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Mujeres que no perdonan(5)
Author: Camilla Lackberg

En el ascensor, Tommy conversó un momento con dos periodistas de la sección de deportes. Fútbol. Por su tono de voz, se notaba que lo aburrían y que no veía el momento de quitárselos de encima.

—¿No vienes a comer con nosotros, jefe?

—Ojalá pudiera, lo siento. Tengo una comida de trabajo. Pero, creedme, me habría encantado quedarme a charlar con vosotros sobre la liga inglesa.

Risas afables. Los muy imbéciles se lo habían tragado. No imaginaban que su jefe tenía planeada una escapada para verse con su amante.

Volvió a hacerse el silencio en el ascensor. Se abrieron las puertas. Por la manera en que retumbaban los pasos de Tommy, Ingrid dedujo que debía de estar en el garaje. Intentó imaginárselo y colarse en sus pensamientos. ¿Tendría mala conciencia? ¿Se acordaría de ella y de Lovisa?

Oyó que se abría la puerta del coche y que Tommy se acomodaba detrás del volante. Enseguida se sobresaltó cuando se abrió una segunda puerta. Aguzó el oído. Aunque nadie había hablado, estaba segura de que en ese momento había una persona más en el vehículo. Por un segundo pensó que quizá se había equivocado. ¿Se habría citado Tommy con un informante secreto?

Recorrió con la vista los muelles de Söder Mälarstrand y los barcos tristes y abandonados, que esperaban la primavera.

Al cabo de un segundo, distinguió el ruido de una cremallera que bajaba y un gemido de Tommy.

—Sí que estabas impaciente, ¿eh? —comentó él, ahogando una risita.

—Como me obligas a bajar la cabeza, he pensado que podríamos aprovechar este momento para hacer algo productivo. ¿Cuánto tiempo tenemos?

—Todo el tiempo del mundo.

Ingrid empezó a marearse. Echó un vistazo rápido por el retrovisor, se desvió a la derecha, se quitó los auriculares y salió atropelladamente del coche. Corrió hasta el borde del muelle y vomitó en el agua oscura.

 

 

Birgitta

Birgitta Nilsson estaba convencida de que iba a morir. Miró a los tres hombres con los que compartía su vida desde hacía veintidós años y a cuyo alrededor giraba todo su mundo. Los gemelos Max y Jesper seguirían teniéndose el uno al otro. Estaban a punto de cumplir veintidós años, pero compartían piso y lo hacían todo juntos. Birgitta esperaba que se ocuparan de Jacob. Su marido adoraba a sus hijos y siempre los había mimado. Pese a su carácter áspero y frío, y a su falta de cariño hacia ella, sentía por sus hijos un amor sin límites. Así compensaba su frialdad. En opinión de Birgitta, compartir el amor por los gemelos era tan bueno como quererse mutuamente.

—¿Cómo te ha ido el día en el trabajo, cielo? —le preguntó a su marido mientras le pasaba a Max una fuente con patatas cocidas.

Jacob refunfuñó. Seguía irritado porque la cena había tardado más que de costumbre. Birgitta había vuelto a toda prisa del médico, pero no había podido servirles la cena a los chicos —como los llamaba a los tres— antes de las siete y cuarto.

No le extrañaba que estuvieran callados, debían de estar hambrientos.

Al cabo de un momento empezaron a hablar de barcos, que era uno de sus temas favoritos, además del hockey. Birgitta siguió la conversación sin participar. Hacía cierto tiempo que Jacob tenía pensado comprar otro barco y al final quedó decidido que irían los tres a Västerås, para ver uno que estaba en venta.

—¡Qué bien lo pasaréis! —dijo Birgitta.

Nadie le contestó.

Cuando terminaron de cenar, se fueron al salón sin quitar los platos de la mesa. Birgitta los recogió, ordenó la cocina y guardó la comida sobrante en tres fiambreras: una roja para Jacob y dos azules para que los gemelos se las llevaran a su casa. El sonido de sus voces la tranquilizaba. El ruido del televisor mezclado con los comentarios de su marido y sus hijos eran la banda sonora de su vida desde los cuarenta y tantos años, cuando casi por milagro había logrado ser madre. Ya había hecho su trabajo, había cumplido su misión. Los gemelos ya eran mayores y podían arreglárselas solos. De hecho, ya no hacían caso de casi nada de lo que ella les decía.

A veces se ponía a rememorar épocas pasadas, cuando eran pequeños y estaban indefensos, cuando se colaban por las noches en su dormitorio y se metían en la cama con ella y con Jacob. El dolor de pensar que aquellos tiempos no volverían nunca más la hacía estremecerse. Después se sentía tonta. No podía reprimir la envidia por los padres y las madres de sus alumnos, que estaban viviendo la mejor época de su vida.

 

 

Dos horas después de la cena, Birgitta y Jacob salieron juntos a la puerta para despedir a sus hijos. Los vieron atravesar el jardín y salir en dirección a la parada del autobús, y entonces Jacob cerró la puerta y se volvió hacia ella.

—¿Por qué has tardado tanto en volver? —le preguntó.

Tenía la mandíbula tensa, la movía, parecía como si masticara.

—Cariño, teníamos reunión de padres y...

El primer puñetazo cayó en el mismo lugar que la semana anterior. Birgitta se desplomó y él se la quedó mirando en el suelo con expresión impávida, sin mover un músculo.

—Si no fueras tan jodidamente fea empezaría a sospechar que tienes una aventura. Pero ¿quién va a querer follar contigo? —dijo.

Birgitta miraba fijamente la mano derecha de su marido. Notó que le temblaban los dedos. Era como si no acabara de decidir si debía continuar. Pero Birgitta lo sabía. Conocía lo suficiente a Jacob para saber que vendrían más golpes. Lo sabía desde la mañana. Lo había notado callado y absorto en sus pensamientos. Cuando no le gritaba, se le encendían las alarmas.

La visita de los gemelos no había hecho más que aplazar el mal trago. Jacob se agachó, la agarró de la blusa y ella cerró los ojos. Llegó el golpe. Sintió que se le escapaba el aire de los pulmones. Rodó a un costado, de cara a la pared, y oyó pasos que se alejaban en dirección al salón.

Se quedó en el suelo unos minutos, reuniendo fuerzas; finalmente se apoyó en la pared y, con mucho esfuerzo, se levantó.

 

 

Ingrid

Dejó a Lovisa jugando sola y fue al baño a lavarse los dientes. No quería mirarse al espejo. Bajó la tapa del váter, se sentó e hizo varias inspiraciones profundas. Tommy había estado en casa muy poco, e incluso en los raros momentos que habían coincidido, Ingrid casi no le había dirigido la palabra y le había respondido con monosílabos cuando él le había pedido algo. Y, sin embargo, Tommy parecía no darse cuenta de nada.

Una parte de ella sólo quería continuar como si nada. Cientos de miles de mujeres, quizá millones, convivían con una pareja infiel. Sabía que Tommy la había engañado anteriormente, pero ella lo había perdonado. ¿Qué habría pasado si no lo hubiera hecho? Lovisa habría tenido que crecer con un padre y una madre que vivían separados. Ella, por su parte, probablemente habría vuelto al periodismo. No pasaría el día entero metida en casa, ni viviría con una constante sensación de inquietud, ni se sentiría inútil.

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