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Mujeres que no perdonan(6)
Author: Camilla Lackberg

Se aclaró la garganta, se puso de pie y fue a la cocina.

Junto al voluminoso frigorífico de acero inoxidable había un Mac abierto, que mostraba en la pantalla el calendario compartido con Tommy. Allí apuntaban ambos sus citas y compromisos para poder coordinar sus actividades en el día a día. El color de Tommy era el azul y el suyo, el rojo. El noventa por ciento de los eventos del calendario eran de Tommy: reuniones, reuniones, reuniones, galas, presentaciones, encuentros de periodistas... Excepto tres sesiones en el gimnasio, todos los eventos de Ingrid tenían que ver con Lovisa: recogerla de la escuela, dejarla, danza, fútbol, clases de refuerzo... Lo único que alteraba el patrón a lo largo de la semana era una reunión con la maestra de Lovisa, marcada en verde por ser una actividad común. Tommy se había ofrecido estoicamente a acompañarla.

Cerró irritada la ventana del calendario, abrió el navegador y tecleó en la búsqueda de Google: marido infiel, qué hacer.

 

 

Victoria

Aparcaron delante del desangelado supermercado ICA de Heby. El cielo gris presagiaba lluvia. Gente vestida con monos de trabajo cargaba bolsas hacia sus coches de aspecto oxidado. Victoria entró y cogió un carro.

—Date prisa y no compres mierda inútil. No soy millonario —masculló Malte.

«No hace falta que lo digas», pensó Victoria.

Malte echó a andar delante de ella. Como la camiseta le quedaba corta y los pantalones grises de deporte se le caían, le quedaba al descubierto media raya del culo. Pero a él le daba igual. Iba saludando con un «qué hay» o un movimiento de cabeza a todos los conocidos con quienes se cruzaba.

En la sección de lácteos empezó a resoplar y a hacer gestos exagerados de impaciencia en cuanto Victoria vio a Mi, la mujer tailandesa de Lars. Era pequeñita y tenía una sonrisa enorme, como si alguien le hubiera hecho un tajo en la cara de oreja a oreja. Siempre estaba contenta. ¿Cuál era su problema? ¿De verdad le gustaba vivir en aquel agujero infecto con esos garrulos?

—¡Hola, Victoria! ¿Cómo estás? —dijo Mi con su fuerte acento y su voz cantarina.

Victoria le devolvió el saludo con una sonrisa rígida. Para entonces, Malte y Lars también se habían encontrado y sus risotadas comenzaban a resonar en todo el supermercado.

—Yo, fideos para cenar. ¿Tú? —preguntó Mi con cara de felicidad, echando un vistazo dentro del carro de Victoria y levantando los diferentes artículos para inspeccionarlos.

«Cianuro y pastel de vidrio picado», pensó Victoria.

—Patatas y carne guisada —respondió.

No tenía ganas ni de hacer un esfuerzo para sonreír. Los dos hombres venían andando hacia ellas y Malte le había pasado un brazo por los hombros a Lars.

—¡Esto tenemos que celebrarlo! Olvídate de esa basura —le dijo a Victoria, señalando el carro de la compra.

Ella lo miró con expresión interrogante.

—¡Lars va a ser padre! —explicó Malte, dándole una palmada a su amigo en la espalda.

—Me lo ha dicho Mi esta mañana —repuso Lars orgulloso.

Victoria suspiró contrariada. Salir de la casa siempre era agradable. El viaje hasta Heby no era precisamente un estallido de alegría, pero al menos interrumpía la sordidez diaria. Sin embargo, ahora tendría que pasar toda la tarde y parte de la noche en la taberna del pueblo.

—¿Ya no vamos a hacer la compra? —preguntó.

—¡¿Será posible que nunca puedas tener ni un puto mínimo de alegría y de espontaneidad?! —bramó Malte—. Ya has oído a Lars y a Mi: van a ser padres. Tenemos que celebrarlo.

—Entonces tengo que volver a casa a cambiarme. Y tú también —replicó Victoria, señalando los pantalones de deporte manchados de su marido.

—¡Déjame en paz! Lars me prestará una camisa. ¿A que sí, Lars? Y tú puedes ponerte un vestido de Mi. ¡Será divertido!

Victoria miró a la pequeña tailandesa, que le sonreía con el pulgar en alto, y sintió un escalofrío.

 

 

Ingrid

Sentada a la mesa de la cocina, Ingrid observó que la ola del #MeToo se iba extendiendo por toda Suecia y el mundo entero. Procedente de Estados Unidos, ya estaba en todas partes.

Su muro de Facebook se había llenado de mujeres que daban la cara, alzaban la voz y contaban sus historias. Violaciones, acoso sexual, abusos de poder. Todas tenían algo que explicar, todas. Era hipnótico. No podía dejar de leer.

Se puso a repasar su vida. La adolescencia en Västerås. Los años en que ni siquiera se paraba a reflexionar cuando la llamaban «zorra» por rechazar los avances de un machito en una discoteca. Las veces que se había despertado sin bragas y con recuerdos fragmentarios de sentir unas manos sobre su cuerpo después de una noche de fiesta y borrachera. Por supuesto que habían sido abusos. Y eso no era todo. También estaban los primeros años en el periódico. Las compañeras, que la aconsejaban no quedarse a solas con determinados reporteros y fotógrafos. Los colegas, que se lo tomaban a broma cuando uno de ellos bebía demasiado y se ponía a pellizcar culos o tetas. El periodista de la sección de sucesos, que cuando ella le había tendido la mano para presentarse, en su primera semana de trabajo, se había limitado a observarla y, en lugar de decirle su nombre, había comentado: «Bonitos labios de chupapollas».

Durante mucho tiempo el abuso había formado parte del juego, pero ahora las reglas estaban cambiando.

Ingrid dejó sobre la mesa el móvil y se levantó. Fue al cuarto de Lovisa a ver si se había dormido. La estaba arropando con la manta cuando oyó el ruido del coche de Tommy y a continuación sus pasos, que se acercaban rápidamente por el sendero. Cerró la puerta del cuarto de Lovisa y bajó la escalera.

Tommy se estaba quitando los zapatos. Cuando la vio, hizo un gesto de desesperación.

—¡Qué día tan espantoso! Y mañana tengo que estar otra vez en la redacción a las siete en punto. —Al ver que Ingrid no decía nada, continuó—. Un tema delicado. Jodidamente delicado. Dentro de media hora me envían la versión final del artículo.

Pasaron juntos a la cocina. Ingrid puso la cafetera mientras Tommy se sentaba a la mesa.

—Hoy han venido dos colaboradoras a hablar conmigo. Quieren que el periódico despida a Ola Pettersson y Kristian Lövander. Por lo visto, su comportamiento es inadmisible.

—Pero tú ya lo sabías, ¿no?

Pensó en echarle en cara la traición, pero cada vez que estaba a punto de hacerlo, la lengua se le paralizaba. ¿Por qué le resultaba tan difícil?

Tommy sonrió vagamente.

—Sí, pero tampoco es tan grave. Son dos dinosaurios de otra época. Todo eso de la igualdad de género es una novedad para ellos. Y los dos empinan bastante el codo, no saben controlarse. No lo hacen por maldad. Además, son necesarios en el periódico. Son dos periodistas respetados, con una trayectoria que no muchos pueden igualar. Los lectores confían en ellos. ¡Por favor! ¡Lövander fue mi maestro cuando llegué a Aftonpressen! ¡No puedo echarlo a la calle!

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