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Furyborn . El origen de las dos reinas
Author: Claire Legrand

 

   1. El origen de las dos reinas


   Claire Legrand

 

 

A Brittany, la primera en conocer Celdaria

 

 

FINAL Y PRINCIPIO

 

 

«Algunos dicen que, en sus últimos momentos, la reina estaba asustada, pero yo prefiero pensar que estaba enfadada.»

   Las palabras del profeta

   La reina dejó de gritar justo después de la medianoche.

   Simon se había escondido en su armario, con los dedos metidos en las orejas para aislarse del ruido. Durante horas, había estado agachado con las rodillas contra el pecho y la cabeza inclinada hacia delante.

   Durante horas, los aposentos reales habían temblado a la par de los gritos de la reina.

   Ahora, se había hecho el silencio. Simon aguantó la respiración y contó los segundos, como si calculara cuánto tiempo pasaba entre un relámpago y el redoble del trueno: ¿la tormenta se desvanecía o se acercaba aún más?

   «Uno. Dos. Tres...»

   Llegó hasta veinte y se atrevió a bajar las manos.

   Un bebé rompió a llorar en medio del silencio. Simon sonrió y se puso en pie mientras una oleada de alivio le recorría el cuerpo. La reina había dado a luz. ¡Por fin! Ahora, él y su padre podrían huir de esa ciudad sin mirar atrás.

   Simon se abrió paso entre los vestidos de la reina e irrumpió a trompicones en su habitación.

   —¿Padre? —preguntó con voz entrecortada.

   Garver Randell, el padre de Simon, se volvió para mirarlo. Tenía los ojos cansados, pero le dedicó una amplia sonrisa. Tras él yacía la reina Rielle, con el pelo salvaje y oscuro pegado a la pálida piel. Las sábanas y el camisón blanco que llevaba estaban manchados de rojo. Sostenía en brazos un bulto que lloriqueaba.

   Simon, maravillado, se acercó lentamente a la cama, aunque el solo hecho de ver a la reina hizo que una furia ardiente se le abriese en el pecho. La nueva princesa de su reino era una cosita con la cara roja y arrugada, la piel ligeramente más oscura que la de su madre, los ojos grandes y marrones y una mata de pelo húmedo y negro.

   Simon se quedó sin aliento.

   El bebé se parecía mucho a su padre fallecido.

   Rielle miró fijamente a la niña y, a continuación, levantó la vista hacia el padre de Simon. Estaba perpleja.

   —Creía que la mataría —dijo la reina. Rio y se secó la cara con dedos temblorosos—. Soñé que lo haría. Sin embargo, aquí está.

   Con torpeza, trató de recolocarse a su hija en brazos. No parecía que se le diera demasiado bien sujetar a bebés.

   Era extraño ver a la reina así, tan pequeña en su nido de almohadas. Aunque tuviera veinte años, aparentaba ser poco más que una niña. Esa era la reina que se había aliado con los ángeles y los había ayudado a matar a miles de humanos.

   La reina que había asesinado a su marido.

   —Audric la habría querido mucho —susurró Rielle con el rostro descompuesto.

   Simon apretó sus pequeños puños a ambos lados del cuerpo. ¿Cómo osaba hablar del rey si era ella quien lo había matado?

   Él sabía solo algunas cosas sobre la noche en la que la capital cayó. Audric había luchado contra Rielle en la amplia veranda que había en el cuarto piso del castillo. La espada del rey había resplandecido con la luz del sol. Su armadura de diamantes, salpicada de espejos, había brillado más que las estrellas.

   Pero ni siquiera el rey Audric el Alumbrador, el ruedasoles más poderoso de los últimos siglos, había sido lo suficientemente fuerte como para derrotar a la reina Rielle.

   Esta había tallado una espada de aire, un arma cegadora forjada del mismísimo empirio. Rielle y Audric habían luchado espada contra espada, pero la batalla había sido corta.

   Cuando Rielle había clavado su mano encendida en el pecho de Audric y le había arrancado el corazón, en sus ojos solo se había visto sed de sangre mientras observaba cómo su marido caía hecho cenizas a sus pies.

   Simon no era un niño violento, y aun así pensó que acabaría pegando a la reina si la miraba durante un segundo más.

   Así que, en cambio, pronunció la plegaria de la Reina Solar en honor a Audric —«Que la luz de la Reina lo guíe a casa»— y se volvió hacia su padre.

   Fue entonces cuando Garver Randell se puso rígido y susurró:

   —Lo sabe.

   Cayó de rodillas, jadeando.

   Simon corrió hacia él.

   —¿Padre? ¿Qué pasa? ¿Qué os ocurre?

   Garver empezó a tener espasmos y se agarró la cabeza.

   —Lo sabe. Que Dios nos ayude. ¡Lo sabe! —gimió. Cuando levantó la mirada, lo hizo con los ojos grises y nublados.

   A Simon se le cayó el alma a los pies. Conocía aquellos ojos y sabía lo que significaban.

   Un ángel había conseguido entrar al fin en la mente de su padre.

   Por la cara aterrorizada del hombre, Simon supo que tenía que tratarse de Corien.

   —¡Escuchadme, padre! ¡Estoy aquí! —Simon lo agarró del brazo—. Vamos. ¡Ahora podemos irnos! ¡Daos prisa, por favor!

   Simon oyó que, tras él, la reina cantaba bajito para sí misma:

   —Así es como sujetas a tu hija. Así es como asesinas a tu marido.

   Su risa estaba inundada de lágrimas.

   —Sabe lo que soy —dijo Garver con voz ronca.

   El terror creciente de Simon hizo que el cuerpo se le volviera de piedra.

   Corien sabía que su padre era un marcado y que el niño también. Alguien que no era ni ángel ni humano, pero que albergaba la sangre de ambos.

   De repente, Simon presintió que las marcas de su espalda que escondía bajo la túnica eran señales luminosas que alertarían a todos los que se encontraban en la ciudad conquistada de cuál era su escondite.

   Durante años, él y su padre habían vivido en secreto en la capital de Celdaria, ocultando sus espaldas marcadas y su magia prohibida. Habían sido unos sanadores honestos y trabajadores. A ellos acudían los plebeyos, los maestres de los templos e incluso algunos miembros de la familia real.

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