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El castigo de los reyes (Furyborn, #3, Empirium, #2.1)(4)
Author: Claire Legrand

   —Vos la devolvisteis a la vida. —La mujer miró a Rielle a los ojos—. Así que también deberíais resucitar a todos los demás. Si no lo hacéis, no tenéis ningún valor para nosotros. Sois una cobarde y un fraude.

   Las voces de la multitud crecieron y se convirtieron en un rugido sordo. Se oían insultos dirigidos a la mujer y algunas exclamaciones airadas que apoyaban sus palabras.

   Rielle dio un paso atrás para alejarse de ellos. «No deberías haberles mentido. Tendríamos que haber contado la verdad.»

   «¿Que soy un ángel? —se burló Ludivine—. Sí, me habrían aceptado con entusiasmo.»

   «Claro que sí. Yo los habría obligado.»

   «Debo ser capaz de protegerte. No puedo pasarme los días ahuyentando los miedos de la gente de mente estrecha dondequiera que vaya... ¡Ahora, Rielle! ¡A tu izquierda!»

   Entonces, se volvió y alzó la mano. El fuego de los cirios del altar voló hacia ella: decenas de llamas se fusionaron en una sola bola incandescente. La tomó en la mano y, a continuación, la lanzó contra las cortinas de un balcón situado en la pared más alejada.

   El nudo de fuego consumió la flecha que se dirigía hacia ella y la convirtió en cenizas.

   El ruido estalló entre la multitud. Algunos corrían hacia las puertas. Otros tumbaban a sus hijos en el suelo y los protegían con su propio cuerpo.

   Audric se puso enseguida ante Ludivine y desenvainó a Ilumenor. En el momento en el que la gran hoja golpeó el aire, la forjadura destelló con una luz resplandeciente y un calor repentino crepitó alrededor del príncipe.

   Evyline vociferó unas órdenes, y la Guardia Solar —compuesta por siete mujeres— se dispersó proyectando destellos dorados y formó un perímetro de protección. Rielle oyó un tañido agudo y se volvió en dirección a la pared opuesta. Más que ver la flecha, la sintió. Antes de que su mente llegara a decidir cómo actuar, el empirio hizo que el poder le corriera de forma instintiva por la sangre. Rielle atrajo una ráfaga de viento sobre su cabeza y la usó para golpear el proyectil contra una de las altas vigas arqueadas del santuario, donde el objeto se partió en dos y cayó sin causar daños.

   Un tercer hombre empezó a subir las escaleras del altar, armado con una daga larga que le centelleaba en las manos. Audric, con Ilumenor en llamas, lo interceptó y lo desarmó de un golpe. El otro, indefenso, cayó de rodillas al instante.

   —Piedad, Su Alteza —suplicó, juntando las manos y pasando la mirada de Audric a Rielle—. ¡Por favor, os lo suplico!

   Al oír un grito que provenía de la multitud, Rielle se volvió a tiempo de ver cómo un grupo de mujeres jóvenes derribaba al cuarto asesino. Tres de ellas lo sujetaron contra las pulidas baldosas del suelo, y otra le quitó la daga de la mano de un puntapié. Una quinta le dio una fuerte patada en la cabeza con su bota brocada. La multitud la aclamó, así que ella lo golpeó de nuevo.

   «Muéstrale piedad —le sugirió Ludivine—. Las personas que hay aquí y que te quieren, que son muchas, te adorarán aún más por ello.»

   Rielle, con las puntas de los dedos echando chispas, levantó las manos.

   —¡Deteneos! Apresadlo, pero no le hagáis daño.

   Apagó el fuego de las palmas y se arrodilló junto al hombre.

   —Lamento tu pérdida —dijo Rielle con una voz más amable, aunque se moría de ganas de reunir de nuevo el fuego para hacer que el hombre siguiera llorando de miedo—. Todavía estoy aprendiendo y espero que llegue el día en el que nadie en Celdaria tenga que sufrir el dolor de una muerte innecesaria. Trabajaré sin descanso junto a Su Majestad la reina Genoveve para conseguirlo.

   Por un momento, el hombre clavó una mirada furiosa en Rielle, con la sangre chorreándole por la frente y la nariz, pero entonces, mientras ella lo observaba, el rostro se le suavizó y los ojos se le nublaron. Puso una expresión maliciosa que a Rielle le resultaba familiar.

   Una de las mujeres que lo sujetaban contra el suelo gritó y se alejó de él enseguida.

   Rielle sintió un cosquilleo en la piel.

   El hombre abrió la boca para decir algo, pero ella no reconoció las palabras. Se trataba de una lengua áspera, pero de algún modo resultaba lírica. Aunque Rielle no conociera esa lengua, entendió bastante bien lo que pretendía decir.

   Era una burla. Una provocación.

   Una invitación.

   Bajo la voz del hombre se oía el murmullo de otra diferente. Era una voz conocida que Rielle no había oído desde hacía semanas.

   Se puso rígida. «¿Corien?»

   El hombre sonrió y, a continuación, los ojos se le aclararon. Se le tensó el cuerpo, convulsionó y, a continuación, se quedó inmóvil.

   Rielle se puso de pie y caminó lentamente hacia atrás para alejarse de él. El latido salvaje de su corazón ahogaba los sonidos de los espectadores que se acercaban a empujones para verlo todo mejor y que lanzaban preguntas a gritos a Tal, a Audric y a sus conciudadanos.

   La Guardia Solar se arremolinó alrededor de Rielle y formó un círculo cerrado. La condujeron de inmediato hacia la salida del templo; la guardia de Audric las seguía de cerca.

   Sonó la voz urgente de Ludivine: «Debemos marcharnos ahora mismo».

   Rielle murmuró una protesta e hizo un esfuerzo para espabilarse mientras salían al exterior. Atheria brincaba nerviosa en el jardín del templo, con las alas desplegadas y lista para volar.

   Rielle se volvió y vio que Ludivine y Audric se dirigían hacia ella. La multitud se les acercaba cada vez más, y el círculo de guardias apenas podía contenerla.

   —Tenemos que quedarnos —protestó Rielle, mirando a su alrededor. Un hombre empujó hacia delante a su hijo pequeño, que alargó el brazo sollozando para tocarle la falda a Rielle—. ¡Están asustados!

   «No.

   »Sube.»

   La voz de Ludivine cortaba como un cuchillo. Rielle tropezó y se sujetó al pecho de Atheria. El animal divino se arrodilló a sus pies. La chica, aturdida, montó sobre su lomo. Oyó que Audric y Ludivine subían tras ella y notó que él le ceñía la cintura con los brazos.

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