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El castigo de los reyes (Furyborn, #3, Empirium, #2.1)(9)
Author: Claire Legrand

   —Lo dices como si fuera algo malo.

   —Al contrario —contestó él, entrelazando los dedos con los suyos—. Me parece estimulante.

   Rielle recordó que pronto estarían en casa, que su período habría terminado y que podría tener a Audric para ella sola durante una noche entera e ininterrumpida. Se volvió hacia Ludivine sonriendo de forma triunfal.

   —¿Y bien? ¿Tú también vienes o te quedas aquí, enfurruñada en el bosque?

   Ludivine frunció el ceño.

   —Tal se pondrá como una fiera.

   —Yo puedo con Tal.

   —Por no mencionar al arconte.

   —También puedo con él. —Rielle se impulsó en las manos entrelazadas de Audric y montó sobre el lomo de Atheria—. Puedo con todo el mundo.

   Ludivine no comentó nada más hasta que no estuvieron de nuevo todos sobre el enorme animal divino. Entonces, dijo en voz baja:

   —Al primer signo de peligro, tomaré el control de ambos y haré que volvamos a casa.

   Rielle se volvió para mirarla y le espetó:

   —Si lo haces, serás tan mala como Corien.

   La mente de Ludivine se sacudió como si la hubieran golpeado, pero Rielle no esperó a ver la respuesta. Se inclinó hacia delante y enrolló los dedos en la crin de su chavaile.

   —Vuela, Atheria —ordenó, y esta corrió entre los árboles hacia el borde de la montaña, abrió las alas y se lanzó al vacío.

   Audric apretó los brazos alrededor de la cintura de Rielle y la besó en la nuca.

   «Lo siento, Rielle —dijo Ludivine en un susurro. Su arrepentimiento se abatió sobre ella como un mar de disculpas—. Tienes razón. Claro que no lo haría. No soy como él. Es que...»

   «Te preocupas por nosotros.»

   Ludivine asintió con tristeza. Rielle la vio nítidamente en su mente: con el semblante pálido y los labios apretados. «Sí, me preocupo por vosotros.»

   «Y te quiero por ello.»

   Entonces, Rielle imaginó que estaban todos en casa, en los aposentos de Audric en Baingarde, acurrucados juntos ante el fuego como habían hecho durante años, antes de que su mundo se convirtiera en algo tan extraño y aterrador.

   Le mandó la imagen a Ludivine y sintió que ella suspiraba como respuesta y murmuraba, con la voz temblorosa y aliviada: «Gracias».

 

 

   Ilmaire había pedido reunirse con ellos en un pueblo costero cercano a la capital borsvalina de Styrdalleen. Atheria aterrizó en una montaña de cima plana rodeada de árboles mal desarrollados. Rielle, después de besarla en el hocico, la mandó a los retorcidos bosques colindantes. Habían determinado que la presencia de un animal divino seguramente arruinaría cualquier intento de diplomacia.

   El pueblo estaba situado en una franja de tierra que había sido arrasada, y era evidente que los aludes de barro habían destruido lo que una vez habían sido caminos y pastos. Solo quedaban unos pocos edificios derrumbados, las dunas de la playa se habían allanado y el aire aullaba cargado de humedad.

   Toda la playa estaba inundada de lodo y ruinas: platos hechos añicos, baúles destrozados o ropa que se había vuelto negra por la putrefacción, pinturas que el mar había descolorido y cuerpos desfigurados de ganado y de pájaros. En lo alto de la playa, unas casas de piedra abandonadas presentaban un estado deplorable.

   Sin embargo, Rielle centró enseguida su atención en el mar. La capital, que estaba bien resguardada en las montañas cercanas, se erigía alta y blanca contra un cielo acolchado y enredado de amarillentas nubes de tormenta. El océano que se extendía ante las montañas como una alfombra negra rugía con furia. Las olas rompían con violencia contra la orilla rocosa. Chorros de espuma blanca se alzaban a gran altura, como si fueran casas, de punta a cabo del ancho puerto, que estaba conectado a la ciudad mediante barrios menos elevados que habían acabado demolidos. Una pared de nubes negras se cernía a lo largo del horizonte y presagiaba más viento.

   Audric murmuró una maldición con voz grave y se puso al lado de Rielle. Ludivine se unió a ellos con el rostro tenso y preocupado.

   —Espero que los habitantes consiguieran llegar a tiempo a un lugar más alto —dijo Rielle mientras el viento le tragaba la voz casi por completo. El aire estaba inundado de sal y cieno, y diminutos gránulos de arena le lloviznaban con fuerza sobre la piel.

   —Solo algunos —contestó una voz desconocida—, pero no los suficientes.

   Rielle se dio la vuelta y vio que un hombre delgado y de porte elegante se les acercaba desde la entrada de lo que ella supuso que era, por sus columnas de piedra y sus grabados de lobos sobre las puertas de obsidiana, la Casa de la Noche del pueblo. El hombre era pálido, iba completamente afeitado y tenía la mitad del pelo, largo y rubio, atada hacia atrás con un cordel de cuero. Llevaba una capa blanca y peluda sobre los hombros y unos aros gruesos de plata en las muñecas. Rielle sintió su peso, el sabor a magia que perduraba en el metal —una magia alpina y penetrante, breve y cambiante—. Ese hombre era un silbavientos.

   —Ilmaire —dijo Audric radiante.

   Se acercó a él a grandes zancadas y se arrodilló. Rielle y Ludivine lo imitaron, y entonces, Audric se puso de pie y abrazó con intensidad al príncipe borsvalino. Ilmaire le devolvió el gesto, pero lo hizo con los brazos rígidos y con movimientos forzados. Por encima del hombro de Audric, sus ojos se encontraron con los de Rielle. Eran unos ojos azules y graves que le aguantaron la mirada durante tan solo un momento y que después se dirigieron hacia algo que había detrás de ella.

   Rielle se volvió, pero no vio nada, solo aquel pueblo inquietante y las montañas recubiertas de sal y azotadas por el viento. A lo lejos, la capital blanca y resplandeciente. Por último, el agua negra y el cielo negro.

   Una sensación sutil y rasposa le empezó a subir por el cuerpo, al igual que una uña se arrastra por una piedra rugosa.

   «¿Lu?» Le mandó a Ludivine un eco de lo que sentía.

   «Lo sé —contestó ella—. Algo anda mal. Mantente alerta.»

   —Desde que empezaron las tormentas —estaba diciendo Ilmaire mientras se apartaba de Audric— apenas amainan más de una hora. Son antinaturales. Implacables. —Su voz sonaba vacía, y Rielle, al observarlo con más atención, vio que tenía una expresión agotada y una mirada afligida—. Si no hubiéramos perdido la esperanza, no os habría pedido que vinierais a un lugar tan peligroso, Audric.

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