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Mujeres que no perdonan(11)
Author: Camilla Lackberg

Julia Wallberg —según pudo leer— había pasado la infancia en Borås, pero se había trasladado a Estocolmo para estudiar en la Escuela Superior de Kaggeholm. Paralelamente había abierto un canal de YouTube sobre temas políticos, que había hecho que Aftonpressen se fijara en ella. Vivía en Bergsunds Strand, en el barrio de Södermalm.

A Ingrid le temblaban las manos. Levantó la vista y miró a la joven mientras se llevaba el vaso a los labios. ¿Reconocería en ella a la mujer de su amante? Había llegado el momento de comprobarlo. Se arregló el pelo en el espejo, cogió el bolso y el abrigo, se levantó y pasó junto a la mesa de Julia con la mirada al frente.

En la mano llevaba el iPhone, discretamente dirigido hacia el objeto de su atención. Fue a los lavabos, entró en uno de los cubículos y cerró la puerta. Hizo una inspiración profunda. Le palpitaba el corazón y sentía débiles las piernas. Con manos temblorosas, detuvo la grabación y puso en marcha el vídeo. Cuando vio la reacción de Julia, no pudo reprimir una sonrisa. La joven periodista había puesto cara de sorpresa y le había dado un codazo a una de sus amigas, indicando a Ingrid con un movimiento de la cabeza. Ésta se sentó en el váter y orinó, mientras decidía qué hacer a continuación. Ya llevaba dos horas fuera de casa. Eran más de las once y lo más sensato habría sido regresar. Pero por alguna extraña razón, quería estar cerca de Julia. Salió discretamente de los lavabos y volvió a la barra por otro camino, justo a tiempo para ver que Julia se despedía de sus amigas. Esperó medio minuto y salió tras ella.

Llovía a mares.

Ya en la calle, echó a correr hacia Humlegården, donde había dejado el coche. En el preciso instante en que se sentó y cogió el volante, sonó un tono de notificación en el móvil. Puso en marcha el coche y empezó a bajar por Birger Jarlsgatan, mientras leía el mensaje de Tommy.

¿Estás en casa?

Sonrió. Julia ya debía de haberle contado que había visto a su mujer en un bar.

Mientras maniobraba el coche hacia Kungsgatan, en dirección al Centralbron, escribió su respuesta.

Claro. ¿Dónde iba a estar?

Con una sonrisa, dejó el teléfono en el asiento del acompañante y se concentró en la conducción. Los limpiaparabrisas funcionaban frenéticamente bajo la lluvia torrencial. Con un poco de suerte, llegaría al portal de Julia antes que ella.

 

 

Victoria

Sacó un jersey y unos pantalones de la cesta de la ropa sucia y los metió en una bolsa. Estaban arrugados y olían a usado, pero necesitaba una muda de ropa y no se atrevía a abrir el armario del dormitorio. Sacó dos latas de atún de la despensa, guardó un abrelatas en la bolsa y llenó de agua una botella de plástico. Solamente disponía del dinero que había cogido de la caja fuerte y tenía que durarle mucho tiempo.

Recorrió con la vista la casa en penumbra. ¿Se habría olvidado de algo? Recogió las botas para no hacer ruido y se dirigió hacia la puerta interior del garaje. La abrió con cuidado y se inclinó para ponerse las botas. El aire del garaje apestaba a gases de escape y aceite de motor.

Corrió a la furgoneta, introdujo la llave en la cerradura y la hizo girar. Arrojó la bolsa al interior del vehículo y se puso al volante. No tenía carnet, pero Yuri le había enseñado a conducir. Lo había hecho en un BMW y no en una desvencijada furgoneta Renault, pero se las arreglaría, sólo debía evitar que la policía la detuviera. Accionó el mando a distancia de la persiana del garaje. El rayo de luz procedente del exterior empezó a ensancharse delante del vehículo. Cuando se disponía a arrancar, notó un movimiento a sus espaldas.

La puerta interior del garaje se había abierto. Malte. Tenía que ser Malte.

—Pero ¡¿qué demonios...?! —lo oyó gritar.

Con manos temblorosas, introdujo la llave en el contacto. El motor empezó a toser y en ese preciso instante Malte abrió violentamente la puerta del lado del conductor.

 

 

Ingrid

Seguía lloviendo a cántaros. Los muelles de Bergsund estaban en gran parte desiertos. Ingrid había aparcado en doble fila a unos veinticinco metros del portal de Julia, pero la joven periodista todavía no había aparecido.

¿Se habría equivocado? ¿Quizá no pensaba volver a casa? ¿Tal vez tenía intención de pasar por otro local? Ingrid recordaba que, en su juventud, muchas mañanas se presentaba en la redacción sin haber pasado antes por su casa, directamente desde un bar.

El hilo de sus pensamientos se vio interrumpido por la aparición de un hombre que llegaba bajando la calle, con la cara oculta detrás de un paraguas rojo. Por un momento creyó que era Tommy, pero el hombre pasó de largo en dirección a Långholmen.

Ingrid encendió el motor, apagó los faros para no atraer miradas curiosas, subió la calefacción y puso las manos heladas bajo el chorro de aire caliente. ¿Qué haría cuando apareciera Julia? ¿Y si no venía sola? ¿Y si Tommy iba con ella? ¿Saldría del coche para que la vieran? ¿Gritaría, lloraría? ¿Se pondría a maldecir la traición y las mentiras de Tommy?

Desde Hornstull llegaba una pareja caminando, los dos bajo el mismo paraguas. Eran Tommy y Julia. Ingrid tensó las manos sobre el volante. Con la respiración cada vez más agitada, quitó el freno de mano, metió la primera marcha y aceleró hacia ellos.

Las fachadas de las casas pasaban a toda velocidad a los lados del coche.

Tommy y Julia iban cruzando la calle por el paso de peatones, sin notar que un coche se precipitaba hacia ellos con los faros apagados.

 

 

Victoria

Malte se arrojó encima de ella con todo el peso de su cuerpo amorfo e intentó alcanzar la llave mientras Victoria pisaba el acelerador, pero el coche no se movía. Los dos comprendieron al mismo tiempo que el problema era el freno de mano, que aún estaba echado.

Malte fue el primero en alcanzarlo. Con un grito, lo inmovilizó y le propinó un puñetazo en el pecho a Victoria, que soltó un aullido e intentó morderle la espalda. Después, Malte aferró la llave, la giró y apagó el motor.

Tras salir con dificultad de la cabina, se dobló sobre sí mismo con las manos apoyadas sobre las rodillas, jadeando para recuperar el aliento. Victoria dejó caer la cabeza sobre el volante. ¡Había estado tan cerca! ¡Tan jodidamente cerca! Al cabo de unos segundos reparó en la expresión de odio de Malte.

—Pensé que se había colado un ladrón en el garaje —le dijo él, todavía con la respiración agitada. Victoria no le respondió—. ¿Ibas a largarte así, sin más?

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