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Furyborn . El origen de las dos reinas(4)
Author: Claire Legrand

   «Puedes hacerlo, Simon», lo alentó una voz. Era una voz femenina, pero no la de la reina. Le resultaba familiar, no obstante...

   Simon se dio la vuelta y buscó en la oscuridad, pero no encontró a nadie.

   «Debes hacerlo —dijo la voz—. La niña y tú, Simon, sois los únicos que podéis salvarnos. Hazlo ahora, deprisa, antes de que os descubra. Tu padre te escondió bien, pero ya no puedo protegerte más.»

   Un sonido denso y carnoso provino del interior de la habitación de la reina. Un cristal se estrelló contra el suelo. Rielle gritó, y Corien masculló algo lleno de odio.

   El castillo gruñó. La pared tras la que Simon se ocultaba retumbó como si algo se estuviera despertando en las profundidades. Del interior de la habitación salió una ráfaga de aire caliente e hizo añicos las ventanas. Simon envolvió al bebé con su cuerpo. La niña intentó liberarse y soltó un apagado grito de enfado.

   —Chisss, por favor —susurró Simon.

   El aire vibraba a su alrededor y la terraza se sacudía bajo sus pies. El sudor le bajaba por la espalda. Dentro de la habitación creció una luz que brillaba y palpitaba y que cada vez se hacía más radiante.

   Él cerró los ojos e intentó olvidar la extraña voz de mujer para concentrarse. Buscó en su mente las palabras que aparecían en los libros prohibidos, ahora abandonados bajo las tarimas de la tienda de su padre:

 

   El empirio está en todo lo que vive, y todo lo que vive es del empirio.

   Su poder no solo conecta la piel con el hueso, la raíz con la tierra, las estrellas con el cielo, sino también los caminos con los caminos, las ciudades con las ciudades.

   Los momentos con los momentos.

 

   Simon sabía que solo los marcados tenían ese poderoso don. El don de viajar. La habilidad de cruzar vastas distancias en un instante y de andar por el tiempo con la misma facilidad con la que los demás andaban por los caminos.

   A menudo, Simon había fantaseado con cómo sería viajar al pasado, a la época previa a la construcción del Portal: antes de las guerras antiguas, cuando los ángeles aún caminaban sobre la tierra y los dragones surcaban los cielos.

   Pero no podía pensar en el tiempo, no en aquellos momentos. El tiempo era algo peligroso y resbaladizo. Solo debía pensar en el espacio: la distancia de Celdaria a Borsvall.

   —¡No, Rielle! —estaba gritando Corien—. ¡No! ¡No lo hagas!

   Simon volvió a mirar hacia dentro y vio a la reina de rodillas, con la cara levantada al cielo, esforzándose por mantenerse erguida mientras un brillante caparazón de luz aumentaba a su alrededor. Corien golpeaba la luz con dureza y se quemaba los puños, pero no podía tocar a Rielle. Arañó, chilló, la insultó y le suplicó.

   Pero los gritos no servían de nada. El cuerpo de Rielle se desplegaba en largos raudales de luz, y su piel se escamaba igual que cenizas volando al viento.

   Simon apartó la vista y le susurró a la princesa:

   —No te preocupes, no te soltaré. Te tengo.

   Cerró los ojos, se mordió el labio e ignoró los gritos desesperados de Corien y la luz cegadora de la reina. Dirigió su mente hacia el noreste, hacia Borsvall. Tal como instruían sus libros, guio su respiración a lo largo de cada línea del cuerpo, de cada tendón y de cada hueso.

   «Ahora.»

   Abrió los ojos de golpe.

   Ante él, flotaban en el aire unos serpenteantes hilos de luz, finos y humeantes.

   Con el corazón acelerado, Simon sujetó firmemente a la princesa con un brazo y extendió el otro. Escuchó su sangre, ya que ella conocía el camino, al igual que sabía cómo andar, tragar y respirar. Sumergido en la noche, Simon tanteó cuáles eran los hilos correctos del aquí y del allí. El camino estaba en algún lugar ante él, escondido. Sus ojos no podían verlo, pero el poder que le vibraba en las venas lo conocía con total certeza. Si conseguía encontrar el hilo correcto y tirar de él para desenredarlo y tenderlo a sus pies como una alfombra sinuosa...

   «Ahí está.»

   Un único hilo, más brillante que los demás, le danzaba en la punta de los dedos.

   Simon apenas se atrevió a alargar el brazo para cogerlo. Si se movía demasiado despacio o demasiado deprisa, si su mente deambulaba, se le podía escapar.

   Tras él, la reina le gritó a Corien con la voz llena de ira:

   —¡Ya no soy tuya!

   No había tiempo para dudar. Simon alcanzó el hilo más radiante y se lo pasó con cautela entre los dedos como si fuera un mechón de pelo refulgente.

   «Tómate tu tiempo para conocer tu hilo —decían los libros—. Cuanto más familiarizado estés con él, más probable será que te lleve adonde quieras ir.»

   Mientras Simon miraba fijamente el filamento que flotaba en su mano, otros se iluminaron y se le acercaron, atraídos por la fuerza de su concentración.

   Aunque los hilos le abrasaban la tierna piel de las palmas, los juntó en las manos y los guio a través del frío aire de la noche. Manipulándolos, formó un aro tembloroso. Al otro lado se extendía un camino hacia la oscuridad.

   El primer hilo, el más brillante, se deslizó hasta el pecho de Simon y se aferró a él como una zarza. Empezó a tirar suavemente hacia delante.

   Simon se sintió un poco tonto, pero no pudo evitar dedicarle un pensamiento al hilo: «Hola».

   La presión se aligeró.

   A través del paisaje que cambiaba y se volvía más nítido, Simon vio unas formas tenues: un camino sinuoso de piedra negra y una puerta alta y estrecha. Unas montañas cubiertas de nieve. Unos soldados que señalaban con asombro y gritaban en la seca lengua borsvalina.

   Todos los músculos del joven cuerpo de Simon se tensaron. El mundo se volvía borroso a cada respiración. Aun así, la risa burbujeaba en su interior. Era imposible ser más feliz. Ese poder no era algo sencillo, pero no tenía nada de malo y era suyo.

   Entonces, detrás de él, Rielle gritó algo que Simon no entendió. La voz de la reina se hizo añicos. Los chillidos frenéticos de Corien eran roncos y angustiosos.

   Simon tragó saliva con fuerza. El miedo lo invadía como un enjambre de insectos.

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