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Mujeres que no perdonan(7)
Author: Camilla Lackberg

—¿Qué les has dicho a las colaboradoras?

—Que abriríamos una investigación e intentaríamos lavar los trapos sucios en casa.

Ingrid sintió un malestar que se le extendía por todo el cuerpo. Dos mujeres jóvenes habían acudido a Tommy para pedirle ayuda y él las había rechazado y silenciado.

—Tommy, tienes que...

Sobresaltado, se volvió hacia ella y la miró.

—Yo no tengo que hacer nada, ¿me oyes? Tú no sabes qué es lo mejor para el periódico. No tienes ni puta idea.

—Pero...

—Cállate ya, ¿quieres? No estoy de humor para discutir. Ni siquiera sabes de qué estás hablando.

Ingrid no dijo nada más. Buscó la mirada de su marido, esperando encontrar en ella un poco de afecto o comprensión, pero él la ignoraba. Ingrid tuvo la sensación de que volvía a ser una niña pequeña castigada por el director de la escuela.

Terminaron de beber el café en silencio, y entonces Tommy se levantó de la mesa y subió la escalera. Ingrid recogió las tazas vacías y las lavó a mano.

 

 

Birgitta

En Aspudden soplaba mucho el viento, pero el sol resplandecía y mandaba reflejos sobre el agua. Birgitta se encendió un cigarrillo y aspiró el humo con tranquilidad. Ahogó un ataque de tos y bebió un sorbo de Coca-Cola: dos sabores, la bebida y la nicotina, conectados íntimamente a ese barrio en el que creció y se convirtió en mujer.

Una vez al año volvía allí, daba una vuelta entre las casas y después se sentaba sobre las rocas con la lata y el paquete de tabaco. No les había dicho nada a Jacob ni a los gemelos, ni tampoco le habían preguntado. Cambió de postura y se palpó las costillas, para ver cuánto le dolían aún.

El médico le había preguntado que por qué no había ido nunca a hacerse las mamografías. Birgitta se rio por lo bajo. Dio otra calada al cigarrillo y se aseguró de tener chicle para disimular el olor a tabaco.

¡Qué sorpresa se habría llevado el médico si le hubiera dicho la verdad!

«Porque mi marido me maltrata siempre que le apetece. Me pega donde no se ve, y yo acabo pensando que, si no se ve, no ha pasado nada.»

Tenía veintisiete años cuando conoció a Jacob en un bar del barrio de Klara que ya no existía. No recordaba el nombre del bar, pero tampoco le importaba. Jacob entró con un grupo de amigos. Era un economista recién graduado, de traje marrón, corbata fina y pelo engominado, y a ella le pareció un esnob. Uno del grupo se les acercó a su amiga y a ella para invitarlas a reunirse con los economistas. Ellas contestaron que se lo pensarían y al cabo de un momento fueron a sentarse con ellos. Ya entonces tuvo la impresión de que Jacob era callado e introvertido. Mientras sus amigos llevaban el peso de la conversación, él bebía tranquilamente su copa de vino y hacía de vez en cuando un comentario. Más tarde, el grupo siguió la fiesta en una discoteca. Como era evidente que el volumen de la música era una molestia para Birgitta, Jacob la cogió de un brazo y le preguntó si prefería ir a un sitio donde fuera posible oír lo que decían.

—¿Los otros también vendrán? —preguntó ella.

Jacob negó con la cabeza.

—No, sólo nosotros dos.

Birgitta se sintió especial. La elegida. Comprendió que Jacob era un hombre de pocas palabras y en ese instante sintió que era suya. Toda su vida cambió en ese momento. Si no se hubiera ido con él, todo habría sido distinto. Quizá no habría tenido morados ni marcas enrojecidas de golpes cuando la hubieran citado para hacerse una mamografía.

Dos niños con monos de abrigo de colores brillantes y gruesos gorros de lana calados hasta las orejas arrojaban piedras al mar. Birgitta miró a su alrededor para ver si los vigilaba alguien. Siempre podía pasar una desgracia.

Enseguida notó que una mujer joven sentada en un banco seguía con atención sus juegos. Hizo un gesto afirmativo: «Muy bien». Pero al mismo tiempo, sintió cierta decepción. ¿Y si se hubieran adentrado en el mar y ella los hubiera salvado? El agradecimiento de los padres habría sido ilimitado. Quizá incluso habría aparecido su nombre en el periódico local. ¿Y si hubiera muerto mientras intentaba salvarlos? No podía imaginar mejor final para su vida que sacrificarla para salvar a dos niños. Quizá entonces Jacob y los gemelos se habrían sentido orgullosos de ella y habrían hecho bonitas declaraciones a la prensa.

—Te estás volviendo loca —se dijo en voz baja.

 

 

Victoria

El vestido rosa que le había prestado Mi le iba pequeño y al primer movimiento un poco brusco se le había descosido a la altura del trasero. Tenía que ir con cuidado para no enseñar sus intimidades al resto de la clientela de la taberna de Heby.

Les habían asignado una mesa para cuatro. Los hombres se habían sentado frente a frente. Victoria estaba acurrucada sobre un taburete bajo e incómodo y tenía al otro lado de la mesa a Mi, que no paraba de reír.

Ya habían comido la carne dura y las patatas fritas blandas y grasientas. Malte pasó el dedo por el plato para recoger los últimos restos de salsa.

—¡Ahora vamos a brindar! —exclamó—. Tú no, Mi, porque el bebé te podría salir deforme y retrasado.

Levantó el vaso de cerveza y sonrió enseñando sus dientes amarillos. Tenía las mejillas y las comisuras de los labios brillantes de grasa. La risa histérica de Mi le hacía daño en los oídos.

—¡Salud, cabrón! —gritó Lars, antes de vaciar el vaso y hacerle señas al camarero para que sirviera otra ronda.

Los primeros meses, Victoria se había esforzado por iniciar la conversación con Malte y por encontrar aficiones comunes. Había intentado tenerlo contento y satisfecho. Pero esa época había pasado. Cada vez le resultaba más difícil disimular su desprecio. La pequeña tailandesa estallaba en carcajadas y hacía gestos afirmativos después de cada comentario idiota que salía de labios de Lars o de Malte. Parecía feliz de vivir en Heby y de tener en casa a un hombre demasiado gordo que no se lavaba nunca y que hablaba de ella como si fuera una especie de animal doméstico. ¿Habría algo detrás de su risa y su mirada vacía?

—¿Me acompañas al baño? —le preguntó Victoria.

Mi asintió y se levantaron de la mesa. Victoria tiró rápidamente del bajo del vestido para que al menos le cubriera la mitad de las nalgas. Los hombres de la sala sonrieron socarronamente y se relamieron. En el baño, dos señoras suecas de cierta edad las miraron con gesto adusto.

—Putas importadas —susurraron entre ellas, señalándolas con un movimiento de la cabeza.

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