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Mujeres que no perdonan(9)
Author: Camilla Lackberg

 

 

Ingrid se sentó al volante. No podía seguir así, tenía que hacer algo. Sentía la rabia bullir en su interior. Buscó el teléfono, envió un mensaje a la chica que cuidaba a su hija para pedirle que se quedara dos horas más y puso rumbo a la redacción de Aftonpressen, en el centro de la ciudad.

Después de varios minutos de dar vueltas en busca de un lugar donde aparcar, se dio por vencida y dejó el coche en una zona de carga y descarga. Franqueó las grandes puertas correderas y cuando se dirigía a la puerta giratoria se dio cuenta de que no disponía de un pase. Volvió sobre sus pasos y se dirigió a la recepcionista en el mostrador de entrada.

—Hola, vengo a ver al director de Aftonpressen, Tommy Steen.

La recepcionista hizo un gesto afirmativo.

—¿Tiene cita?

—Soy su mujer.

La chica del mostrador le sonrió con amabilidad.

—Lo siento, pero pedimos pase o cita previa a todos los visitantes. Son nuestras reglas. ¿Por qué no llama a su marido y le pide que baje a buscarla?

Ingrid se inclinó sobre el mostrador y clavó la mirada en la recepcionista.

—Ábrame ahora mismo la puerta, ¿me oye?

La chica empezó a decir algo, pero en ese mismo instante Ingrid oyó que la llamaban. Se volvió y vio a una de sus antiguas colegas, Mariana Babic, que la abrazó con cariño.

—¡Ingrid! ¿Has venido a ver a Tommy? —le preguntó.

—Sí, era lo que pensaba hacer.

—¡Qué pena! Por un momento he supuesto que habías vuelto a trabajar con nosotros; pero, de ser así, te habrían dado un pase. Ven, entra conmigo.

Mariana pasó dos veces su tarjeta por el lector y dejó entrar a Ingrid. Mientras las dos subían en el ascensor, Ingrid no pudo evitar preguntarse si Mariana estaría al corriente de la aventura de Tommy. Habían llegado juntas al periódico y durante un tiempo se habían visto bastante, incluso fuera del trabajo. Ahora Mariana dirigía la sección de política y era una de las personas más poderosas de la redacción. Ingrid se sentía inferior, torpe y perdida, respondiendo a las preguntas de su antigua colega. ¿Era compasión lo que notaba en la cara de Mariana?

Se abrieron las puertas del ascensor y salieron al pasillo.

—No necesito enseñarte dónde tiene el despacho tu marido, ¿no? —dijo Mariana riendo.

—Creo que podré encontrarlo yo sola.

Mariana la miró con expresión seria.

—Estaría bien que... Tenemos que vernos un día de estos, ¿quieres?

—Sí, claro —respondió Ingrid, aunque sabía que Mariana se lo decía más que nada por cortesía.

—Perfecto, entonces. Nos vemos.

Se acercó a Ingrid y le dio un abrazo. De camino hacia el despacho de Tommy, Ingrid reconoció algunas caras y saludó rápidamente a algunos conocidos, sin detenerse. Pasó por delante de la sección de cultura hasta llegar a la mesa central, el corazón del periódico.

El despacho acristalado de Tommy estaba situado de tal manera que dominaba todo el movimiento de la redacción. Tommy estaba sentado con los pies sobre la mesa y el ordenador portátil sobre las rodillas, escribiendo con expresión concentrada. Ingrid llamó a la puerta y entró. Su marido levantó la vista sorprendido, porque muy pocos de sus subalternos entraban sin esperar respuesta.

—¿Qué haces aquí? ¿Le ha pasado algo a Lovisa?

—No, Lovisa está bien. Tranquilo.

Ingrid cerró la puerta después de entrar, mientras Tommy se incorporaba en la silla y dejaba el ordenador en la mesa.

—¿Por qué has venido entonces?

Ingrid se sentó en una de las dos sillas reservadas a los visitantes.

—¿Qué va a pasar con Ola Pettersson y Kristian Lövander? —preguntó.

Tommy la miró con cierta perplejidad.

—¿Qué quieres decir?

—Se han formulado acusaciones muy graves contra ellos.

—¿Y te presentas aquí de repente, intempestivamente, para hablar de esos dos? Creo que me expresé con suficiente claridad el otro día.

Ingrid giró la cabeza hacia el resto de la redacción y a continuación volvió a mirar a Tommy.

—En mi primera fiesta de verano en el periódico, Ola Pettersson me metió la mano por debajo de la falda y me dijo que una de las obligaciones de las chicas nuevas era «pasar la prueba» con él. Yo tenía veintitrés años; él, cuarenta.

Tommy se la quedó mirando con expresión vacía, sin reaccionar. Ingrid se preguntó cómo lo habría hecho para seducir a la joven periodista. Era posible que la propia Ingrid se hubiera cruzado con ella al atravesar la redacción.

—Ya sé que es un imbécil, pero...

—¿Pero qué, Tommy? ¿Es un imbécil, pero como ha ganado muchos premios puede tirarse a todas las chicas jóvenes del periódico? ¿Y Kristian Lövander? ¿Con la Pluma de Oro se ganaba también el derecho a humillar a todas las becarias? ¿Era parte del premio?

—Cálmate. Sabes que no es lo que quiero decir.

—Entonces ¿qué es lo que quieres decir?

Tommy suspiró, pasándose una mano por la barba de pocos días.

—Despídelos —prosiguió ella—. ¿Cómo diablos vais a criticar en este periódico a ese presentador denunciado por acoso sexual, si no hacéis limpieza vosotros mismos? —Apretó los puños e hizo una inspiración profunda—. ¿Pero qué vas a decir tú, si también eres un hipócrita? ¡Un jodido hipócrita es lo que eres! —exclamó.

Tommy se sobresaltó.

—¿Qué te pasa? ¡Tranquilízate!

Echó una mirada inquieta por encima del hombro de Ingrid y saludó con aparente cordialidad a alguien que pasaba.

—Si dentro de cuarenta y ocho horas esos dos cerdos no están en la calle, te juro que iré a la televisión y contaré con pelos y señales toda la basura que recuerdo de Ola Pettersson.

—No serías capaz de hacer algo así —replicó Tommy, con la cara cada vez más enrojecida. Al cabo de unos segundos, estalló—. ¡No puedes ser tan jodidamente desleal! ¡Le harías daño al periódico! ¡Me harías daño a mí!

Se puso de pie tan bruscamente que la silla cayó al suelo.

¿Desleal? ¿Cómo podía hablar el muy hipócrita de deslealtad? Ingrid abrió la boca para decirle a gritos que sabía que la estaba engañando con otra, pero se contuvo. Apretó los puños y respiró hondo.

#MeToo. Las reglas del juego habían cambiado y ella pensaba jugar con habilidad. Tommy seguía mirándola con el rostro encendido de indignación.

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