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Furyborn . El origen de las dos reinas(13)
Author: Claire Legrand

   Cuando los soldados imperiales se apoderaron de Orline, demolieron el templo casi por completo. De lo que un día había sido un gran despliegue de pasillos abovedados, aulas y santuarios que se abrían a la brisa del río y patios cubiertos de enredaderas en flor, solo quedaban unos cuantos pilares derruidos. La estatua de santa Marzana, que antes custodiaba la entrada del templo, había sido destruida. En su lugar, se erguía la efigie amenazante del Emperador, con el rostro enmascarado, el cuerpo envuelto en una capa y la cabeza flanqueada por estandartes dorados, negros y carmesís.

   La plaza que había debajo estaba abarrotada, aunque silenciosa. Los ciudadanos de Orline estaban acostumbrados a las ejecuciones, pero Quill era popular en algunos círculos, y ni siquiera Su Señoría solía ajusticiar a niños.

   Cuando Eliana y Harkan entregaron los niños cautivos a lord Arkelion, este sonrió con amabilidad y, tras examinar los dientes a los más pequeños, los mandó con una de sus amantes. Los niños extendían los brazos hacia su hermano y gemían mientras se los llevaban de la sala del trono, y finalmente, por suerte, alguien cerró la puerta.

   El mayor no había llorado. Tampoco hoy, ni al ver al verdugo levantar la espada.

   —¡El Imperio arderá! —gritó Quill, con el pelo pegado al cráneo sudoroso.

   La espada descendió y su cabeza rodó por el suelo. Una inquietante ola sonora se extendió entre la multitud.

   Solo entonces, con la cara salpicada de sangre fresca, el chico empezó a llorar.

   —El —pronunció Harkan con dificultad.

   Con la mano sudorosa, cogió la de Eliana y le frotó la palma con el pulgar. Su voz sonó tensa. No había dormido.

   Ella sí había dormido, como un tronco. Dormir era importante. Sin una buena noche de sueño, no se podía cazar.

   —No tenemos por qué mirar —le dijo ella de la forma más paciente de la que fue capaz—. Podemos irnos.

   Harkan le soltó la mano.

   —Puedes irte si quieres. Yo tengo que verlo.

   Ahí estaba de nuevo: aquel tono exhausto, como si fuera un sabueso de ojos tristes, resignado a recibir un nuevo golpe.

   Para evitar contestarle mal, Eliana jugueteó con el maltrecho colgante de oro que tenía bajo la capa, alrededor del cuello: conocía de memoria sus desgastadas líneas: el arco del cuello del caballo, los intrincados detalles de las alas y la figura montada a horcajadas sobre él, con la espada levantada y el rostro ennegrecido por el tiempo. Era Audric el Alumbrador, uno de los reyes muertos del Viejo Mundo. Eliana era incapaz de entender por qué su hermano estaba tan obsesionado con él. Sus padres le habían dicho que, cuando todavía era un bebé, habían encontrado esa baratija en la calle y se la habían dado una noche de desvelo para que dejara de llorar. Lo llevaba desde que tenía uso de razón, aunque no sintiera ningún aprecio por el Alumbrador. Los reyes muertos le importaban un bledo.

   No, lo llevaba porque algunos días sentía que el peso del collar sobre el cuello ero lo único que le impedía hacerse añicos.

   —Me quedo —le indicó a Harkan con suavidad. ¿Demasiada? Era posible—. Tengo tiempo.

   Él ni siquiera la regañó. El verdugo levantó la espada. En el último momento, el chico alzó la mano en un saludo: se llevó un puño al corazón y luego lo elevó en el aire. Era el signo de lealtad a la rebelión, a la Corona Roja. Le temblaba el brazo, pero miró fijamente al sol sin pestañear.

   Empezó a recitar la plegaria de la Reina Solar: «Que la luz de la Reina me guíe...».

   La espada descendió.

   Las lágrimas sorprendieron a Eliana. Parpadeó para alejarlas antes de que cayeran. Harkan se cubrió la boca con la mano.

   —Que Dios nos ayude —susurró—. El, ¿qué estamos haciendo?

   Eliana le agarró la mano y lo obligó a mirarla.

   —Sobrevivir —le dijo—. No deberíamos avergonzarnos.

   Tragó saliva una vez. Tragó de nuevo. Le dolía la mandíbula. Fingir desinterés era un trabajo duro, pero también lo era la guerra. Si ella se hacía pedazos, Harkan se desmoronaría aún más rápido.

   El Señor de Orline alzó una mano.

   Abajo, los ciudadanos amontonados en la plaza cantaron las palabras que a Eliana le daban vueltas en la cabeza como si fueran aves carroñeras:

   —Gloria al Imperio. Gloria al Imperio. Gloria al Imperio.

 

 

3

RIELLE

 

 

«Después de que las Partidas se separaran, los Siete volvieron al continente, pero seguían sin poder descansar. Su pueblo había pasado décadas en pie de guerra y anhelaba tener un lugar seguro al que llamar hogar. Así que los santos empezaron por la tierra natal de Katell y usaron sus poderes para convertir las montañas alpinas en un paraíso. A ese refugio, protegido por altas cumbres y teñido con el verde de bosques y campos, le pusieron el nombre de Âme de la Terre, que se convirtió en la capital de Celdaria. Construyeron la ciudad real a los pies de la montaña más alta y la rodearon de un lago de cristal que parecía estar tallado del cielo más claro.»

   Breve Historia de la Segunda Edad. Volumen I.

Las Secuelas de las Guerras Angelicales,

de Daniel Riveret y Jeannette d’Archambeau,

miembros de la primera Cofradía de Eruditos

   La línea de salida era un caos.

   Algunos jinetes competían en nombre de los templos. Los de la Pira, el templo de Tal, iban vestidos de dorado y escarlata. El negro y el azul ultramar eran los colores de la Casa de la Noche, el templo de los lanzasombras y de Sloane, la hermana de Tal. El pardo y el verde claro eran del Arraigo, el templo de los sacudetierras.

   Las grandes casas celdarianas también habían enviado a sus representantes. Rielle pasó al lado de los jinetes de la Casa Riveret, vestidos de lila y salvia, y de los de la Casa Sauvillier, con ropa ocre y plateada. Había jinetes que provenían incluso de los lejanos reinos de Ventera y Astavar, que se encontraban al otro lado del Gran Océano.

   A muchos jinetes, como a Rielle, los habían contratado los comerciantes que ansiaban ganar el premio en metálico. Sin embargo, ninguno era tan rico como su patrocinador, Odo Laroche.

   Además, ningún otro había tenido el privilegio de entrenar con los mejores profesores de equitación desde que había alcanzado la edad para sentarse en una silla de montar.

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