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Furyborn . El origen de las dos reinas(10)
Author: Claire Legrand

   A los diez años, cuando había ido a aquellos suburbios por primera vez, el olor casi le había provocado arcadas. Debido a eso, se había ganado que su madre la mirara con dureza.

   Ahora, ocho años después, apenas notaba el hedor.

   Escudriñó la noche: un mendigo robaba de los bolsillos de un borracho inconsciente, y un joven demacrado, peinado y empolvado intentaba persuadir de algo a una mujer a través de una puerta pintada.

   Oyó otro grito. Esta vez era más débil y cercano al río.

   La sensación que le recorría la columna vertebral se intensificó. Parecía —no sabía describirlo de otro modo— como si esa sensación tuviera voluntad propia.

   Se puso las manos en las rodillas y se presionó los ojos hasta cerrarlos. Tras los párpados bailaban puntos de color. En la maltrecha viga de madera de al lado, alguien había garabateado un dibujo infantil de una mujer enmascarada y vestida de negro que saltaba en el aire con un cuchillo en cada mano.

   A pesar de que el malestar le enturbiaba la vista, Eliana no pudo evitar sonreír.

   —El, por todos los santos, ¿qué estás haciendo? —Harkan se le acercó por detrás y le puso una mano en el hombro—. ¿Qué ocurre? ¿Estás herida?

   —¿Yo? ¿Herida? —Tragó saliva con fuerza para combatir la desagradable sensación que le oprimía la garganta—. Querido Harkan —dijo, y señaló con pomposidad el dibujo—, ¿cómo puedes pensar tal cosa del Terror de Orline?

   Se alejó corriendo y saltó desde la parte más alta de la dársena a otro nivel que se encontraba unos treinta metros más abajo. El impacto solo le produjo un leve dolor. Al instante volvía a estar de pie y corriendo. Como a Harkan se le romperían las piernas con una caída así, él tendría que tomar el camino largo para bajar.

   Si Remy estuviera allí, le diría a Eliana que no fuera tan obvia.

   —La gente empieza a darse cuenta —le había dicho justo el otro día—. He oído rumores en la panadería.

   Eliana, que estaba haciendo estiramientos en el suelo de su habitación, le había preguntado con inocencia:

   —¿Qué tipo de rumores?

   —Cuando una chica cae de un tercer piso y vuelve a ponerse en pie de un salto en medio de un jardín público, la gente suele darse cuenta. Sobre todo si esa chica se cubre con una capa.

   Eliana había sonreído al imaginarse a esas personas boquiabiertas y atónitas.

   —¿Y qué pasa si ella quiere que se den cuenta?

   Remy se había quedado callado durante mucho rato. Entonces le había preguntado:

   —¿Qué es lo que quieres, que venga Invictus y te aparte de mí?

   Eso la había dejado sin palabras. Había levantado la mirada hacia el rostro pálido y enjuto de su hermano pequeño y había sentido que el estómago le daba un vuelco.

   —Lo siento —le había dicho con suavidad—. Soy imbécil.

   —Me da igual que seas imbécil —le había contestado él—, pero no seas fantasma.

   Ella sabía que Remy tenía razón. El problema era que le gustaba alardear. Si tenía que ser un bicho raro con un cuerpo milagroso que no moría al caer de ningún sitio, entonces también tenía que poder usarlo para divertirse.

   Si se mantenía ocupada pasándolo bien, no tendría tiempo para preguntarse por qué su cuerpo podía hacer esos prodigios.

   Ni qué significaba.

   Mientras corría por los muelles, siguió la traza de maldad que flotaba en el aire como si rastreara el olor de una presa. El nivel inferior de la dársena estaba silencioso, y el aire de verano era tranquilo y húmedo. Dobló corriendo una esquina, luego otra... y se detuvo. Aquel olor, aquella sensación, se agitaba al borde de un embarcadero desvencijado. Se obligó a avanzar a pesar de que su estómago revuelto y cada gota de su sangre que rugía le gritaran que se alejase de ahí.

   Dos figuras —enmascaradas y con ropa de viaje oscura— esperaban en una barca larga y pulida al borde del muelle. Eliana deducía que eran hombres por su constitución alta y fornida. Una tercera silueta llevaba consigo a una niña pequeña que tenía la piel tostada y dorada como la de Harkan. La niña se resistía, pero estaba amordazada y tenía las muñecas y los tobillos atados.

   ¿Se trataba de la Corona Roja? Era poco probable. ¿Para qué querrían los rebeldes a niñas robadas? Además, en el caso de que estuvieran involucrados en los secuestros, Eliana ya habría oído rumores clandestinos.

   Podían ser cazarrecompensas, igual que ella, pero ¿por qué pagaría el Imperio Eterno por algo que podía coger sin más? Además, trabajaban en grupo. Eso sí que era poco probable.

   Una de las figuras que estaban en la barca extendió los brazos para agarrar a la niña. El suelo de la nave estaba lleno de bultos: otras mujeres y otras niñas, atadas e inconscientes.

   La ira prendió dentro de Eliana.

   De la bota izquierda sacó a Silbador, que era largo y delgado.

   —¿Van a algún sitio, caballeros? —preguntó, y corrió hacia ellos.

   El hombre que había en el embarcadero se volvió justo cuando Eliana llegaba a su lado. Ella dio una vuelta sobre sí misma y lo enganchó con la bota por debajo de la barbilla. Él se empezó a ahogar y cayó al suelo.

   Una de las figuras de la barca saltó al muelle. Eliana le atravesó la garganta y la empujó al agua, también a su compañero.

   Se volvió triunfante y le hizo señas al raptor que aún estaba en la barca.

   —Vamos, cariño —canturreó—. No me tendrás miedo, ¿verdad?

   En el pasado, matar la estremecía.

   Fue seis años atrás, cuando tenía doce. Rozen Ferracora, su madre, se la había llevado a hacer un trabajo —el último antes de lesionarse—, y alguien las había delatado. Los rebeldes estaban sobre aviso y cayeron en una emboscada.

   Rozen ya había derribado a dos de ellos, mientras Eliana se escondía en las sombras. Y, aunque su madre siempre le había dicho: «Evitaré que tengas que matar durante todo el tiempo que pueda, mi dulce niña. Por ahora observa. Aprende. Practica. Yo te transmitiré todo lo que me enseñó mi padre», cuando vio que una de las rebeldes la sujetaba contra el suelo, sintió una rabia inmensa.

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