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El castigo de los reyes (Furyborn, #3, Empirium, #2.1)(5)
Author: Claire Legrand

   —Hazla volar —dijo Ludivine con voz tensa—. Nos vamos.

   «No podrá alcanzarte. —En la mente de Rielle, la voz de su amiga sonaba grave y temblorosa, como el retumbar de un trueno cercano—. Nunca más podrá alcanzarte.»

   A lo lejos, Rielle se dio cuenta de que no tenía el control de su propia mente. Ludivine estaba en sus pensamientos, reprimiéndola, calmándola, aunque ella no quisiera estar tranquila.

   Sin embargo, se agarró a la crin de la chavaile y dijo con voz ronca:

   —Vuela, Atheria.

   El animal divino obedeció.

 

 

2

ELIANA

 

 

«El Emperador prefiere los sueños a cualquier otra cosa. Allí eres completamente vulnerable, y en eso consiste su atractivo. Antes de dormir, debes despejar la mente. Reza unas plegarias. Recita esto: “Soy yo mismo. Mi mente me pertenece. No tengo miedo”.»

   Palabras del profeta

   Al principio, el sueño le resultaba familiar.

   Eliana buscaba algo entre las ruinas humeantes del puesto de avanzada del Imperio donde había cenado con lord Morbrae. Los prisioneros que permanecían atrapados entre los escombros gritaban su nombre y formaban un coro agonizante.

   «Eliana.»

   Las voces se superponían, se quebraban y aumentaban. Ella corría con las manos pegadas a los oídos, pero los gritos le perforaban las palmas y se le metían dentro como animales revolviéndose en busca de refugio.

   «Eliana.»

   Unos copos trémulos caían del cielo y formaban una fina cortina gris de cenizas. Pronto, ella se veía inhalando más humo que aire. Tropezaba con un brazo marrón claro que sobresalía de un montículo negro.

   Quería protestar con un grito, pero su voz había desaparecido.

   Quería correr, pero su cuerpo no le obedecía. Su cuerpo ya no le pertenecía.

   Agarraba aquella mano fría y rígida a causa de la muerte, tiraba de ella y desenterraba el cuerpo de su madre. Era algo monstruoso, deforme y congelado, en estado de convulsión. No era Rozen Ferracora, sino la atroz reptadora en la que el Imperio la había convertido.

   «Eliana.»

   La voz sonaba cercana y singular. Sentía que un aliento frío le soplaba en el hombro. Le llegaba un olor ligero y perfumado, especiado e intenso.

   Se daba la vuelta.

   Ya no estaba en un campo de cenizas.

   Ahora se encontraba al final de un pasillo eterno y cubierto por una alfombra roja como una boca en carne viva.

   De las paredes colgaban, en soportes de hierro forjado, luces galvanizadas que zumbaban débilmente entre puertas cerradas. Los paneles de madera de las paredes brillaban de lo pulidos que estaban. Mientras avanzaba, su reflejo borroso la acompañaba.

   Intentaba abrir la primera puerta que encontraba. Era alta y estrecha, y su marco arqueado formaba una punta que le recordaba a sus cuchillos.

   Hacía el ademán de tocarse el cinturón, pero se daba cuenta de que no llevaba sus armas. Vestía un simple camisón negro, iba descalza y tenía los pies mojados.

   Miraba la alfombra roja y lujosa y se observaba los pies. Al cambiar el peso de una pierna a la otra, también cambiaba el color de la alfombra.

   El rojo le burbujeaba entre los dedos de los pies.

   El estómago se le comprimía, y un gemido repentino en los oídos le decía que huyera, pero, al igual que antes, al intentar moverse, se quedaba quieta donde estaba. Tenía los pies clavados a aquella alfombra empapada. Trataba de gritar para pedir ayuda, pero de su boca solo emergía silencio.

   Entonces, como si un mamut invisible hubiera soplado de golpe, la puerta más cercana daba un portazo y se sacudía dentro de su marco.

   Eliana, con la piel recubierta de un sudor frío, se la quedaba mirando.

   El sonido se repetía una y otra vez, se aceleraba y crecía en intensidad hasta convertirse en un latido violento. Entonces, el ritmo se degradaba y se transformaba en una granizada de dos puños frenéticos, una decena, dos decenas... Todos golpeando la puerta cerrada.

   Eliana se tiraba de las piernas, desesperada por separarlas del suelo.

   Los gritos silenciosos se le atascaban en la garganta como una bola de comida demasiado dura y caliente como para tragársela.

   La puerta seguía agitándose y haciendo ruido dentro de su marco. Se empezaba a oír un grito, distante y profundo, que iba en aumento y que se unía a la cacofonía de puños hasta ahogarlos por completo. Entonces, la puerta ya no se sacudía por el peso de las manos, sino por la angustia pura de ese aullido salvaje y furioso que la presionaba.

   Eliana la miraba fijamente, con la visión empañada y sintiendo que las piernas le escocían por los rasguños que se hacía con sus propias manos. No hacía tanto tiempo que había atraído una tormenta del cielo y la había usado para hundir una flota de barcos de guerra del Imperio. En aquella playa helada de Astavar, en los fríos llanos de la bahía de Karajak, sus dedos centelleantes habían moldeado el viento airado y las olas furiosas, y el dolor había florecido en cada músculo de su cuerpo a medida que un poder nuevo y extraño la había transitado a lo largo de los huesos.

   Sin embargo, en aquel pasillo, el mundo seguía siendo corriente y se ocultaba a sus ojos. Eliana agitaba las manos, le temblaban las piernas. Era incapaz de ordenar sus pensamientos para reproducir aquel terrible momento en la playa, con su madre muerta a sus pies, cuando su grito doliente había arrasado el mundo.

   La puerta se abriría en cualquier momento y, cuando lo hiciera, lo que fuera que hubiera al otro lado la encontraría, sudando, descalza, indefensa y sola...

   Eliana se despertó.

   Abrió los ojos de golpe. Los oídos le zumbaban, y pasaron cinco segundos antes de que fuera capaz de coger aire. Poco a poco, los ángulos extraños del mundo se volvieron familiares: el techo abovedado, de un violeta oscuro e intenso y cubierto de estrellas plateadas. El edredón de la cama, grueso y bordado con cuentas. La alcoba arqueada, trémulamente iluminada por lo poco que quedaba de una vela derretida.

   Estaba en su habitación, en el palacio astavariano de Dyrefal. Era la casa de los reyes Tavik y Eri Amaruk, así como la del príncipe Malik y otros tres descendientes que trabajaban ayudando a la Corona Roja en aguas remotas, muy lejos de su hogar.

   También era la casa de su hija menor, Navi.

   «Navi.»

   Eliana se incorporó, sacó las piernas de la cama y caminó lentamente por la alfombra de color azul de medianoche hasta llegar a la pared más alejada. Echó una ojeada a través de una puerta entreabierta y, al ver a Remy durmiendo tranquilamente en la habitación contigua —bajo el brillo tenue de las brasas de la chimenea y la manta ribeteada de pieles que lo tapaba hasta la barbilla—, parte de la tensión que tenía en los hombros se redujo.

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