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Se lo que quieres(8)
Author: Samantha M. Bailey

   El agente se detiene ante un coche patrulla y por fin le veo bien. Es bajo y fibroso, y medimos más o menos lo mismo. Aun así, intimida bastante.

   —Soy el agente Campbell. ¿Me puede decir su nombre, por favor?

   —Morgan Kincaid. —Susurro, porque tengo la garganta en carne viva, como si me estuviera raspando con papel de lija.

   Me indica que suba al asiento trasero del coche y al entrar pone su mano sobre mi cabeza. Quisiera decirle que no me toque, pero no lo hago. Me siento como una delincuente.

   El sufrimiento empieza a engullirme durante el trayecto a comisaría. Miró por la ventanilla. Cuando el agente Campbell gira hacia North Larrabee, el sentimiento se convierte rápidamente en consternación. Los frondosos árboles de color esmeralda dan paso a tristes ramas dispersas y encorvadas. Es como si empatizaran conmigo. A ambos lados de la calle hay edificios industriales de ladrillo, con aparcamientos y tiendas destartaladas que llevan hacia la uniformidad gris y desaborida del Distrito Dieciocho.

   Mi vestido se pega al asiento de cuero agrietado y prácticamente me tengo que despegar para sacar el teléfono del bolso. Escribo un breve mensaje a mi abogada, Jessica Clark. Ella me protegió cuando se derrumbó mi mundo, cuando Ryan ya no estaba y todos mis amigos y mi familia volcaron su rabia contra mí. Es posible que no la necesite esta vez. No he hecho nada malo. Pero no me fío de la policía.

   Le escribo rápidamente.

   Unos segundos después me contesta: «Voy para allá».

   Me siento débil, temo desmayarme sobre el asiento trasero. Debería haberme abierto paso entre la multitud del metro y haber huido de esa mujer. Pero ¿qué habría sido de la niña? Me enrosco las puntas del pelo en el dedo hasta que empieza a cortarme la piel.

   «Quiérela por mí, Morgan.»

   No podía irme.

   El agente Campbell entra en el garaje de la policía, me desabrocho el cinturón y le sigo con paso fatigado a través de la poterna hasta un intercomunicador que hay sobre una pared, donde dice mi nombre. Subimos a las salas de declaración. Al salir del ascensor evito mirar hacia los gruesos barrotes de metal a nuestra espalda que separan a los presos potencialmente peligrosos de la policía. No quiero estar aquí.

   —Señora Kincaid, sígame, por favor.

   Veo que el uniforme le aprieta el bíceps al coger un papel de manos de un sargento en el mostrador de recepción.

   Siento una vergüenza espantosa por la capa de mugre que llevo sobre el vestido y la piel, pero, al pasarme la mano por la cara, de repente me viene un olor a la niña, un olor fresco y a polvos de talco. «Ojalá esté bien», pienso.

   Sigo al agente por la comisaría, con la cabeza a punto de estallar por el zumbido repetitivo de las luces fluorescentes. La última vez que estuve aquí fue hace dieciocho meses. Iba como anestesiada de puro dolor, con la ropa y las manos empapadas de la sangre de Ryan.

   «No dejes que nadie le haga daño.»

   Pienso contarle todo al agente Campbell. Simplemente, le trasladaré cada palabra que me dijo la madre. También le contaré lo de la notita, en cuanto lleguemos a dondequiera que me esté llevando. Sí, le diré que ella me la pegó en el bolso antes de saltar, aunque no sé cómo.

   Pasamos delante de varios despachos. En uno de ellos, veo a un agente que está contestando una llamada. Se levanta para cerrar la puerta a nuestro paso. ¿Estará llamando a la pareja o a la familia de esa mujer? Yo sé lo que siente la persona al otro lado del teléfono. Casi puedo sentir la caída al suelo, el hacerse bola con las rodillas contra el pecho, los temblores, la desesperación. Y conozco la voracidad del sentimiento de culpa, el vacío del remordimiento. Nadie olvida el momento en que tu vida se ve destrozada, aplastada por la escalofriante realidad. Siento una oleada de empatía por la familia que esa mujer deja tras de sí, especialmente por su precioso bebé. Y entonces se me ocurre: si tenía familia, ¿por qué me la dio a mí?

   Si a mí me pasara algo, la policía no tendría familia a la que llamar. Mi madre vive en Florida y apenas hablamos. De hecho, no recuerdo la última vez que lo hicimos. Fue hace seis meses, en el funeral de mi padre. Estuvimos un rato sentadas en el salón de la casa donde crecí, incómodas con una taza de té tibio en la mano.

   —Me voy a mudar a Miami, a vivir con la tía Irene. Ahora que tu padre ha muerto, tengo que vender la casa.

   Entendí el mensaje subliminal. No podía permitirse la hipoteca porque mi marido les había robado todo su dinero, invirtiéndolo en su fondo de cobertura corrupto sin su conocimiento. Para mi madre, el ataque al corazón que sufrió mi padre fue culpa mía.

   —Yo no sabía nada de lo que estaba haciendo —le dije cientos de veces.

   A ella y a mucha gente. Lo repetía de memoria cada vez que la sospecha enturbiaba la mirada de mis amigos, compañeros y seres queridos, que habían confiado sus inversiones a Ryan. El único que creyó que no tuve nada que ver con ello era mi padre. Pero ahora ya no está. Se ha ido para siempre.

   El agente Campbell me sigue conduciendo por la comisaría hasta que llegamos a una sala de declaraciones ordinaria, una que no conozco, afortunadamente. Antes de dejarme, dice:

   —Un inspector estará con usted en breve para tomarle declaración. ¿Le apetece un café? ¿Agua?

   Me siento en una silla giratoria dura y niego con la cabeza. Se va y, unos instantes después, oigo pasos y alzo la vista hacia la puerta. Reconozco a la mujer. Y, por su expresión, ella también a mí. Es la inspectora Karina Martínez, la misma que acudió a la escena del crimen en mi casa mientras yo esperaba temblando junto al cuerpo sin vida de Ryan. Ella fue quien me llevó a la comisaría y me interrogó acerca de los motivos que le habían llevado a suicidarse y sobre los millones de dólares que había robado.

   Deja una copia del Chicago Tribune y una botella de agua abierta cerca de una caja de Kleenex sobre la mesa laminada rallada. Luego toma asiento en una silla enfrente de mí y se aparta el flequillo de la frente alta. Su piel es lisa, sin una sola arruga. Me pregunto si seguirá siendo la inspectora más joven del distrito. Noto la luz roja de la cámara parpadeando en la esquina superior, grabando cada uno de mis gestos. Cruzo las piernas y las descruzo. No sé cómo comportarme. Me siento culpable, aunque no haya hecho nada malo.

   Aprieto los labios.

   Martínez desliza la botella de agua hacia mí. Se inclina un poco para acercarse.

   —Aquí estamos. Otra vez. —Clava la mirada en mí, como si estuviera cansada de verme.

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