—¿Los besos? —Ludivine, sonriendo, llamó a la puerta—. Es comprensible. Para eso están los amigos: para pensar por ti cuando no tienes la mente clara.
La puerta se abrió y descubrió a un hombre mayor de semblante rubicundo, de estatura y peso medianos, de pelo desgreñado y castaño, con una barba escasa y unos ojos azules y penetrantes. Levantó una vela y entornó los ojos.
—Ah, lady Sauvillier. Muy bien. Y... —Miró a Rielle y levantó mucho las cejas—. Y la estimada candidata en persona. ¡Qué gran noche para mí! Me llamo Garver Randell. Garver, si gustáis. Seguidme.
Rielle miró a Ludivine, que escondió su sonrisa tras la mano. «Muy sensato, sin duda.»
Les hizo cruzar un pequeño recibidor y las llevó adentro, a una tranquila habitación llena de estantes con frascos, jarras y cajas etiquetadas. A través de una puerta situada en la pared más alejada, Rielle vio una escalera tenuemente iluminada y otra sala más pequeña. Las recibieron los sonidos de alguien barriendo y el alegre tarareo de un niño.
—Mi hijo está por aquí. Él os lo traerá. —Garver se sentó junto al fuego que crepitaba—. Si hoy tengo que buscar una vez más entre estos estantes, los ojos se me saldrán de las órbitas.
—¡Aquí estoy, padre! —Un niño con una escoba en una mano entró apresuradamente en la habitación principal por la puerta iluminada—. ¿Qué necesitáis?
—Un paquete de polvos anticonceptivos para lady Rielle. —La miró de nuevo a ella—. Lo que os daré os servirá para un mes. Luego, tendréis que volver por más.
Rielle vio que el niño ponía unos ojos como platos al oír mencionar su nombre.
—Garver, espero poder contar con que tanto tú como tu hijo seréis discretos en estos asuntos —dijo ella.
—Lady Rielle, ¿creéis que seguiría en el negocio si tuviera por costumbre pasear por toda Âme de la Terre difundiendo qué medicamentos toma la gente? —contestó Garver con suavidad.
—No —dijo Rielle con un poco de dificultad—, supongo que no.
El hijo de Garver ya había encontrado el paquete en cuestión, lo había puesto dentro de una cajita lisa y se lo había acercado a Rielle.
—Aquí tenéis, mi lady. —Con las mejillas de un rojo brillante, le tendió la caja—. Serán cinco monedas...
—Esta vez os dispensaré del coste —dijo Garver en voz alta desde el fuego—. Superasteis con soltura la prueba del metal, lady Rielle. Es lo menos que puedo hacer.
—Fuimos a veros —soltó el niño, que parecía a punto de explotar. Le brillaban los ojos—. Al final, con todas aquellas espadas... Vociferábamos por vos, mi lady. ¿Oísteis cómo gritábamos vuestro nombre?
—Os oí a todos. —Rielle, con una sonrisa, le cogió la caja al niño—. Gracias por animarme. Es muy importante para mí y me ayuda a no tener tanto miedo. Y, lo siento, pero aún no sé tu nombre.
—Simon —dijo el niño, radiante. Casi bailaba de puntillas y temblaba de emoción—. Me llamo Simon.
2
Eliana
«Hola desde casa, amor mío. Esta tarde hemos celebrado el duodécimo cumpleaños de Eliana. Mientras escribo esto, los niños están en el suelo junto al fuego, con las barrigas llenas de pastel. Ella lee en voz alta el cuaderno de Remy mientras él le hace un retrato. Sus historias son bastante buenas para solo tener cinco años. Te adjunto tres aquí para que puedas leerlas. Aunque te echamos muchísimo de menos, todos estamos bastante bien. Muchos días, Eliana se queda conmigo y me ayuda a coser. Es hábil con las manos, quizá sea incluso mejor que yo.»
Carta de Rozen Ferracora a su marido, Ioseph,
17 de mayo, año 1012 de la Tercera Edad
Eliana se despertó jadeando, con el pelo pegado al cuello y a los hombros.
«No sé para qué me he bañado.»
—¿El? —Tumbado a su lado en el catre que compartían, Remy se despertó de inmediato—. ¿Qué ocurre?
—Nada —balbuceó ella, y se tapó la cara con una mano temblorosa—. He tenido una pesadilla.
Era cierto. Desde el ataque de la Corona Roja al puesto de avanzada del Imperio, el mismo sueño la había atormentado. Empezaba con los gritos de los prisioneros atrapados. Ella los buscaba entre las ruinas humeantes, empujaba montones de escombros y escarbaba en pilas de ceniza que crecían cada vez que las tocaba, hasta que acababa nadando y ahogándose en ella, mientras los prisioneros gritaban cada vez más fuerte.
Entonces sus alaridos cambiaron.
Y empezaron a llamarla por su nombre.
Era entonces cuando por fin encontraba a alguien. Una mano, fría y rígida por la muerte, sobresalía de la ceniza.
Ella tiraba y tiraba de la mano, aunque ya supiera lo que encontraría al otro lado. No podía parar. No se merecía ahorrárselo. Sacaba a la persona del mar de ceniza... y el sueño terminaba en el momento en que clavaba los ojos en el rostro muerto de su madre.
—¿Qué puedo hacer? —Remy se le acercó—. ¿Quieres que te cuente una historia?
—Creo que necesito caminar un poco.
La habitación que Camille les había asignado era lujosa, pero, ahí dentro, el aire estaba demasiado estancado, demasiado cargado. Eliana se sentía como si la hubieran envuelto con una pesada manta que cada vez se le enrollaba con más fuerza, la apretaba más y le inmovilizaba las extremidades.
—Lo siento —susurró.
Le dio a Remy un beso rápido en la frente y, trastabillando, salió de la cama y se dirigió a la puerta.
—Te quiero —le dijo la insegura vocecita de su hermano.
—Y yo a ti —dijo Eliana, y salió al pasillo.
La vivienda de Camille era enorme, un laberinto de habitaciones, salones y salas de baño flanqueados por obras de arte astavarianas que había obtenido de los mercados clandestinos. Si Eliana hubiera tenido que ir lejos, seguramente se habría acabado dando por vencida y se habría sumergido en un mar de sueños angustiosos hasta que alguien la hubiera encontrado ahí a la mañana siguiente.
Por eso se alegraba de que la habitación de Navi estuviera tan cerca.