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Mujeres que no perdonan(13)
Author: Camilla Lackberg

La noche anterior, cuando Malte la tenía agarrada por el cuello, había creído que se iba a morir.

Antes de perder el conocimiento, se había preguntado cuántas mujeres a lo largo de la historia habrían acabado su vida con esa misma imagen delante: la cara del hombre con el que se habían casado, con los rasgos desfigurados por la ira, asesinándolas.

Se había despertado en el suelo frío del garaje, había inhalado a grandes bocanadas el aire saturado de gasolina y se había quedado dos horas más tumbada antes de levantarse sobre las piernas temblorosas para entrar en la casa tambaleándose.

Malte no le había dirigido la palabra ni había ido a ver cómo se encontraba. Victoria estaba segura de que se habría quedado dormido en el sofá, después de emborracharse, ver partidos de fútbol y películas porno. Se había prometido que no sería una más de la lista de mujeres asesinadas: Malte jamás tendría la oportunidad de quitarle la vida. No pensaba permitir que ningún hombre la matara. Pero necesitaba ayuda. Y se le había ocurrido el modo de procurársela.

 

 

Ingrid

Pasaron tres días antes de que Tommy volviera a casa. Hasta el instante en que entró por la puerta, Ingrid dedicó todo su tiempo a perfeccionar el plan que había urdido.

Cuando oyó el ruido de la cerradura, se quedó tranquilamente sentada a la mesa. Tommy asomó la cabeza, la miró un momento y entró en la cocina. «Mantén la calma —se dijo Ingrid—. Todo depende de que mantengas la calma.»

Tommy separó una silla de la mesa. Lo hizo como siempre, con cuidado, levantando las patas un par de centímetros del suelo para no hacer ruido. Se sentó, mirando fijamente a Ingrid, que esperó unos segundos. Había prometido estar a su lado en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separara, y pensaba cumplir su promesa.

Su marido se aclaró la garganta.

—¿Cuánto hace que lo sabes? —le preguntó.

—Un par de semanas —respondió Ingrid en voz baja.

—¿Por qué no dijiste nada?

—¿Qué querías que dijera, Tommy?

—Algo, cualquier cosa. Pero en lugar de hablar, has intentado... matarme —respondió él con expresión de incredulidad.

—No he intentado matarte. Ni tampoco a ella. Solamente estaba triste. Enfadada.

—¿Y ahora?

—Ahora estoy sobre todo triste. —Se puso a quitar con la uña algo diminuto que se había pegado a la mesa—. ¿Me vas a dejar?

Tommy apoyó una mano encima de la de ella. Una mano grande y tibia. Pequeñas islas de pelitos le crecían en el dorso de los dedos. Antes, cuando eran jóvenes, ella solía ayudarlo a quitárselos con cera.

—No sé cómo podríamos superar esto.

Ingrid le apretó la mano.

—Lovisa te necesita, las dos te necesitamos —dijo, haciendo un esfuerzo para no derrumbarse—. No puedes abandonarnos. Pero si sigues con esa mujer, hazlo con discreción. Entiendo que la vida conmigo no siempre ha sido fácil.

Tommy se la quedó mirando, sin acabar de entender.

—¿Quieres decir que... no te importa?

Ingrid asintió.

—Puedo aceptarlo, si es lo que tú quieres. Pero hazlo discretamente, sin que nadie lo sepa. Si es la manera de que no me abandones.

A Tommy le costó disimular que se sentía como si acabara de tocarle el premio gordo de la lotería.

«Pobre infeliz —pensó Ingrid—. Pobre patético desecho humano.»

 

 

Segunda parte

 

 

Ingrid

Estacionó el coche en una zona de carga y descarga, delante del complejo Garnisonen. Se volvió y vio que su hija seguía absorta en la pantalla de su iPad.

—Espera aquí. Mamá vuelve enseguida —le dijo.

Salió del coche y comprobó que no hubiera policías en los alrededores. Un grupo de escolares equipados con chalecos amarillos reflectantes pasó a su lado. Empujó la puerta de la sucursal de correos y dejó salir a una señora mayor mientras estudiaba el techo del vestíbulo. No parecía que hubiera cámaras. En realidad, le daba lo mismo. Solamente iba a recoger un sobre en un apartado de correos. El apartado número 1905. Le había resultado fácil memorizarlo, porque era el año en que Noruega se había independizado de Suecia. Torció a la derecha y se detuvo delante de la larga fila de buzones metálicos. Estuvo a punto de quitarse los guantes de piel, pero se contuvo. Cuando encontró el buzón que buscaba, sacó la llave del bolso, la introdujo en la cerradura y la hizo girar. Dentro había dos cartas. Extrajo las dos, pero volvió a meter en el buzón la que tenía la palabra tres en el sobre, escrita con caligrafía anticuada. Ingrid era la número dos, lo mismo que el mes anterior.

Se preguntó quiénes eran las otras dos mujeres. Se habían conocido en un foro de internet, donde se quejaban de sus vidas y buscaban ayuda. Después pasaron a un chat encriptado que Ingrid conocía porque lo usaban muchos periodistas. Y ahí empezaron a urdir su plan.

Pero era mejor no pensar demasiado en ello. Seguramente tendrían sus razones, lo mismo que ella. Cuanto menos supieran unas de las otras, más seguro sería todo.

En los últimos tiempos, Tommy pasaba dos o tres noches por semana fuera de casa. Le habría gustado saber cómo le explicaría la situación a Julia. La joven presentadora debía de pensar que Ingrid estaba desesperada para permitir que su marido tuviera una relación extramatrimonial. ¿Se reirían de ella a sus espaldas? No le importaba.

Guardó el sobre en el bolso y salió de la pequeña sucursal de correos. Lovisa apenas levantó la vista cuando Ingrid abrió la puerta y se sentó al volante.

—Volvemos a casa, cariño.

—¿Estará papá esta noche?

Ingrid negó con la cabeza.

—No, esta noche no. Pero ha prometido que mañana vendrá directamente del trabajo.

 

 

Birgitta

El tiempo era horrible, la temperatura superaba por poco los cero grados y las carreteras estaban muy resbaladizas. En el maletero del coche alquilado había cinco metros de cable y un aerosol de pintura negra. Además, Birgitta había comprado una caja básica de herramientas, con destornillador y martillo. Pero se sentía como si circulara con una bomba o un par de kilos de droga en el coche. Había tenido mucho cuidado de no superar el límite de velocidad en todo el trayecto desde Estocolmo, pero cada tres segundos miraba por el retrovisor esperando ver aparecer en cualquier momento las luces azules de la policía.

La carta, que había quemado después de leer un par de veces, estaba escrita en un sueco bastante deficiente, lo mismo que las primeras llamadas de auxilio desesperadas que había encontrado en el foro en internet.

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