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Furyborn . El origen de las dos reinas(5)
Author: Claire Legrand

   De repente, una gran quietud se tragó todos los sonidos: el llanto del bebé, el zumbido de los hilos... El mundo se quedó en silencio.

   Simon miró hacia atrás justo en el momento en el que una columna de luz salía disparada de la habitación de la reina y penetraba en la noche, haciendo que el cielo se volviera blanco como el alba. Simon escondió la cara e inclinó la cabeza sobre la niña que tenía en brazos. La mano que estaba usando para viajar temblaba mientras obraba su magia. Un segundo más tarde, el silencio se convirtió en una explosión devastadora que sacudió las montañas e hizo que Simon casi cayera al suelo.

   El castillo se inclinó bajo sus pies. El olor a fuego producía efervescencias en el aire. Una de las montañas que rodeaban la capital se desplomó, seguida de otra... y otra.

   «Sujétala bien —le volvió a decir mentalmente la voz femenina, de manera alta y clara—. No la sueltes nunca.»

   Los hilos se deslizaban por los pensamientos de Simon. Este sintió que se le estiraba el cuerpo desde los pies hasta el pecho, de donde el cabo principal tiraba de él.

   «¡Venga, Simon! —gritó la voz de la mujer—. ¡Ahora!»

   Simon se acercó al aro de luz que conducía hacia el este justo en el momento en el que un calor abrasador le crecía en los talones.

   Las últimas cosas de las que Simon fue consciente acudieron a él muy despacio.

   Un brillante muro de fuego abalanzándose sobre él desde todas partes y crujiendo como un millar de tormentas. El aire moviéndose a su alrededor al entrar en el camino de los hilos, como si fuera agua fría que se le deslizaba por el cuerpo. La princesa llorando en sus brazos.

   La imagen de las montañas borsvalinas desvaneciéndose.

   El hilo atado a su corazón cambiando. Retorciéndose.

   Oscureciéndose.

   Rompiéndose y emitiendo el chasquido de un trueno.

   Una fuerza estrellándose contra él y arrastrándolo de los huesos hacia delante.

   Algo arrancando al bebé de sus brazos, por mucho que él intentara sujetarlo.

   Un pedazo de tela rasgándose en sus manos.

   Y después, nada.

 

 

1

RIELLE

 

 

«Lord comandante Dardenne acudió a mí en plena noche con su hija en brazos. Ambos olían a fuego y tenían la ropa quemada. Él apenas podía hablar. Jamás lo había visto asustado. Me puso a Rielle en brazos y dijo: “Ayúdanos. Ayúdala. No dejes que me la arrebaten”.»

   Testimonio del gran maestre Taliesin Belounnon

en relación con la implicación de lady Rielle Dardenne

en la masacre de la Carrera Jubilosa,

29 de abril, año 998 de la Segunda Edad

   Dos años antes

 

   Rielle Dardenne entró apresuradamente en el despacho de Tal y puso el mensaje del gorrión encima del escritorio.

   —La princesa Runa ha muerto —anunció.

   Ella no se sentía demasiado excitada, pero su propio reino, Celdaria, y su vecino del noreste, Borsvall, habían vivido en tensión durante tantas décadas que la noticia apenas era más relevante que, por ejemplo, un barco mercante de Celdaria se hundiera en la costa de Borsvall o que las patrullas llegaran a las manos cerca de la frontera.

   Pero que una princesa de Borsvall fuera asesinada sí que era algo nuevo, y Rielle quería diseccionar cada detalle.

   Tal suspiró, dejó la pluma a un lado y se pasó las manos manchadas de tinta por el pelo rubio y desordenado. La pulida llama dorada que llevaba en la solapa centelleó bajo la luz del sol.

   —Quizá deberías considerar mostrarte menos entusiasmada por el asesinato de una princesa —sugirió Tal, mirando a Rielle con un poco de desaprobación y de diversión a la vez.

   Ella se deslizó sobre la silla que había enfrente de Tal.

   —No estoy contenta ni nada parecido. Solo intrigada. —Rielle volvió a coger el papelito de encima de la mesa y leyó de nuevo las palabras escritas con tinta—. Así que crees que se trata de un asesinato... Audric también.

   —Prométeme que hoy no harás ninguna tontería, Rielle.

   Ella le sonrió con dulzura.

   —¿Acaso he hecho tonterías alguna vez?

   Él arqueó las cejas.

   —La guardia de la ciudad está en alerta máxima. Quiero que te quedes aquí, a salvo, en el templo, por si acaso pasara algo. —Le cogió el mensaje de las manos y ojeó el contenido—. Y ¿cómo has conseguido esto? No, espera. Ya lo sé. Te lo ha dado Audric.

   Rielle se puso rígida.

   —Audric me mantiene informada. Es un buen amigo. ¿Qué hay de malo en eso?

   Tal no contestó, pero no hacía falta.

   —Si tienes algo que decirme —soltó ella mientras el color le subía a las mejillas—, dímelo y punto. Si no, empecemos la clase.

   Tal la miró un poco más y, a continuación, se volvió para coger cuatro libros enormes de la estantería que había detrás.

   —Toma —dijo, haciendo caso omiso de la expresión rebelde de Rielle—. He marcado algunos fragmentos para que los leas. Dedicaremos el día de hoy a estudiar en silencio. Luego te haré una prueba, así que ni se te ocurra mirártelo por encima.

   Rielle entornó los ojos ante el libro que se encontraba en la parte superior del montón: Breve Historia de la Segunda Edad. Volumen I. Secuelas de las Guerras Angelicales.

   —Esto no parece muy breve. —Hizo una mueca.

   —Todo es cuestión de perspectiva —contestó él, y se centró de nuevo en los papeles de su escritorio.

   En el despacho de Tal, el lugar favorito de Rielle era la butaca que había junto a la ventana que daba al patio principal del templo. Estaba repleta de cojines de color escarlata forrados con ribetes dorados. Cuando se sentaba ahí, bajo el sol con las piernas colgando, casi olvidaba que un mundo enorme separaba el templo de su ciudad natal, un mundo que ella jamás vería.

   Se instaló al lado de la ventana, se quitó las botas, se remangó la pesada falda orlada con encaje y apoyó los pies descalzos en el alféizar. La luz del sol de primavera le bañaba las piernas con calidez, y pronto empezó a pensar en cómo Audric florecía en los días brillantes y soleados como aquel. Pensó en cómo su piel parecía resplandecer y crepitar, rogándole que la tocara.

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