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Mujeres que no perdonan(10)
Author: Camilla Lackberg

—Esos dos cabrones tienen que estar fuera de este periódico dentro de cuarenta y ocho horas —dijo ella en tono sereno, levantándose de la silla.

Cuando salió del despacho, estaba temblando de rabia. Atravesó la redacción mirando fijamente adelante, sin saludar a nadie.

 

 

Victoria

Malte dormía a su lado. Cada poro de su cuerpo voluminoso desprendía un sofocante hedor a alcohol. Victoria apoyó los pies en el suelo y abrió un poco más la ventana antes de meterse otra vez debajo de las mantas. Tres minutos después, volvió a levantarse.

Malte se quedaría durmiendo hasta tarde al día siguiente. Si ella cogía la furgoneta, se marchaba a Estocolmo y allí se embarcaba en el ferry a San Petersburgo, él ni siquiera lo notaría. Lo único que necesitaba era el pasaporte y unos cuantos miles de coronas para la gasolina y el billete. Podría instalarse en algún pueblecito de la costa del Báltico donde nadie la conociera, conseguir trabajo en una tienda y empezar de nuevo.

Cualquier cosa antes que seguir siendo la bestia de carga de Malte.

Salió al vestíbulo, fue al piso de abajo y miró a su alrededor. Su marido guardaba los objetos de valor en una pequeña caja fuerte, donde también solía haber dinero en efectivo. Sintió que el corazón le palpitaba con fuerza en el pecho. Estaba excitada y llena de energía.

Por fin iba a salir de allí. Se puso a tararear la melodía del himno nacional ruso mientras sacaba las llaves de la casa de la maceta donde estaban escondidas. Malte siempre se había negado a mostrarle las llaves, pero la noche anterior se traicionó: al echársele encima hizo caer una de las macetas del alféizar de la cocina, de la que salió disparada una llave. Victoria hizo ver que no se daba cuenta de nada. Malte, a pesar de la borrachera, consiguió devolverla a su lugar. Fuera, una espesa niebla cubría el campo oscuro.

Se acercó a la caja fuerte y la abrió. En el fondo encontró su pasaporte color burdeos y, en un sobre, diez mil coronas. Cogió el dinero y se guardó el pasaporte en el bolsillo trasero de los vaqueros. Se puso una cazadora gruesa de abrigo y recorrió con la vista el vestíbulo. No necesitaba nada más. No quería conservar ningún recuerdo de la casa.

Malte tenía la costumbre de dejar las llaves de la furgoneta colgadas de un gancho al lado de la puerta. Victoria las buscó a tientas, pero no estaban.

 

 

Ingrid

No había sabido nada de Tommy desde su visita a la redacción. No tenía ni idea de dónde estaba, lo único que sabía era que las cosas habían cambiado, y para siempre. Se quedó mirando la imagen de la mujer en la pantalla del ordenador.

Había entrado en la web de Aftonpressen-TV para ver las últimas noticias sobre los casos de acoso sexual destapados por la campaña #MeToo cuando de repente... esa voz. La misma que reía nerviosamente en la grabación, dentro del coche de Tommy. Y ahora esos labios. Los mismos que habían masturbado a su marido. Congeló la imagen y se acercó a la pantalla. La presentadora Julia Wallberg era rubia, tenía grandes ojos verdes y unos labios perfectos para hacer anuncios de helados. Era tremendamente guapa. Y muy joven. ¿Cómo de joven? Ingrid lo consultó en la Wikipedia. Veinticinco años. Su carrera había sido meteórica y ese mismo año la habían distinguido como una de las personas menores de treinta años más influyentes de Suecia. ¿Se habría cruzado con ella en la redacción? No, Ingrid no lo creía. Buscó su cuenta de Instagram. Veintidós mil seguidores. Fotos suyas en el estudio de televisión, en un bar, en diferentes terrazas...

Una foto tomada en Palma. Tommy también había viajado a Mallorca en julio, con un amigo de la infancia. Ingrid se levantó y fue a consultar la agenda en el ordenador, al lado de la nevera. Las fechas coincidían. ¿Desde cuándo serían amantes? Volvió a mirar la cuenta de Instagram y, curiosamente, observó que Julia Wallberg acababa de publicar una foto en un conocido restaurante italiano, Taverna Brillo.

Subió rápidamente al cuarto de Lovisa para comprobar que estaba durmiendo y se metió en el baño, se maquilló a toda prisa, se puso una chaqueta, salió y cerró la puerta con llave.

 

 

Victoria

Habían pasado veinte minutos y Victoria seguía sin encontrar las llaves de la furgoneta. No estaban en ninguna de las chaquetas de Malte ni en la cajonera junto a la puerta. Hizo una inspiración profunda. ¿Sería posible que se hubieran quedado en los vaqueros de su marido, en el dormitorio? Malte tenía el sueño pesado, pero Victoria no tenía ganas de desafiar al destino poniéndose a rebuscar en la habitación.

Bajó poco a poco el picaporte y forzó la vista en la penumbra. Un vaho caliente de sudor y cerveza rancia le golpeó la cara. Se quitó los zapatos.

—Es la última vez —murmuró en ruso para sus adentros y entró tan silenciosamente como pudo.

Malte seguía roncando. Enseguida se le acostumbraron los ojos a la oscuridad y no tardó en localizar los vaqueros de talla extragrande, tirados en una silla junto a la ventana. Empezó a buscar a tientas en los bolsillos. De repente, las llaves cayeron al suelo y el ruido la paralizó y le cortó la respiración. Miró a Malte. Había dejado de roncar y mascullaba algo. ¿Estaría hablando en sueños o se habría despertado? Victoria sintió que el aire viciado empezaba a quemarle los pulmones y no tuvo más remedio que abrir la boca y dejar escapar el aliento, procurando no hacer ruido. Inspiró otra vez y se agachó para buscar por el suelo. Al fin tocó metal y aferró las llaves. Las rodeó con la palma de la mano para que no hicieran ruido al entrechocar. Entonces se tumbó en el suelo y salió arrastrándose en dirección a la puerta.

 

 

Ingrid

Colgó el bolso y el abrigo de un gancho de la barra y pidió un gin-tonic. El restaurante estaba atestado de gente joven, estilosa y a la última. El espejo detrás de la barra le permitía dominar todo el local sin tener que volverse. En una de las mesas redondas estaba Julia Wallberg con dos amigas, vestida con blusa blanca y falda azul marino. De vez en cuando se le acercaba alguien, intercambiaba con ella unas palabras y se hacía un selfie con ella. Julia reía y parecía estar a gusto. También daba la impresión de tratar con amabilidad a las personas que la abordaban, aunque Ingrid no podía oír nada de lo que decían.

Haciendo pantalla con una mano sobre el teléfono, abrió el navegador y escribió el nombre de Julia en el campo de búsqueda. Ya que estaba ahí sin hacer nada, podía aprovechar el tiempo para investigar un poco. El problema era que no tenía ni idea de lo que haría después. ¿Confrontar a Julia? ¿Preguntarle cómo podía haberse dejado envolver en una aventura con un hombre casado?

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