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Furyborn . El origen de las dos reinas(7)
Author: Claire Legrand

   Rielle cerró la Breve Historia de golpe y se levantó de la butaca de la ventana.

   —¡Maldito seas, Tal!

   —En el templo no, por favor —la amonestó él por encima del borde de su taza.

   —No soy una niña. ¿En serio crees que todavía no sé lo que hago? —Puso voz burlona—: «Rielle, recemos juntos para que te calmes». «Rielle, cantémosle a santa Katell la Gloriosa para distraerte.» «No, Rielle, no puedes ir al baile de máscaras porque quizá te distraigas y te lo pases bien, Dios nos libre.» Si hubiera sido por mi padre, me habría quedado encerrada el resto de mi vida con la nariz metida en un libro o rezando arrodillada, fustigándome cada vez que tuviera el más mínimo pensamiento airado. ¿Es ese el tipo de vida que tú también querrías para mí?

   Tal la miró impasible.

   —Si eso significara que estaríais a salvo tanto tú como los demás, por supuesto que sí.

   —Encerrada bajo llave, como una criminal.

   La invadió un familiar sentimiento de frustración, pero lo alejó con fuerza. De todos los días posibles, no sería aquel cuando perdería el control.

   —No sé si sabes —dijo ella fingiendo una voz alegre— que cuando hay tormenta mi padre me baja a las dependencias de los sirvientes y me da hierbacalma. Me seda, me encierra con llave y me deja ahí.

   Después de una pausa, Tal respondió:

   —Lo sé.

   —Antes solía resistirme, pero él me sujetaba y me abofeteaba, me tapaba la nariz hasta que me quedaba sin aire y tenía que abrir la boca. Entonces me metía el frasco entre los labios y me obligaba a beber. Yo escupía el líquido, pero él seguía forzándome para que me lo tragara y me susurraba todo lo que yo había hecho mal. Justo cuando empezaba a gritarle lo mucho que lo odiaba, me quedaba dormida. Cuando me despertaba, la tormenta ya había pasado.

   Hubo una pausa más larga.

   —Sí —contestó Tal—, estoy al corriente.

   —Cree que las tormentas me provocan demasiado. Dice que me dan «ideas».

   Tal se aclaró la garganta.

   —Eso fue culpa mía.

   —Lo sé.

   —Pero lo de la medicina fue cosa suya.

   Ella lo fulminó con la mirada.

   —¿Has intentado disuadirlo alguna vez?

   Él no respondió, y su semblante paciente la puso furiosa.

   —Ya no me resisto —confesó ella—. Cuando oigo el estampido de un trueno, voy abajo sin que me lo pida siquiera. ¡Qué patética me he vuelto!

   —Rielle... —Tal suspiró y negó con la cabeza—. Todo lo que puedo decir ya te lo he dicho.

   Ella se le acercó y dejó que la soledad que solía ocultarle —a él y a todo el mundo— le suavizara el rostro. «Vamos, mi buen maestre Belounnon. Ten piedad de tu dulce Rielle.» Al principio, él se ablandó y apartó la mirada. Algo parecido a la pena le cruzó el semblante y apretó la mandíbula.

   «Bien.»

   —Si pudiera, me dejaría durmiendo de por vida —dijo ella.

   —Él te quiere, Rielle. Se preocupa por ti.

   De golpe, a Rielle se le calentaron las yemas de los dedos, y la temperatura fue aumentando a la par que su ira. Sintió una terca punzada de furia y dejó que esta creciera. Sabía que no debería hacerlo, que un arrebato tan solo le complicaría más la tarea de escabullirse, pero de repente era incapaz de preocuparse por eso.

   «Él te quiere, Rielle.»

   Un padre que amara a su hija no la convertiría en su prisionera.

   Agarró una vela del escritorio de Tal y observó con sombría satisfacción cómo la mecha se convertía en una llama rebelde y chisporroteante. Mientras la miraba fijamente, imaginaba que su furia era como una riada que se derramaba constantemente sobre las orillas y alimentaba la llama que tenía en las manos.

   La llama creció y adquirió el tamaño de una pluma, de una daga, de una espada. Entonces todas las velas la imitaron y crearon un bosque de filos ardientes.

   Tal se levantó del escritorio y cogió el magnífico escudo pulido que se encontraba en la esquina de la habitación. Todos los elementales que habían vivido —todos los esculpeaguas y los silbavientos, todos los lanzasombras y los empuñafuegos como Tal— tenían que usar una forjadura, un objeto físico moldeado únicamente con sus propias manos, para acceder a su poder. Su don singular, el único elemento que podían controlar.

   A diferencia de Rielle.

   Ella no necesitaba nada, y el fuego no era el único elemento que la obedecía.

   Los controlaba todos.

   Tal se puso de pie detrás de Rielle. Sujetando el escudo con una mano, posó la otra suavemente sobre ella. Cuando era una niña, cuando aún creía que quería a Tal, ese tipo de contacto la ponía muy contenta.

   Ahora se planteaba seriamente darle un puñetazo.

   —En nombre de santa Marzana la Brillante —murmuró Tal—, ofrecemos esta plegaria a las llamas para que el empirio oiga nuestra súplica y nos dé fuerzas. Ágil fuego, no ardas con furia ni abandono. Arde firme y sincero, arde limpio y brillante.

   Rielle se mordió la lengua para no ser muy dura. ¡Cuánto odiaba rezar! Todas las palabras conocidas le parecían un nuevo barrote que se añadía a la jaula que su padre y Tal habían fabricado para ella.

   La habitación empezó a temblar: el tintero que había sobre el escritorio, los cristales de la ventana abierta, la taza de té a medio terminar.

   —¿Rielle? —la exhortó Tal, y movió el escudo.

   La chica notó que, a su espalda, el cuerpo tenso del maestre subía de temperatura mientras se preparaba para apagar con su propio poder el fuego que ella había avivado. La voz preocupada de Tal hizo que Rielle, a pesar de todos sus esfuerzos, sintiera una punzada de remordimiento. Sabía que él no lo hacía con mala intención y que lo único que quería era que ella fuese feliz.

   A diferencia de su padre.

   Así que Rielle inclinó la cabeza y se tragó la rabia. Después de todo, lo que estaba a punto de hacer seguramente volvería a Tal en su contra para siempre. Podía concederle esa pequeña victoria.

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