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Furyborn . El origen de las dos reinas(6)
Author: Claire Legrand

   Tal se aclaró la garganta y le hizo perder el hilo.

   La conocía demasiado bien.

   Rielle abrió el libro y echó un vistazo al texto diminuto y descolorido. Imaginó que lo lanzaba por la ventana al patio del templo, donde los ciudadanos entraban en fila para llevar a cabo las oraciones matutinas. Seguro que pedían que los jinetes por los que habían apostado ganaran la carrera de aquel día. Todos los templos de la capital debían de estar llenos de almas así de entusiasmadas, no solo la Pira —el templo de Tal, donde los ciudadanos veneraban a santa Marzana la empuñafuegos—, sino también la Casa de la Luz y la Casa de la Noche, los Baños y el Firmamento, la Fragua y el Arraigo. Oraciones susurradas en los siete templos para los siete santos y sus elementos.

   «Esas oraciones no servirán para nada —pensó Rielle con una emoción leve y sarcástica—. Comparados conmigo, los otros jinetes parecerán niños sobre ponis.»

   Hojeó algunas páginas mientras se mordía la parte interna del labio hasta que se tranquilizó lo suficiente como para poder hablar.

   —He oído que mucha gente de la corte de Borsvall culpa a Celdaria de la muerte de Runa. ¿A que nosotros no haríamos algo así?

   La pluma de Tal rayaba el papel.

   —Por supuesto que no.

   —Pero ¿acaso importa que sea cierto? Si los consejeros del rey Hallvard lo convencen de que hemos matado a su hija, nos acabará declarando la guerra.

   Tal dejó la pluma y resopló molesto.

   —Hoy no podré trabajar, ¿verdad?

   Rielle reprimió una sonrisa. «¡Si supieras lo cierto que es eso, querido Tal...!»

   —Lo siento si tengo preguntas acerca del clima político de nuestro país —dijo—. ¿Eso también entra en la categoría de cosas de las que no se nos permite hablar, no vaya a ser que mi pobre cerebro vulnerable se agote debido al esfuerzo?

   Una sonrisa elevó la comisura de los labios de Tal.

   —Es posible que Borsvall nos declare la guerra, sí.

   —No parece que esa posibilidad te preocupe demasiado.

   —La veo poco probable. Hemos estado al borde de la guerra con Borsvall durante décadas y, aun así, esta nunca ha llegado. Y jamás llegará, porque puede que la gente de Borsvall sea belicista, pero el rey Hallvard no goza de buena salud ni es un necio. Aplastaríamos a su ejército. No se puede permitir una guerra, y mucho menos contra Celdaria.

   —Audric dice... —Rielle dudó. Se le hizo un nudo en la garganta—. Audric dice que cree que la muerte de la princesa Runa y la rebelión de los esclavos en Kirvaya indican que ha llegado el momento. Cree que las Reinas van a regresar.

   El silencio cayó sobre la habitación como una mortaja.

   —La profecía siempre ha fascinado a Audric —convino Tal con una voz falsamente tranquila—. Hace años que busca signos que anuncien el regreso de las Reinas.

   —Esta vez parece bastante convencido.

   —Una rebelión de esclavos y la muerte de una princesa no bastan para...

   —Pero oí decir al gran maestre Duval que había habido tormentas sobre el océano de Meridian —perseveró ella, buscándole el rostro—. Muy lejos, incluso en Ventera y Astavar. Tormentas extrañas, fuera de temporada.

   Tal parpadeó. «¡Ajá! —pensó Rielle—. ¿A que no sabías eso?»

   —De vez en cuando hay tormentas fuera de temporada —explicó Tal—. El empirio funciona de un modo misterioso.

   Rielle se enrolló los dedos en la falda. La consoló el hecho de que pronto llevaría los pantalones de montar y las botas, con el cuello abierto a la brisa.

   Estaría en la línea de salida.

   —En el informe que he leído —continuó—, ponía que una tormenta de arena al sur de Meridian había obligado a cerrar el puerto de Morsia varios días.

   —Audric tiene que dejar de enseñarte todos los informes que pasan por su escritorio.

   —Audric no me ha enseñado nada. Lo he encontrado por mí misma.

   Tal enarcó una ceja.

   —Quieres decir que entraste a hurtadillas en su oficina cuando él no estaba y hurgaste en sus papeles.

   A Rielle se le encendieron las mejillas.

   —Estaba buscando un libro del que me había olvidado.

   —¡No me digas! ¿Y qué diría él si supiera que has estado en su oficina sin su consentimiento?

   —No le importaría. Puedo entrar y salir cuando quiera.

   Tal cerró los ojos.

   —Lady Rielle, no puedes visitar las habitaciones privadas del príncipe heredero día y noche como si nada. Ya no eres una niña. Y tampoco eres su prometida.

   Por un instante, Rielle se quedó sin aliento.

   —Lo sé muy bien.

   Tal agitó la mano y se levantó de la silla, dando eficazmente por terminada cualquier conversación sobre la profecía y las Reinas.

   —Hoy la ciudad está abarrotada y puede suceder cualquier cosa —dijo, y cruzó la habitación para servirse otra taza de té—. Está corriendo la voz sobre la muerte de la princesa Runa. En tales circunstancias, el empirio puede comportarse de un modo así de imprevisible. Quizá deberíamos empezar una ronda de oraciones para calmar nuestras mentes. En medio del caos del mundo, la llama ardiente nos sirve de ancla y nos sujeta, manteniéndonos en paz con Dios y con el empirio.

   Rielle lo miró con furia.

   —No uses tu voz de maestre, Tal. Te hace parecer viejo.

   Él suspiró y tomó un sorbo de té.

   —Soy viejo y, gracias a ti, también un cascarrabias.

   —Tener treinta y dos años no es ser viejo, y menos aún para el gran maestre de la Pira. —Se detuvo. Debía proseguir con cuidado—. No me sorprendería que te nombraran arconte. Si yo tuviera a mi lado a alguien tan portentoso como tú, podría ver sin peligro la Carrera desde tu palco...

   —No intentes halagarme, lady Rielle. —La miró con ojos chispeantes. Ese era el Tal que le gustaba a ella: el feroz empuñafuegos, no el profesor piadoso—. Ahora mismo, no es seguro para ti andar por ahí fuera. Por no mencionar lo peligroso que sería para la gente si algo te provocara y perdieras el control.

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