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El castigo de los reyes (Furyborn, #3, Empirium, #2.1)(3)
Author: Claire Legrand

   —Doy gracias a Dios por ello.

   Él le miró el vestido rojo y enarcó una ceja:

   —No estoy seguro de que haya sido muy inteligente escoger algo rojo entre todo el repertorio del que dispones.

   Rielle puso los ojos en blanco. Ya se había imaginado que él no aprobaría ese vestido y su falda de un carmesí intenso. Para él, ese era el color de los empuñafuegos.

   Para ella, se podía interpretar como un tono de la Reina Sangrienta.

   Tomó el brazo que Tal le ofrecía y lo acompañó hacia el altar que había en el interior del templo. Él dio comienzo a la ceremonia de bienvenida —que en aquel momento a Rielle le resultaba tan familiar que la podría haber recitado de memoria—, y ella dejó vagar su atención. Sabía que hacer eso era bastante desconsiderado.

   Sin embargo, si escuchaba a Tal elogiar una vez más el coraje y el heroísmo que demostró el día de la prueba del fuego, se pondría a chillar y a confesar cosas que no debía.

   Rielle permaneció con una expresión de serena humildad mientras Tal hablaba de aquella tragedia y de los civiles inocentes que habían perdido la vida. Recordó a los soldados ejecutados de la familia Sauvillier, a quien lord Dervin, cegado por la ambición, había manipulado para que cometieran una traición.

   «Ambición —pensó Rielle—. Menudo eufemismo.»

   «Presta atención —la regañó Ludivine—. Se te ve aburrida.»

   «Es que lo estoy. —Rielle inspiró profundamente—. Deberíamos contarles la verdad.»

   «Ah, claro. ¿Les decimos que un ángel poseyó las mentes de sus conciudadanos? ¿Que los ángeles van a regresar? ¿Que el Portal se está debilitando? Sí, me parece una idea estupenda.»

   «¿Durante cuánto tiempo crees que seguirán creyendo esas mentiras y omisiones? —Rielle paseó la vista con atención por el santuario, donde se habían reunido tantos ciudadanos que el aire se había vuelto cálido y húmedo—. No son estúpidos. Deberíamos dejar de tratarlos como tal.»

   —... y, por supuesto —prosiguió el maestre Belounnon con una voz solemne que adquiría una intensidad adicional. Rielle, que sabía lo que iba a continuación, se puso tensa—, aún lloramos las muertes de Armand Dardenne, lord comandante del ejército real, y de nuestro amado y difunto rey, Bastien Courverie, un hombre compasivo y valiente que llevó al país a una era de paz y de prosperidad sin precedentes.

   Rielle bajó la vista y se miró las manos. Tragó saliva con fuerza. No quería pensar en su padre, en el rey Bastien ni en lord Dervin. No quería pensar en el glorioso momento en el que, justo antes de detener sus corazones, había tenido el empirio a su merced.

   Aunque cerró los ojos para combatir ese recuerdo, su mente evocó más cosas: la sensación de que el mundo se hacía pedazos bajo sus órdenes. El calor que se le acumulaba en las palmas. La detonación de un poder jamás visto que le hacía volar el pelo hacia atrás. El empirio, puro y cegador, reflejaba su propia furia y su propio miedo.

   Corien se arrastraba para huir de ella, con el cuerpo destrozado y lleno de heridas brillantes.

   Dos hombres yacían inmóviles a sus pies.

   Su padre usaba el último aliento para cantarle la nana de su madre.

   Una madre y un padre. Ambos muertos en sus manos.

   Rielle abrió los ojos y se miró fijamente los dedos apretados y blancos. Las palabras de Tal siempre la obligaban a recordar aquel día horrible y maravilloso —el día en el que su padre murió, el día en el que transformó el fuego en plumas, mató a un rey y empezó a entender hasta dónde podía llegar realmente su poder—. Cada vez, se veía forzada a reconocer esa verdad que no podía eludir: si se le presentara la oportunidad, lo haría todo exactamente igual. No cambiaría nada de lo que había pasado aquel día si eso significara renunciar al breve momento en el que su consciencia había resplandecido al alcanzar el empirio en su estado más puro y al notar en la lengua su poder chisporroteante con sabor a tormenta.

   Incluso si eso significara que tanto su padre como el de Audric siguieran vivos. Aun así, no cambiaría nada, y su corazón, impregnado de un placer oscuro, se agitó avergonzado pero resuelto.

   Entonces, Ludivine habló: «Cuatro hombres se acercan entre la multitud con la intención de asesinarte».

   Rielle se estremeció. «¿Cómo? ¿Quiénes son?»

   «Gente que perdió a sus seres queridos en la prueba del fuego. Te culpan de la masacre. No se fían de ti. No hagas nada hasta que no te lo diga. Debemos esperar el momento adecuado.»

   Rielle apretó los puños. «Dime ahora mismo dónde están y los haré trizas.»

   «Seguro que eso apaciguaría los ánimos de todos los que dudan de ti», dijo Ludivine con frialdad.

   «¿Llevan armas?»

   «Sí.»

   Las garras ansiosas de la ira le recorrieron la columna vertebral. «Estás poniendo en riesgo las vidas de Audric y Tal, no lo olvides.»

   «Una mujer está a punto de interrumpir la ceremonia. Déjala hablar. Prepárate.»

   Al instante, una ciudadana emergió del frente de la multitud. Tenía la piel oscura y llevaba un vestido azul celeste de cuello alto. Caminó hasta que los acólitos de Tal le cerraron el paso.

   —Asesinaron a mi hija —exclamó con una voz fina y cascada que interrumpió a la del maestre—. Murió en la prueba del fuego. La asesinaron. Era mi hija.

   La sala se sumió en el silencio. Audric se puso de pie.

   —Había ido a ver la prueba del fuego —continuó diciendo la mujer con los ojos llenos de lágrimas brillantes—. A rendir homenaje a la Reina Solar. Un soldado de la Casa Sauvillier la mató. —Con mano temblorosa, la mujer señaló a Ludivine—. Su casa. Sin embargo, ahí está ella, sana y salva.

   La muchedumbre se movió y empezó a murmurar. Ludivine se levantó con una expresión de elocuente compasión.

   «Ahí viene», advirtió Ludivine.

   Rielle se puso tensa. Se resistió a mirar por toda la habitación. «¿Qué es lo que viene?»

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