arconte del Templo Mayor. Sus alas de punta afilada tenían una envergadura de unos treinta metros. Dentro de su mandíbula se retorcía un nido de serpientes negras. Su piel no brillaba con escamas, sino con las formas quejumbrosas de todas las bestias derrotadas que los lanzasombras le habían arrojado a Rielle.

   Ellas servían al dragón. Y ahora el dragón la servía a ella.

   La multitud estalló en gritos de terror y de emoción. Los lanzasombras, tambaleándose, se pusieron de pie y buscaron a tientas sus forjaduras mientras gritaban pidiendo ayuda.

   El arconte se levantó y se acercó al borde de su palco, indefenso y con las manos vacías.

   Rielle volvió a mover rápidamente las manos en el aire.

   El dragón se detuvo y chascó los dientes frente a la cara del arconte. Al batir sus pesadas alas, producía un estruendo fuerte y grave, como el de unos tambores lejanos.

   Rielle ladeó el cuello. Sacudió los dedos.

   El dragón abrió muchísimo la mandíbula. Siete serpientes encapuchadas, que se movían con cada ráfaga de viento, le emergieron de la boca y saborearon con sus lenguas la piel de papel del arconte.

   «Podría matarlo —pensó Rielle—. Ahora mismo. Podría hacerlo.»

   «Podrías —coincidió Corien—. Pero ¿lo harás?»

   El suelo se movía. El peso del dragón le tiraba de las yemas de los dedos. La tierra que tenía bajo los pies, el aire a su alrededor y la luz que le brillaba sobre la piel aguardaban en tensión.

   ¿Qué les pediría?

   Ordenara lo que ordenase, la obedecerían.

   Él la obedecería.

   «El empirio. —Rielle se estremeció. Unas olas hormigueantes de placer se le desparramaron por la parte delantera del cuerpo e hicieron que se le erizara todo el vello—. Me está esperando.»

   «Agárralo. —La voz de Corien, urgente y cálida, le sonó en el oído—. Apodérate de él. Nadie más puede hacerlo, excepto tú. ¿Sabes lo que eres capaz de conseguir, Rielle? Las respuestas que podrías encontrar, los mundos que podrías construir...»

   Entonces vio un destello dorado, seguido por uno de color verde: el pelo de Ludivine y la capa de Audric. Ambos bajaban apresuradamente las escaleras del palco real. De hecho, a Rielle le pareció oír que la llamaban, aunque estuvieran al otro lado de los Llanos y de que la multitud hiciera tanto ruido.

   Parpadeó, dio un paso atrás y bajó el brazo. El dragón, que esperaba en el aire, se movió.

   «No los escuches —siseó Corien—. En poco tiempo dejarán de ser tus amigos. ¿No lo ves? No lo entienden y nunca lo harán. Mátalo. Oblígalos a entenderlo.»

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