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Mujeres que no perdonan(2)
Author: Camilla Lackberg

Malte resopló, mirando a su amigo y no a ella, y repitió lo que acababa de decir su mujer, con voz aguda y exagerado acento ruso. Lars se atragantó de risa y la cerveza le corrió por el cuello.

—Todo lo que tiene de guapa lo tiene de tonta —añadió Malte.

A Lars todavía le goteaba la cerveza por el cuello.

 

 

El olor a comida le impregnaba la ropa. Malte le había prometido que repararía el extractor de la cocina, pero no lo había hecho. Metió los platos sucios en el lavavajillas. Los hombres estaban hundidos en el sofá. En la mesa de centro había varias latas vacías. Pronto se quedarían dormidos y entonces ella podría empezar el día. Empezarlo de verdad. Miró con disimulo el sofá, para ver dónde tenía Malte el teléfono móvil, y se tranquilizó cuando pudo localizarlo entre dos latas de cerveza.

—Tendría que haberme traído una tailandesa, igual que la tuya. Cocinan mejor, follan mejor... —dijo Malte, antes de eructar.

—¿Por qué no la mandas de vuelta? —preguntó Lars con una risita.

—Eso digo yo. ¿Por qué no? Me pregunto cuál será la política de devolución de parientas defectuosas —respondió Malte entre resuellos de risa.

—No creo que te devuelvan el dinero. Como mucho, un cupón de regalo —soltó Lars.

—Sí, la mercancía ya está más que usada.

Volvieron a estallar en carcajadas, mientras el lavavajillas empezaba a llenarse de agua.

 

 

Ingrid

Aparcó delante del colegio Högland, apagó el motor y se quedó quieta, con las manos sobre el volante. Había llegado con una hora de antelación.

Catorce años de carrera periodística, dos de ellos de corresponsal en Estados Unidos, y tantos premios que había perdido la cuenta. Tiempo atrás tenían los diplomas, las fotos y los recortes de periódicos enmarcados y colgados de las paredes de casa. Cuando a Tommy lo nombraron director del periódico, poco después del nacimiento de Lovisa, los dos —de común acuerdo— decidieron que Ingrid se quedaría en casa con la pequeña. Ser director de Aftonpressen era algo más que un trabajo; era un estilo de vida, como decía Tommy. Si hubiera sido al revés, si le hubieran ofrecido a ella un puesto tan importante, él habría hecho el mismo sacrificio. Se lo podía garantizar. Ingrid se había adaptado. Había metido en una caja de cartón de Ikea los momentos culminantes de su carrera, los había guardado en el altillo y había asumido el papel de ama de casa. En los últimos tiempos pensaba cada vez con más frecuencia en sus años como periodista. A veces, cuando se quedaba sola, bajaba la caja del altillo y repasaba los recuerdos. La última vez había sido ese mismo día. Al final había devuelto la caja a su sitio, antes de que fuera la hora de recoger a Lovisa y de que Tommy volviera del trabajo.

Se sobresaltó cuando alguien le golpeó la ventanilla, pero acertó a poner cara sonriente de madre de alumna antes de girar la cabeza y reconocer a Birgitta Nilsson, la maestra de Lovisa. Sin proponérselo, echó una mirada al reloj y sólo entonces bajó el cristal. Todavía quedaba rato para que las clases acabaran, ¿por qué habría salido?

—Voy al médico —le dijo Birgitta con una sonrisa—. Nada grave. Solamente un control rutinario.

A Ingrid le caía bien la maestra, que ya casi tenía edad de jubilarse. La clase de Lovisa sería la última que tendría a su cargo.

—Suerte —le dijo.

—Ayer vi a Tommy en Agenda. ¡Qué bien estuvo! Es tan sensato... ¡Y qué bien habla! Debes de estar muy orgullosa.

Birgitta entrelazó los dedos de ambas manos.

—Mucho.

—Y pensar que en otoño encontró tiempo para venir a hablarles a los niños de su trabajo. ¡Con lo ocupado que estará! Cuando el resto de los profesores se enteraron de que vendría, se entusiasmaron tanto que tuvimos que reservar el auditorio. Lovisa estaba tan contenta... Y yo también.

—¡Qué bien! Sí, Tommy siempre encuentra tiempo para todo.

La maestra le dio una palmadita en el hombro, dio media vuelta y se marchó en dirección al metro.

Ingrid subió el volumen de la música.

En realidad no necesitaba confirmar la infidelidad de Tommy. Ya lo sabía. Desde el verano lo notaba cambiado. Se preocupaba más por su aspecto y hasta había contratado a un entrenador personal. Antes podía hablar delante de ella de todas las decisiones de la redacción. Sabía que Ingrid conocía las reglas y jamás filtraría nada. Desde hacía un tiempo, sin embargo, se disculpaba y se iba con el teléfono al estudio o al jardín.

—Es la nueva política de la dirección —le explicó cuando ella se lo había preguntado—. Además, ahora ya no te interesan tanto estas cosas, ¿no?

Pero Ingrid quería saber quién era la mujer que se acostaba con su marido. Probablemente alguien de la redacción. Así se habían conocido ellos; así solían conocerse los periodistas.

Cada día hojeaba un ejemplar del periódico que Tommy llevaba a casa. Ya casi no reconocía ninguna de las caras que aparecían en las cabeceras de los artículos. Muchos de sus antiguos colegas se habían ido del periódico, y otros habían dejado atrás la agotadora vida de reportero para pasar a dirigir secciones.

¿Sabrían sus compañeros de entonces que Tommy le estaba siendo infiel? ¿Le tendrían pena? ¿Lo ayudarían a él a disimular? Ingrid tenía un plan para averiguar con quién la engañaba su marido, pero aún no sabía qué haría después.

 

 

Victoria

Malte y Lars roncaban uno al lado del otro en el sofá. Sus cuerpos obesos desprendían un tufo acre a sudor y alcohol. Victoria se llevó al sótano el teléfono de su marido. Entró en el cuartucho donde Malte guardaba el alambique para fabricar aguardiente casero, cogió una botella del líquido transparente y fue a sentarse en el sofá de terciopelo, delante del televisor apagado. En el mueble del televisor, claramente a la vista, se alineaba toda la colección de películas porno de Malte. Victoria había visto varias veces cada una de las películas. Así había aprendido sueco. Malte la tenía aislada: En la casa no había conexión a internet.

Victoria tenía teléfono propio, pero era de prepago y las cien coronas de saldo que Malte le ponía cada mes no eran suficientes para llamar a Rusia. La única forma que tenía de mantener el contacto con su madre era compartiendo la conexión a internet del móvil de Malte con su teléfono.

Los primeros meses había querido creer que la vida en Suecia podía ser tolerable. Nada en comparación con los años que había pasado con Yuri, pero tolerable. Malte era amable con ella. Aburrido, pero amable. Le regalaba flores medio marchitas, la felicitaba por los platos que cocinaba y la llamaba «mi mujercita». Claro que no era fácil acostarse con él, tenerlo cerca, sentir sobre la piel sus manos torpes, pero al menos la trataba como a un ser humano.

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