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Mujeres que no perdonan(4)
Author: Camilla Lackberg

Malte tenía resaca. Sus ojillos enrojecidos y hostiles parecían buscar algún defecto, algo que comentar y corregir. Victoria estaba preparando huevos revueltos. Dejó la sartén sobre la mesa, al lado del salero, y le enseñó de lejos un vaso de zumo. Malte negó con la cabeza.

—Dame cerveza. O cualquier cosa que me alivie la resaca.

Sin contestarle, Victoria abrió el frigorífico y sacó una de las latas que habían sobrado del día anterior.

—¿Algo más?

Malte respondió con una mueca. Victoria salió de la cocina, se echó por los hombros una cazadora de su marido, se puso unas botas de goma y abrió la puerta. Hacía un día crudo y frío. Encendió un cigarrillo. El campo era gris, el cielo también, todo era gris en ese maldito país. Por la carretera, a unos quinientos metros de distancia, pasó un coche rojo.

Victoria habría dado cualquier cosa por tener permiso de conducir, porque entonces le habría robado la furgoneta a Malte y se habría largado. Pero él le había cogido el pasaporte y le había contado lo que le haría la policía sueca si la pillaban conduciendo sin carnet: iría a la cárcel, lo que sería mucho peor que quedarse en Sillbo. Lo habría dejado todo para marcharse a Estocolmo, donde había aterrizado el avión cuando había llegado desde Moscú. Aquella vez se había alojado con Malte en un hotel y después habían ido a cenar a un restaurante elegante. Ya de vuelta en la habitación, Victoria había comprendido que a partir de ese momento Malte la consideraba de su propiedad.

Tendría que vivir respetando sus condiciones y ser una simple figurante en su vida. Se vería obligada a ocuparse de la casa y a abrirse de piernas cada vez que Malte se lo pidiera a cambio de que él la mantuviera.

Al día siguiente, habían hecho el viaje a Heby y más tarde se habían adentrado por un camino boscoso hasta llegar a Sillbo. Tiempo después había conocido a los padres de Malte. Durante la cena en una pizzería de Heby, no habían hecho más que mirarla como si fuera un bicho raro y casi no le habían dirigido la palabra.

Victoria había hecho todo lo posible por parecer educada y se había esforzado por hacerles preguntas en su inglés precario, pero ellos se habían quedado callados, sin dejar de mirarla. En el trayecto de vuelta, Malte le había explicado que los suecos no solían hablar mucho.

Pero, aunque hubiera podido huir, su marido tenía otra manera de asegurarse su obediencia. Durante los primeros meses de su vida en común, sin que ella lo supiera, había filmado sistemáticamente todos sus actos sexuales. En caso de que ella desapareciera —le había dicho—, subiría todos los vídeos a unas cuantas webs porno, en especial a las rusas.

Victoria aplastó la colilla en un tiesto y se quitó la cazadora.

No había nadie en la cocina. Malte había bajado al sótano. Se oía el ruido de la televisión y la voz de Malte, que gritaba y animaba a alguien, tal vez a un deportista. Victoria recogió la mesa, fregó la sartén y tiró por el desagüe los restos de cerveza mientras pensaba qué haría con el resto del día. La nevera estaba casi vacía. Tendría que pedirle a Malte que la llevara a Heby a comprar provisiones.

—¡Ven! —le gritó él desde el sótano.

Victoria cerró los ojos, porque ya imaginaba lo que querría. Bajó la escalera.

—Ven, chupa —le dijo Malte con la vista fija en la pantalla, mientras se bajaba los pantalones de deporte y los calzoncillos.

Ella se arrodilló delante del sofá y se metió en la boca el pene flácido.

Malte le apoyó la lata de cerveza en la cabeza y se rio entre dientes.

—¡Fantástico! ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Esas zorras feministas tienen razón: ¡es verdad que las mujeres pueden hacer dos cosas a la vez! —exclamó, antes de echarse hacia atrás sobre el respaldo del sofá.

 

 

Ingrid

Tras dejar a Lovisa en casa de su compañera de clase y después de aceptar un café por educación e intercambiar unas frases amables con los padres de la niña, Ingrid dirigió su Toyota Prius gris metalizado hacia el centro de Estocolmo.

Avanzó la grabación hasta el momento en que Tommy llegaba a la redacción y entonces se colocó los auriculares blancos, mientras daba vueltas sin rumbo por la ciudad. Con la grabadora en la mano izquierda y la muñeca apoyada en el volante, dejó que el coche avanzara lentamente por Sveavägen.

La reunión matinal de jefes de sección en el despacho de Svante... Una conversación con un conocido periodista, ganador de varios premios, sobre su última serie de reportajes... Un momento de silencio... Tommy tecleando en su ordenador... La mayor parte de la grabación carecía de interés, hasta lo que debía de ser la hora de comer, según pudo calcular Ingrid. Entonces sonó el móvil y se oyó que Tommy contestaba la llamada mientras cerraba la puerta de su despacho. Su voz, que hasta ese momento había sido formal, cambió de tono.

—Dentro de poco, corazón —dijo.

Silencio. Ingrid contuvo el aliento.

—Ah, ya veo que te apetece un almuerzo largo, ¿eh? Tengo un par de cosas que hacer, pero nos vemos donde siempre dentro de media hora.

Ingrid detuvo el coche en un semáforo, cerca de la estación Central. Dos transeúntes cruzaron el paso de cebra arrastrando maletas con ruedecitas. Un hombre de aspecto mugriento buscaba latas y botellas en un contenedor. Una mujer empujaba un cochecito.

«¿Por qué nadie hace nada? ¿Mi vida se derrumba y todo sigue como si tal cosa?»

Le pitaron por detrás. Había cambiado la luz del semáforo. Pisó el acelerador, quizá con excesiva brusquedad, porque el coche dio una sacudida antes de ponerse en marcha. Sin quitar la vista de la calle, avanzó la grabación exactamente treinta minutos, mientras atravesaba Centralbron. La circulación era complicada, a causa de unas obras. Sólo dos carriles del puente estaban abiertos al tráfico.

Por los auriculares oía a Tommy moverse por la redacción mientras la grabadora oculta en su abrigo captaba los comentarios aduladores que le dirigían sus subalternos. Ingrid sabía que a su marido le encantaba que le dieran coba. Necesitaba sentirse importante, quizá porque se había criado solo con su padre, que también era periodista. Al principio de su relación, Ingrid había notado su exagerada sensibilidad a los halagos. A todos les gusta que les digan que han hecho bien un trabajo o que son muy buenos en lo suyo, pero para Tommy esa clase de reconocimiento externo era lo más importante de su vida.

Así fue como justificó su primera infidelidad. Ella estaba embarazada de pocos meses de Lovisa. Su primera reacción fue echarlo de casa, pero al cabo de unos días lo perdonó. Le creyó cuando le juró que había sido una sola vez y que no volvería a pasar.

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