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Furyborn . El origen de las dos reinas(8)
Author: Claire Legrand

   —No ardas con furia ni abandono —repitió la muchacha, y cerró los ojos.

   Imaginó que dejaba a un lado cualquier pizca de emoción, cualquier sonido, cualquier pensamiento... hasta que su mente se convirtió en un inmenso campo oscuro, excepto por el diminuto punto de luz de la llama que tenía en las manos.

   Entonces dejó que la oscuridad también penetrara en el fuego, y se quedó sola en el vacío frío y tranquilo de su mente.

   La habitación se calmó.

   Tal dejó caer las manos.

   Mientras él ponía el escudo de nuevo en su lugar, Rielle lo escuchaba. La plegaria la había limpiado, y lo que sentía después de su ataque de ira era... No sentía nada, solo el corazón hueco y la cabeza vacía.

   Al abrir los ojos, los tenía secos y cansados. Se preguntó con amargura cómo sería vivir sin tener que pensar constantemente en una retahíla de plegarias que la alertaban contra sus propios sentimientos.

   Las campanas del templo repiquetearon once veces. A Rielle se le aceleró el pulso. A partir de entonces, podía oír la señal de Ludivine en cualquier momento.

   Se volvió hacia la ventana. Se acabó rezar, se acabó leer. Cada músculo de su cuerpo estaba cargado de energía. Quería cabalgar.

   —Preferiría estar muerta a ser la prisionera de mi padre —terminó diciendo, sin poder resistirse a soltar esa última puñalada llena de mal humor.

   —¿Muerta como tu madre?

   Rielle se quedó helada. Miró a Tal, pero este no apartó la vista. No esperaba una crueldad así. De su padre sí, pero jamás de Tal.

   El recuerdo de unas llamas del pasado le ardió en los ojos.

   —¿Acaso te ordenó mi padre que sacaras el tema a colación si me descontrolaba? —le preguntó con voz apagada y fría—. Con la Carrera y todo eso.

   —Sí —contestó Tal impasible.

   —Bueno, me alegra decirte que solo he matado una vez. No tienes por qué preocuparte.

   Al cabo de un momento, Tal se dio la vuelta para ordenar los libros de su escritorio.

   —Lo hacemos tanto por tu seguridad como por la de los demás. Si el rey descubriera que hemos ocultado la verdad sobre tu poder durante todos estos años..., ya sabes lo que podría ocurrir, sobre todo lo que le podría pasar a tu padre. Pero él se arriesga de todos modos, porque te quiere mucho más de lo que crees.

   Rielle rio con aspereza.

   —Esa no es razón suficiente para tratarme así. Nunca se lo perdonaré, y algún día dejaré de perdonártelo a ti también.

   —Lo sé —admitió Tal, y al oír la tristeza en su voz Rielle casi sintió lástima por él.

   Casi.

   Pero entonces un gran estrépito provino del piso de abajo, seguido por un inconfundible grito de alarma.

   Ludivine.

   Tal miró a Rielle de un modo familiar. Era una mirada que solía dedicarle; como cuando, a los siete años, Rielle había anegado su piscina en los Baños, o cuando, a los quince, Tal la había encontrado por primera vez en la taberna de Odo después de escaparse. Era una mirada que decía: «¿Qué he hecho yo para merecer esto?».

   Rielle lo observó con ojos inocentes.

   —Quédate aquí —le ordenó él—. Lo digo en serio, Rielle. Entiendo que estés frustrada, de veras que te comprendo, pero esto es mucho más importante que tu injusto aburrimiento.

   Rielle se dirigió de nuevo a la butaca de la ventana. Esperaba parecer lo suficientemente arrepentida.

   —Te quiero, Tal —dijo, y la verdad de sus palabras bastó para hacer que se odiara un poco a sí misma.

   —Lo sé —contestó él.

   Entonces se echó encima la toga magistral y se apresuró a salir por la puerta.

   —Maestre, se trata de lady Ludivine —dijo una voz asustada desde el corredor. Era uno de los acólitos más jóvenes de Tal—. Justo cuando ha llegado a la capilla, mi señor, ha palidecido y se ha desmayado. ¡No sé qué ha sucedido!

   —Llama a mi sanador —ordenó Tal— y envíale un mensaje a la reina. Está en su palco, en la línea de salida. Dile que su sobrina se ha indispuesto y que no podrá acompañarla.

   Una vez que se habían ido, Rielle sonrió y se puso las botas al instante.

   ¿Quedarse ahí?

   ¡Ni en sueños!

   Corrió a través de la sala de espera contigua al despacho de Tal y por los pasillos del templo, cubiertos de mármol veteado de rojo. Las lujosas alfombras tenían bordadas hileras de florituras que representaban llamas resplandecientes. En la entrada del templo, con el suelo de parqué pulido y lustroso como el oro, había mucho ajetreo, ya que los fieles, los acólitos y los sirvientes se dirigían rápidamente hacia la puerta ojival de la capilla.

   —Parece ser que lady Ludivine se ha puesto enferma —le susurró un joven acólito a su compañero mientras Rielle pasaba por su lado.

   Rielle sonrió al imaginarse a todo el mundo preocupándose por la pobre Ludivine, tendida en el suelo del templo, tan trágicamente hermosa y débil. Seguro que ella se lo estaba pasando en grande recibiendo tantas atenciones y recordando que manejaba los hilos de toda la capital como si fueran los de una marioneta.

   Aun así, después de eso, Rielle le debería un favor enorme.

   Fuera el que fuese, porque habría valido mucho la pena.

   En el exterior del templo, el caballo de Ludivine estaba al lado del suyo. Lo sujetaba un joven mozo de cuadra que parecía estar a punto de caer presa del pánico. Al reconocer a Rielle, se relajó, aliviado.

   —Discúlpeme, lady Rielle, pero ¿se encuentra bien lady Ludivine? —le preguntó.

   —Ni idea —le contestó Rielle, y saltó sobre la silla de montar.

   A continuación, chascó las riendas, y su yegua salió corriendo por el camino principal que conducía al corazón de la ciudad, haciendo repiquetear los cascos sobre los adoquines. A su alrededor se alzaban una serie de edificios de apartamentos y de templos: paredes grises de piedra con grabados que plasmaban escenas de la creación de la ciudad, tejados de cobre bruñido redondeados, esbeltas columnas cubiertas de hiedras en flor y fuentes blancas coronadas con las representaciones de los siete santos rezando. Habían acudido tantos visitantes de todo el mundo a Âme de la Terre para la Carrera que el aire fresco de la primavera se había vuelto sofocante y pegajoso. La ciudad olía a sudor y a especias, a caballo y a moneda caliente.

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