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Mujeres que no perdonan(3)
Author: Camilla Lackberg

Se sentía agradecida porque la había sacado de Rusia. Pero al cabo de medio año, empezó a cambiar. Se volvió malo. Dejó de ducharse. Olía cada vez peor. En lugar de acostarse con ella, se bajaba los pantalones hasta las rodillas, se sentaba en el sofá y la llamaba a gritos para que lo satisficiera.

Ella obedecía. Le daba miedo. Aunque nunca le había levantado la mano, estaba totalmente a su merced. Malte podía hacer que su vida fuera todavía peor de lo que ya era.

No tenía adónde ir, la casa era una cárcel. Si al menos hubiera tenido una amiga, alguien que de verdad fuera amable con ella y la tratara como a una persona y no como a una muñeca inflable con funciones de cocinera y empleada doméstica, todo habría sido muy distinto.

Bebió un trago del aguardiente casero e hizo una mueca de disgusto. Su madre no había contestado a su último correo. Victoria le ocultaba su situación. Le decía que estaba muy bien y que tenía muchas amigas. Que Malte la mimaba y que, tal como su madre le había anticipado, era bueno y de trato amable, y tenía un alto cargo en una gran empresa informática. Le describía con todo detalle las cenas elegantes, los viajes al Mediterráneo, los amigos importantes y los planes de tener hijos.

Le agradecía a su madre que hubiera tenido la buena idea y la previsión de aconsejarle que se casara con un sueco.

 

 

Birgitta

En la sala de espera del pequeño ambulatorio del centro de la ciudad, Birgitta Nilsson seguía pensando en Tommy e Ingrid Steen. Dos personas fantásticas, inteligentes y con sentido del humor. Su hija Lovisa había heredado la belleza de la madre y la elocuencia del padre.

Se subió la manga de la blusa y dejó que las uñas rozaran el eccema que le había salido en el codo. Después se apoyó la palma de la mano sobre la costilla izquierda dolorida.

Todavía le faltaban dos años para jubilarse. Su marido, Jacob, ya tendría que haberse retirado, pero como la empresa de contabilidad era suya, quería seguir trabajando. A veces a Birgitta le gustaba imaginar que, de no haber sido por eso, se habrían comprado una casa en España y ahora estarían compartiendo una plácida y agradable vida de pensionistas. Y que sus hijos Max y Jesper, los gemelos de poco más de veinte años, irían a visitarlos de vez en cuando acompañados de sus novias. Pero en realidad Birgitta no necesitaba una casa en España. Lo único que le pedía a la vida era el amor de las personas que más quería en el mundo.

Estaba tan absorta en sus pensamientos que no se dio cuenta de que tenía delante a una enfermera que la estaba llamando.

—Birgitta Nilsson.

—¡Discúlpeme, por favor! Estaba distraída.

Se levantó y siguió a la enfermera por un pasillo, hasta la puerta abierta al final. La enfermera le indicó con la mano que pasara.

—Muchas gracias y discúlpeme de nuevo. Empiezo a hacerme mayor y a veces me despisto un poco —se excusó Birgitta, antes de entrar en la consulta.

El médico era un hombre bien parecido de unos treinta y cinco años, de pelo negro bien peinado, líneas de la mandíbula definidas y labios generosos. Birgitta le estrechó la mano y el doctor le indicó que se sentara. Se aclaró la garganta y empezó a hablar, pero Birgitta no le prestaba atención, distraída por la fotografía enmarcada que había sobre la mesa. Una preciosa mujer morena y dos niños pequeños de espesas y largas pestañas y pelo corto yacían sobre la arena de una playa, sonriendo a la cámara.

—¡Qué familia tan bonita! —exclamó, en medio de la explicación del médico.

El hombre se interrumpió y desvió la vista hacia la fotografía.

—¡Qué orgulloso debe de estar de esos ángeles y de esa mujer tan guapa!

—Sí, así es. Muchas gracias. Pero ahora deberíamos...

El doctor señaló el papel que tenía en la mano. Por primera vez, Birgitta notó que parecía preocupado.

—Tendrá que disculparme, no digo más que tonterías. Yo estoy hablando de intrascendencias cuando usted seguro que va muy justo de tiempo y tiene un montón de pacientes esperando. Continúe, por favor.

El médico se acomodó un mechón suelto que le caía sobre la frente y se rascó la mejilla. La miró a los ojos con expresión amable.

—Por desgracia, es lo que temíamos. Tiene un tumor en el pecho.

Se quedó esperando una reacción de su paciente, pero no se produjo.

—¿Ha oído lo que le he dicho, Birgitta?

—Sí, claro.

El médico se inclinó hacia delante, apoyó una mano sobre una de las de ella y volvió a mirarla a los ojos.

—Es normal que esté sorprendida, preocupada y asustada. Pero las probabilidades de supervivencia son buenas. Nos pondremos en contacto con usted en cuanto tengamos fecha y hora para la operación.

Birgitta le sonrió.

—Gracias. Me parece bien.

Cuando se puso de pie, las patas de la silla arañaron el suelo.

—¿Quiere que llamemos a alguien para que venga a buscarla?

Birgitta hizo un gesto negativo.

—No, es mejor no importunar a nadie. Puedo arreglármelas sola.

El médico murmuró algo y Birgitta le tendió la mano para despedirse.

—Ha recibido muchas citas para hacerse una mamografía, pero no ha venido nunca —insistió el doctor.

El hombre la miró intrigado y ella sonrió. No podía decirle la verdad.

—Siempre tenía muchas cosas que hacer.

Le soltó la mano y salió de la sala.

 

 

Ingrid

Tommy roncaba ruidosamente. Ingrid apoyó los pies descalzos sobre el suelo, se arregló el camisón y se levantó. Con paso cauteloso, salió del dormitorio y bajó la escalera. Cogió el abrigo de Tommy y el kit de costura, se metió en el baño y cerró la puerta. Rápidamente, deshizo los puntos que había cosido la tarde anterior e introdujo la mano. Sacó la grabadora, que tenía encendida la luz verde. Todavía estaba funcionando. Detuvo la grabación, comprobó que la luz se apagaba y suspiró.

Tuvo que reprimir el impulso de escuchar de inmediato el contenido de la memoria. En lugar de eso, volvió a coser el forro, abrió la puerta y fue a colgar el abrigo.

Se guardó la grabadora en el bolsillo de la chaqueta y se dirigió a la cocina, para servirse un vaso de agua. Unas horas más tarde, Tommy intervendría en el programa Noticias matinales y ella llevaría a Lovisa a jugar a casa de una amiga. Entonces tendría tiempo de escuchar toda la grabación. Apoyó la cabeza sobre la almohada y recordó cuánto la fastidiaba tener que escuchar grabaciones cuando trabajaba de periodista. Ahora apenas podía contenerse.

 

 

Victoria

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