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Mujeres que no perdonan(12)
Author: Camilla Lackberg

Victoria lo miró con desprecio.

—No quiero quedarme aquí contigo. Quiero divorciarme. Echo de menos mi país.

Durante unos segundos Malte pareció sorprendido, como si de repente fuera a cogerla de la mano, darle unas palmaditas y decirle: «Te entiendo». Pero su expresión de asombro no tardó en transmutarse en rabia.

Enderezó la espalda, dio un paso al frente y cogió a Victoria por el brazo, con la intención de sacarla a la fuerza de la furgoneta.

—¡Maldita zorra desagradecida! —le gritó, arrojándola contra la puerta del vehículo—. ¿Pensabas huir? ¿Abandonarme, después de todo lo que he hecho por ti?

Mirándola fijamente, fue hacia ella y la agarró por el cuello; Victoria tenía que esforzarse para respirar.

—¡Suéltame, suéltame! —chilló ella.

El mundo empezó a dar vueltas a su alrededor y unos puntos rojos de luz comenzaron a bailarle en la retina. Se dio cuenta de que iba a morir.

—Me he portado muy bien contigo —le dijo Malte, mirándola a los ojos.

Victoria intentó responder, pedirle perdón, pero no consiguió articular ninguna palabra. Solamente pudo proferir una especie de estertor y al instante siguiente perdió el conocimiento.

 

 

Ingrid

El plan era embestirlos. Saldrían despedidos por el aire y morirían. Ella, por su parte, huiría a toda velocidad, giraría a la derecha por el puente en dirección a Liljeholmen y se perdería en la noche. Sería uno de tantos accidentes en los que el conductor se da a la fuga. Un conductor en estado de embriaguez habría acabado de manera totalmente fortuita con las vidas del director de Aftonpressen y de la estrella en ascenso de la televisión del periódico. Mientras avanzaba hacia ellos a toda velocidad, Ingrid ya podía verse a sí misma en la iglesia, de luto y con la cara oculta tras un velo, aceptando dignamente las condolencias.

El velocímetro marcaba setenta y tres kilómetros por hora y quedaban unos veinte metros por recorrer.

Tommy levantó la vista y quedó paralizado. La boca de Julia esbozó un grito.

En ese mismo instante, Ingrid comprendió su error. El GPS. ¿Sobre cuántos casos había escuchado en los que la tecnología hacía saltar por los aires la coartada del asesino? Aunque Ingrid limpiara el coche de sangre y le explicara a la policía que había estado toda la noche en casa, la investigación no se detendría, sobre todo cuando se supiera que Tommy estaba con su amante. Acabaría en la cárcel. En el último momento, dio un volantazo a la derecha.

El coche derrapó y pasó a escasos centímetros del cuerpo de Tommy. Ingrid recuperó el control del vehículo sobre el asfalto resbaladizo y aceleró. Por el retrovisor vio que Tommy y Julia la seguían con la vista.

Ahora ya sabían que estaba al corriente de su traición.

¿Cómo reaccionaría Tommy?

El semáforo estaba en rojo, pero no había coches a la vista. Giró a la derecha, hacia el puente de Liljeholm. No sabía si era mejor llamar a Tommy o esperar a hablar con él personalmente. Quizá optara por quedarse en casa de Julia para serenarse y decidir qué hacer a continuación. ¿Y ella? ¿Qué debía hacer?

¿Pedir el divorcio? ¿Buscar trabajo como periodista? El avance de la digitalización había reducido su valor en el mercado de trabajo. Ni siquiera tenía cuenta de Twitter. Pero estaba obligada a ganarse la vida. Las capitulaciones que habían firmado antes de la boda eran meridianamente claras: en caso de divorcio, no podía esperar ni un céntimo de Tommy. ¿Qué haría él? ¿La dejaría? ¿Comenzaría una nueva vida con Julia? La chica era joven y suponía que querría tener hijos. Ingrid adelantó un camión sin poner el intermitente y volvió a situarse en el carril de la derecha. No, el divorcio no era una opción. Por muchas vueltas que le diera, sólo había una solución: Tommy tenía que morir. Por su traición y para que Lovisa y ella no tuvieran que sufrir la humillación de malvivir en un apartamentucho alquilado de las afueras.

 

 

Birgitta

En el altillo estaba la casa de muñecas con la que Birgitta jugaba de niña y que en otro tiempo había pensado regalar a la hija que nunca había tenido. Una vez la había bajado para que jugaran los gemelos cuando eran pequeños. Pero entonces había llegado Jacob y se había puesto como una fiera.

—¡¿Estás loca? ¿Quieres que nos salgan maricones?! —le había gritado, antes de darle una patada a la casita de muñecas.

Birgitta se había apresurado a devolverla a su sitio en el altillo, para que Jacob no se la llevara a la leñera. Pero él se había desentendido enseguida y se había llevado a los niños a jugar al descampado, provistos de palos de hockey.

Pasó la mano por el tejado de la casa en miniatura. Cuando se había convencido de que nunca tendría una hija, había decidido guardarla para sus nietas, pero ahora sabía que probablemente no llegaría a ser abuela. Era una pena. Estaba convencida de que habría sido una buena abuela, o al menos que habría sido mejor abuela que madre.

Acarició por última vez la casita de muñecas y bajó la escalera con pasos cautelosos. No había dejado de ser madre. Todavía era responsable de sus hijos. Tenía que asegurarse de que siguieran viviendo bien cuando ella ya no estuviera. Los gemelos no tenían suficiente para vivir sin el dinero que Jacob les pasaba todos los meses, pero cada vez era más difícil ayudarlos económicamente. La gestoría de Jacob, que aparentaba mucho éxito y prestigio, en realidad estaba al borde del abismo. Birgitta sabía que su marido había cogido dinero «prestado» de algunos clientes para invertir en diferentes proyectos que al final no habían dado los resultados esperados. Era sólo cuestión de tiempo que todo se descubriera, y entonces Jacob acabaría mal, con toda seguridad, en la cárcel. Birgitta se las habría podido arreglar dejando la casa y mudándose a un apartamento. Habría podido reducir los gastos y seguir pasando unas dos mil coronas al mes a los gemelos. Pero ahora todo había cambiado. Ella se iba a morir y a Jacob lo meterían en la cárcel. ¡Pobres niños!

Habrían podido poner todos los bienes a nombre de Birgitta o de los chicos para proteger el patrimonio familiar, pero Jacob se había negado. Ahora le correspondía a ella encontrar una solución lo antes posible.

Fue al colegio en autobús, bajó a la biblioteca y encendió uno de los ordenadores. Inició la sesión como invitada y entró en Google.

 

 

Victoria

La habitación del sótano estaba en penumbra.

Si intentaba hablar, solamente le salía un gemido ronco. La garganta le dolía y la sentía inflamada, como cuando de niña tenía anginas. Hasta llorar le hacía daño.

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