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Furyborn 2. El laberinto del fuego eterno(4)
Author: Claire Legrand

   Al llamar con suavidad a la puerta, intentó poner en orden sus pensamientos. ¿Qué podía decir? Después de todo lo que había hecho, ¿acaso merecía poder quejarse de sus pesadillas?

   «Debería irme», pensó Eliana, temblando aún por culpa de aquel terrible sueño que persistía.

   La puerta se abrió, y apareció Navi con cara de sueño y con los ojos muy abiertos y preocupados.

   —No sé por qué he venido —empezó a decir Eliana—. No tengo derecho a pedirte nada.

   Navi chascó la lengua.

   —Ahora somos amigas, ¿no? Tienes muy mal aspecto.

   Navi condujo a Eliana hasta el interior de la habitación iluminada por las velas. Se sentó en su cama y observó a su amiga pasear frenéticamente de un lado a otro.

   —Has tenido una pesadilla —adivinó Navi.

   Eliana asintió con la cabeza. Las lágrimas le contraían la garganta.

   —Los prisioneros del puesto de avanzada... Oía cómo me llamaban. Yo buscaba y buscaba, pero no podía encontrarlos. Entonces encontraba a... mi madre. Estaba muerta. —Se detuvo—. Todos estaban muertos.

   —¿No habías sufrido antes pesadillas sobre tus víctimas?

   La simplicidad de la pregunta cortó a Eliana como uno de sus propios cuchillos.

   —No. Nunca permití que eso me perturbara. No podía hacer otra cosa; si no, no habría sido capaz de terminar ni un solo trabajo. ¿Qué habría sido de nosotros?

   —Ahora mismo, no parece que ningún miembro de tu familia esté a salvo —remarcó Navi—. A pesar de todo lo que has hecho por ellos.

   Eliana rio.

   —Tienes razón. Después de todo lo que he trabajado, mi madre sigue desaparecida, mi padre, muerto, y Remy y yo estamos a merced de la gente a la que yo solía cazar. Y Harkan...

   «No podemos saberlo con certeza. Todavía podría estar vivo.»

   Se pasó una mano por el pelo.

   —¿De qué ha servido, entonces?

   El día de la ejecución de Quill, Harkan le había preguntado algo similar: «Que Dios nos ayude. El, ¿qué estamos haciendo?». A Eliana le parecía que habían pasado muchos años entre aquel día y el presente. Sentía que cada uno de ellos se le clavaba ardiendo en los hombros como si fueran dedos atenazándola.

   Navi se quedó callada durante un largo rato.

   —Quizá lo que ha pasado te haya enseñado, como mínimo, que hay más razones para vivir, e incluso para luchar, que el simple hecho de mantenerse con vida. Tal vez haya servido para eso. —Levantó la palma de la mano y la presionó con suavidad sobre el pecho de Eliana—. Para que empieces a despertar y recuerdes tu humanidad.

   Eliana apartó a Navi de un empujón y rio con dureza.

   —Eso es suponer demasiado de mí.

   —Eres muy cruel contigo misma.

   —¿Tú no lo serías?

   Navi inclinó la cabeza.

   —Tal vez.

   —Soy cruel hasta la médula. Es de lo único de lo que soy capaz.

   —No me lo creo, y seguro que tú tampoco.

   —¡Debo creerlo! Si no...

   Eliana calló. Un terrible silbido de pánico empezó a hervirle bajo la piel. Sus respiraciones se volvieron rápidas y superficiales.

   —Eliana. —Navi le cogió las manos—. Siéntate, por favor. Respira.

   Pero la muchacha se alejó.

   —Te parecerá una tontería, pero... siempre he imaginado que, en lugar de corazón, hay un monstruo en mi interior. Por eso me resultaba tan fácil matar, cazar. —Apoyó la espalda en la pared más lejana. Se secó los ojos con rabia y miró al techo—. Ese monstruo es la razón por la que me gustaba ser el Terror. Eso es lo que me decía a mí misma. Había empezado a creérmelo.

   —Los monstruos no lloran por los muertos —apuntó Navi— y no se arrepienten de nada.

   Pero eso no era un consuelo. Eliana negó con la cabeza. La habitación era una mancha borrosa hecha de sombras y de luz de vela temblorosa.

   —Si no soy un monstruo —susurró—, entonces ¿qué excusa tengo por haber hecho todas esas cosas?

   —Mírame, Eliana.

   Ella obedeció. Se dio cuenta de que se había dejado caer hasta la alfombra y que Navi estaba agachada ante ella, sujetándole las manos.

   —Todos somos criaturas oscuras —dijo Navi—, pero, si permanecemos en las sombras, estamos perdidos. En cambio, debemos buscar la luz cuando podamos, y eso es justo lo que estás haciendo. Veo que está ocurriendo.

   —Eres demasiado crédula —murmuró Eliana.

   —Y tú no lo suficiente.

   —Creer no te mantiene con vida.

   —Pero, con el tiempo, puede hacerte ganar guerras.

   A Eliana se le escapaba la respiración. Parecía que un fuerte calor fuera a estallarle en el pecho.

   —No estoy de acuerdo.

   —No tienes por qué estarlo.

   —Pero es lo que quiero. Antes era como tú. Como Harkan. —Harkan... «¡Dios mío!» Se rio de sí misma y se secó los ojos—. Mis putas manos no dejan de temblar. No puedo estar así o me matarán y, entonces, nunca encontraré a mi madre...

   Las palabras le fallaron. Apenas podía respirar a través del miedo que se retorcía salvajemente dentro del cuerpo. Se abrazó las piernas con los brazos y apoyó la cabeza sobre las rodillas.

   Entonces sintió calor y una mano que le dibujaba lentos círculos en los omóplatos. Era lo mismo que hacía Harkan cuando a ella le costaba dormir. Lo mismo que hacía su madre cuando Eliana era incapaz de comer porque echaba de menos a su padre. Noche tras noche, se sentaban juntas en su silenciosa casa, bajo la luz de las velas que se extinguían, y esperaban que sus pasos sonaran en el pasillo.

   —Navi —susurró Eliana con los puños apretados—. No sé cómo hacerlo.

   —¿Hacer qué?

   «Buscar la luz.

   »Luchar en una guerra perdida.

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